Miguel Díaz-Canel resultó una parodia del pasado, aunque tal vez sería absurdo adjudicarle de manera absoluta tal fracaso. Quizá el craso error proviene del propio sistema sociopolítico, incapaz de comprender que ya una sola persona no podría asumir toda la autoridad ni ocupar todo el espacio institucional del poder -o sea, que la democracia era imprescindible, incluso para sus propios intereses-.
“Ay de aquellos que, con miedo a las posibles aflicciones futuras, se queden sentados a la vera del camino llorando un pasado que ni siguiera fue mejor que el presente.”
Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca, 1975).
Compartimos el capítulo 6 de una serie de 10 capítulos, autoría de Roberto Veiga González, publicados en el Cuaderno No. 15 de este Centro de Estudios con título «Cuba, bordeando el precipicio».
Miguel Díaz-Canel Bermúdez fue el primero en ocupar la jefatura de Estado cubano después de los mandatos de Fidel (1959-2006) y Raúl Castro (2006-2018).
Una vez elegido in péctore como candidato a este cargo, a modo de adiestramiento y de “campaña electoral”, ocupó los cargos de ministro de Educación Superior (2009-2012) y vicepresidente del Consejo de Ministros (2012-2013). El 24 de febrero de 2013 comenzó a desempeñar el cargo de primer vicepresidente de los Consejos de Estado y de Ministros, una posición que siempre había sido ocupada por Raúl Castro y, durante un breve período, por José Ramón Machado Ventura, al quedar vacante porque Raúl sustituyó en la presidencia a Fidel Castro.
El 19 de abril de 2018 Díaz-Canel fue nombrado presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, cargo que con la Constitución de 2019 comenzó a denominarse presidente de la República. Sin embargo, aunque el personaje era sobradamente conocido y todos esperaban el acontecimiento del relevo, no resultaba posible atisbar un perfil político suyo capaz de ofrecer elementos para un análisis más profundo de su proyección futura en el ejercicio del cargo.
Se conocía que cuando estuvo al mando de Villa Clara y Holguín se relacionó con la sociedad, procuraba estar al tanto de lo que ocurría en su territorio y realizó una buena labor de gerencia, de administración. Pero nadie podía saber qué pensaba acerca de la vida política cubana. La única excepción fue el derroche de “cólera ideológica” que caracterizó sus últimos años como primer vicepresidente. Muchos creen que en su limitado discurso político sólo utiliza consignas ideológicas y apelaciones a eslóganes de la historia. Su carácter apocado pareció quedar ratificado en su discurso de aceptación del cargo, cuando sólo comunicó lealtad al liderazgo de la Revolución.
Asimismo, el discurso de Raúl Castro para anunciar su nombramiento fue atípico. Por lo general en sus discursos dialogaba con otros actores del Estado, con la sociedad y con otras partes del mundo. Sin embargo, en esa ocasión sólo se encargó de hablarle a la estructura de poder, de reafirmar su apoyo al nuevo mandatario. Esto pudo responder a la necesidad de fortalecerlo ante ciertas carencias de legitimidad dentro del propio poder y/o a otras lógicas. Tal vez no respondió a nada sensible, sino sólo a que estaba forzado hacerlo dado el modo en que se produjo la selección sucesoria. De todas formas, sea cual sea la razón, expresaba alguna dificultad. Además, esta manera contraproducente (en sentido político) de seleccionar al presidente aún permanece en la nueva ley electoral de 2019, pues esta norma jurídica no posee naturaleza de “ley electoral”, sino de mero reglamento que fija los procedimientos para nombrar a las personas que ocupan los cargos del Estado.
En tal sentido, Díaz-Canel ocupó el máximo sitio en la política cubana sin contar con la legitimidad necesaria. Es decir, no tenía el apoyo de las necesarias bases sociopolíticas, ni de redes de influencias, ni suficientes vínculos internacionales. Igualmente, no disfrutaba de las necesarias expectativas sobre su gestión, las cuales contribuirían al entusiasmo e implicación en torno a su liderazgo.
Como consecuencia, su no expresaría acuerdos societales y políticos. Tendría que conducirse a partir de la aceptación de sus políticas por parte del círculo histórico de poder y justificar sus actitudes y propuestas ante las estructuras de Gobierno y los grupos de influencia. Asimismo, no podría modificar los marcos de las estrategias y políticas establecidas oficialmente, aunque tales cambios no fueran contrarios a éstas.
Al mismo tiempo, debía conducirse dentro de un entramado institucional complejo. Para relacionarse con la sociedad contaba con un sistema de órganos (asociativos y periodísticos) anexos al PCC, que abarcan toda la sociedad, aunque de un modo rígido y desgastado. Probablemente en estos momentos representen a escasísimos ciudadanos, y son incapaces de lograr una interlocución auténtica, eficaz y efectiva con el conjunto de la sociedad.
