Una democracia imperfecta sería desgracia, pero cualquier autoritarismo una abominación
Históricamente algunos interpelan sobre quiénes serían los mejores calificados para gobernar. Las respuestas oscilan a favor de ciertos tutores, custodios o guardianes, o a favor de la participación democrática.
La visión jerarquía es antigua y ha sido regla, sostenida en la idea de que el pueblo no suele tener capacidad para comprender y defender sus propios intereses; mucho menos los intereses de la sociedad en general.
Este tutelaje fue expuesto ya por Platón en su obra La República (del año 370 a.C), aunque falte definir si lo hizo como utopía o ironía. La doctrina leninista de partido de vanguardia fue una praxis totalitaria de esta preferencia.
El tutelaje jamás será una variante de la democracia, sino un régimen diametralmente opuesto. No es democrático un Estado controlado exclusivamente por una pequeña minoría -a veces unipersonal-, sin procesos democráticos establecidos.
No es cierto que el pueblo carece de capacidad para comprender y defender sus propios intereses y los intereses de la sociedad en general. Existe un adecuado grado de esta idoneidad difundido de diversas formas en las sociedades. Ello no es exclusivo de una elite, vanguardia o aristocracia -en el sentido original, etimológico-.
El argumento de los tutores imperó con viso absoluto en otras épocas, excluyendo a mujeres, esclavos, analfabetos y personas sin propiedades. La historia demostró que ello sólo condujo al quebrantamiento de la justicia y en contra del desarrollo humano.
El bienestar general suele demandar decisiones colectivas por medio de la opinión, el voto, las leyes, un marco jurídico y político, la libertad, etcétera. Si bien, en sociedades grandes y modernas, a pesar de la amplia comunicación, cada cual tiende a conocer sólo una fracción de la realidad, en sus más diversos sentidos. Esto implica que la generalidad pueda considerar a priori que todos somo iguales, pero en la praxis muchas veces y de distintos modos, no esté dispuesta para actuar acorde a este principio; lo cual exige una complejización de la democracia -a modo de evolución, no disminución-.
El bienestar social no es un agregado de bienestares individuales, sino algo más a la mera combinación de estos. Los sistemas de cualquier índole no constan sólo de partes, sino además de las relaciones entre esas partes. De ello derivan dos centralidades de la Política, de la gobernanza; es decir, los individuos y los valores que ligan a tales individuos.
Los intereses de cada persona sólo se realizan en sociedad y por ello suelen transcender -mas no deben anular- lo privado, la consideración individual. Ello resulta de un ligamen que puede darse por medio de nociones de justicia, igualdad y participación, y sostenerse en virtudes como amor, amistad, lealtad, altruismo y solidaridad. He aquí el desafío de lo Político.
Esto le incorpora una esencia propia que muchos denominan Arte de gobernar; el cual radica en la capacidad para conocer los fines, objetivos y propósitos del bienestar social, y además conocer los medios apropiados para conseguirlo. A veces las interrogantes que desafían están relacionadas sobre todo acerca de los medios y no de los fines.
El conocimiento para gobernar necesita de lo empírico, instrumental, técnico, científico. Por eso, a veces la opinión pública y los procesos democráticos deben auxiliarse de estos saberes. Si bien esas ciencias no son suficientes, pues la conclusión siempre deberá ser Política.
Por lo general la conclusión Política de cualquier asunto debe evaluar los riesgos, las incertidumbres y las necesarias soluciones transaccionales entre valores como igualdad y libertad, altos salarios y producción no competitiva, ahorro y consumo, beneficios de corto y de largo plazo. Esto no lo pueden decidir los expertos, sino los Políticos. La Política, a diferencia de la filosofía, no procura la Verdad, sino el Bienestar.
La Política debe asegurar siempre una gestión adecuada para un modelo económico mixto e internacionalizado capaz de sostener el desarrollo general de la riqueza y el ingreso, del empleo, la infraestructura, la urbanización y las ciencias, con acceso universal y de calidad a la educación, la salud y la seguridad social. Ello, además, si bien desde el centro del gobierno, con la libertad ciudadana necesaria y orientado hacia la distribución de autoridad, influencia y control a la mayor variedad de individuos, grupos, asociaciones y localidades.
La Política no debe ser una operación moralizante, sino un universo múltiple de distintas gestiones a favor de un bienestar compartido que satisfaga las diversas necesidades individuales y sociales. Por supuesto que la ética de los operadores debe henchir este quehacer, como cualquier acto humano, pero no más. Cuando no se tiene claro esto, podemos convertir la Política en una especie de “juicio final”, de “cámara de gas” para las conciencias, de “azote” de la libertad.
Deben ejercer la gobernanza política aquellos capaces de gestionar una tensión -intensa y perenne- entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Quienes no lo alcancen, en este desempeño, se aproximarán a la mera predica o al oportunismo deleznable.
De este modo, los políticos auténticos gerencian los quehaceres gubernamentales de la representación, la delegación, la especialización, la experiencia y la información. Los ciudadanos y sus representantes no manejan todas las exigencias de gobernar, por eso -reitero- demandan de expertos que ejerzan una especie de dirección de facto; si bien debemos advertir la necesidad de evitar que estos eludan el control ciudadano y hasta parlamentario, porque deseen fungir como especie de tutores, custodios o guardianes.
Estos expertos son funcionarios seleccionados -agentes indirectos del demo- por méritos e idoneidad, pero que deben estar subordinados a las autoridades -agentes directos del demo-. Ellos contribuyen, por ejemplo, a las cuestiones de atención de salud, seguridad social, desocupación, inflación, impuestos, delitos, así como armas, asuntos nucleares e investigaciones del ADN recombinante.
Tan insensata como la teoría de la tutoría sería la oclocracia, o sea, una supuesta participación exclusivamente directa todo el tiempo para todas las cuestiones, que además excluye la representación, la delegación, la especialización, la experiencia y la información. Eso no sería libertad ni gobierno del pueblo, sino algo disfuncional que siempre beneficiaría a élites espurias, dando lugar a formas de autoritarismo.
Según John Stuart Mill -filósofo, político y economista británico-, en Consideraciones sobre el gobierno representativo, de 1861, “sólo puede garantizarse que no se descuiden los derechos e intereses de las personas si cada una de ellas es capaz de defenderlos y está normalmente dispuesta a hacerlo (…) Los seres humanos sólo están a salvo de mal ajeno en la medida en que tienen poder para autoprotegerse”.
Una democracia imperfecta sería desgracia, pero cualquier autoritarismo una abominación.
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E ha parecido muy aclaradora la explicación del texto. Felicidades
Acabo de leer este artículo y descubro que a los cubanos nos falta tanto por aprender de las ciencias políticas, por eso necesitamos una educación que sea imparcial y sin adoctrinamiento. Gracias
Un texto profundo y provocador, en el recto sentido de la palabra. La democracia siempre es la opción primera . Su evolución en el tiempo desde el concepto mismo de ‘demos’ muestra que
la organización del pueblo y su capacidad para elegir con el menor índice de riesgo a sus representantes , constituye su mejor forma de garantizar participación y resultados.
Coincido en que la tendencia a la olocracia no es nada deseable y tampoco viable . La sabiduría radica siempre en la contención y los tiempos.
Gracias
S