El fin del totalitarismo y la democratización no necesariamente van de la mano, aunque lo primero es condición necesaria de lo segundo
Por Lennier López
Lo urgente en Cuba hoy tal vez no sea dialogar, sino conseguir que podamos hacerlo en paz y con garantías. Sin embargo, aunque esta sea la prioridad, no debemos descuidar algo tan importante como es el desarrollo de una cultura democrática que no es otra cosa que una cultura del diálogo. Y es precisamente esta la primera razón por la cual un diálogo de la sociedad civil cubana y la oposición se hace tan necesario. Es decir, ante todo debemos aprender a dialogar, a negociar, a pactar, y a decirnos las verdades sin que ello signifique un acto de deslealtad, de ofensa, o sectarismo.
En segundo lugar, dialogar nos permitirá acercarnos unos a otros. Los insultos en redes sociales, los chascarrillos, la histeria de la televisión, las acusaciones infundadas, o la venganza no contribuyen a un acercamiento entre sujetos y grupos que piensan distintos. Pero, como sistemáticamente he sugerido antes, compartimos algo fundamental: el deseo por democratizar el país para tener, entre otras cosas, la posibilidad de debatir o discutir sin temor a que nadie nos persiga, nos calumnie, encarcele, nos destierre o nos mate.
Debemos dialogar porque eso nos hará más fuerte frente a la dictadura. Si hay algo que ha sabido minar el totalitarismo criollo es nuestra capacidad de organizarnos de forma transversal. La sociedad civil cubana ha sido capaz de, sobreponiéndose a la represión y la vigilancia, formar pequeños grupos. Incluso fuera de Cuba hemos sido capaces de juntar muchas personas en torno a una figura o incluso en ocasiones en torno a proyectos. Sin embargo, nuestra capacidad de generar verdaderas coaliciones ha sido prácticamente nula.
Hemos sido, a lo largo de muchas décadas, activistas partidistas. Nos cuesta mucho poner a un lado las diferencias ideológicas, programáticas, y hasta personalistas para generar consensos en torno a prioridades que todos compartimos. No somos lo suficientemente humildes para aceptar que sin los demás no podremos conseguir eso que queremos. Promover la democracia allí donde hay una dictadura longeva y enraizada es arriesgado y merece ser alabado. Pero aun más extraordinario que una activista, un grupo de personas, un partido, o un movimiento, es una coalición que sea capaz de al menos coyunturalmente agrupar a amplios sectores de la sociedad con casi tan solo una cosa en común: el fin del totalitarismo y la democratización.
Nótese que el fin del totalitarismo y la democratización no necesariamente van de la mano, aunque lo primero es condición necesaria de lo segundo. Y justo aquí nos encontramos un dilema importante. A mi entender es este dilema el que nos ha perseguido por mucho tiempo. Tememos que unos u otros nos lleven a lo que unos llaman “cambio fraude” y otros “cambiar una dictadura por otra”. Esto es, muchas veces dudamos de las intenciones del otro, de los otros. Unos nos parecen de extrema izquierda y otros de extrema derecha. Los segundos extremistas y los primeros tan tibios que parecen cómplices. Y si bien eso no tiene por qué quedar al margen del debate, debemos sobreponernos a ello y no quedarnos allí. Dialogar es un ejercicio político. Y la política demanda colaboración y acuerdos. Y estos a su vez requieren unos mínimos de confianza. El totalitarismo corroe la confianza interpersonal. Pero si no nos sobreponemos a ello entonces el totalitarismo nos habrá ganado esa batalla.
Hay varios grupos de la sociedad cubana opuestos al actual régimen que, sin embargo, parecen no promover con suficiente claridad determinados valores democráticos o principios cívicos. Sin embargo, las actitudes no democráticas o de poco civismo no necesariamente se traducen en comportamientos autoritarios. En tal sentido el diálogo abierto puede ayudar a promover valores cívicos y democráticos. Es allí donde podemos internalizar que necesitamos instituciones más que espontaneidad, que necesitamos líderes más que caudillos, que necesitamos ciudadanos más que seguidores o clientes.
En parte, nuestro problema es el sectarismo, y también el maximalismo. Son vicios políticos propios de sociedades polarizadas, quebradas por la conflictividad, y con escasa cultura democrática. Queremos una democracia a nuestra medida, y por ello no nos “juntamos” con los que quieren una democracia a su medida. Una democracia socialista, o una libertaria. Una de derechas, una de izquierdas, o una social demócrata. En realidad, lo políticamente sabio seria ser minimalistas y aceptar que lo imprescindible es tener democracia. Cuando seamos capaces de deshacernos del apellido entonces seremos capaces de generar coaliciones transversales que son imprescindibles para democratizar el país desde abajo. Si renunciamos a esto, tendremos entonces que esperar a que el régimen implosione desde dentro para entonces, una vez más, pelearnos por “asaltar” el estado y ver que sale de eso. No aprendemos.
Es importante recordar que lo que queremos es crear un marco justo donde todos tengamos espacio. Pero si no tenemos ciudadanos y líderes que estén comprometidos con este esfuerzo, el fin del totalitarismo no necesariamente se traducirá en la instauración de un régimen democrático. La democracia también necesita demócratas, y el primer paso para ser un demócrata es hablar con quien piensa distinto, acordar, y ceder ante argumentos mejores que los nuestros.
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