El PCC, que Díaz-Canel también comenzó a dirigir desde abril de 2021, tiene una cuota de poder e influencia que está garantizada por el respaldo de Raúl Castro y la Constitución. Sin embargo, ya no posee la fuerza e influencia de antaño. Es cierto que conserva mayor vigor en el gobierno de las provincias, pero sobre todo en cuanto al desempeño gerencial más que como un actor “político de la política”.
El modelo sociopolítico debió adecuarse a las condiciones de la sociedad cubana actual y sus necesidades. Sin embargo, ello no ocurrió, lo cual afecta obviamente a la gobernanza del país, pese a que no se puede decir que Cuba padezca un vacío de poder.
En contra de este proceso ha conspirado la dificultad, ya casi endógena, de incorporar a los jóvenes a las instituciones políticas. También los temores a compartir el poder, de funcionar, allí donde es posible, de forma colegiada y consultar más allá de una especie de encuesta a través de cierta dramaturgia, y de facilitar que nuevos actores se conviertan en personas con autoridad.
Cuba no cuenta con nuevos actores con autoridad presentes en la vida política y en la gestión gubernamental. Faltan personas e instituciones que puedan ser percibidas como portadoras de medidas de confianza y certeza. No hay personas con la legitimidad necesaria para ser escuchadas y atendidas por la mayoría social. Ni que, al mismo tiempo, puedan convocar y pedir el apoyo de esa mayoría para el impulso de sus políticas y objetivos.
Este escenario complejo ahondó las dificultades de Díaz-Canel. No obstante, para algunos, este contexto desértico le dejaba el camino libre al jefe del Estado y del Gobierno para que consolidara su liderazgo. Craso error. Este no le ha dejado el camino libre, sino que le ha vaciado el camino. No podrá haber Estado próspero sin ciudadanos activos, ni un gobernante vital sin una sociedad pujante, ni un líder en una esfera pública incapaz de garantizarle que su proyección prevalezca porque sobresale del contraste con todas las proyecciones posibles.
Al inicio el Presidente y los miembros del ejecutivo parecieron reconocer las complejidades económicas y sociales existentes. Incluso en ciertas ocasiones parecieron dispuestos a “desatar las fuerzas productivas” (según la jerga de los funcionarios estatales) y conducir la economía por senderos estrictamente económicos. Sin embargo, se contradijeron continuamente sin poder trascender el dogma.
Estos resultaron cancerberos -además, infructíferos- en contra de la autonomía civil, cultural, económica y política de los ciudadanos, y a favor de una supuesta unidad política de la nación que, a modo de yerro, establece el predominio de una sola expresión que excluye y reprime cualquier otra. También para sostener a toda costa una economía estatizada -aunque improductiva-, con administración centralizada y verticalista -ejercida en general de manera absurda-.
Acerca de las relaciones con Estados Unidos, ese nuevo ejecutivo cubano tomaba una posición algo equidistante de las posturas oficiales más beligerantes, pero también de aquellas proyecciones que estuvieron dispuestas a normalizar las relaciones bilaterales. Rechazan la confrontación entre ambos países, pero no procuraron a tiempo vínculos más intensos y dinámicos con este país, sino una especie de ignorancia desde Estados Unidos hacia Cuba que evite las sanciones y permita mayor libertad al Gobierno socialista. Mas esto no sucederá, en tanto la naturaleza humana posea una dimensión política. Frente a ello sólo cabe optar entre dos posiciones posibles que laten en las entrañas del vecino: conducirse en medio de sus deseos de seducir a la Isla o asumir la confrontación. Una tercera opción práctica, no existe, ni existirá de momento.
Muy pronto, en el segundo semestre de 2019, Díaz-Canel, quien ascendió al cargo el 19 de abril de 2018, ya era considerado una frustración por parte de muchos, lo cual se generalizó en los meses siguientes. No alcanzó a proyectarse como un político, un mandatario, un líder, sino sólo como “cuadro” de un partido ideológico leninista, que cumple una tarea asignada por este. Además, no dejó de aplicar a cada asunto la medida que antaño empleó el PCC a una situación análoga y de referirse a cada realidad social y política del momento con consignas o alegaciones de dirigentes comunistas de otra época.
Miguel Díaz-Canel resultó una parodia del pasado, aunque tal vez sería absurdo adjudicarle de manera absoluta tal fracaso. Quizá el craso error proviene del propio sistema sociopolítico, incapaz de comprender que ya una sola persona no podría asumir toda la autoridad ni ocupar todo el espacio institucional del poder -o sea, que la democracia era imprescindible, incluso para sus propios intereses-.
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