La construcción de una sociedad realmente democrática, lo que es decir participativa, inclusiva y crítica, es una meta a largo plazo y pasa por un sistema educativo que estimule la constante negociación entre partes muchas veces encontradas, que fomente una cultura del diálogo, que reniegue de verdades absolutas.
Por fortuna, los sistemas educativos no son capaces de insertar una aguja hipodérmica en el cuello del educando e inocularle la ideología de turno. Si así fuera, este «hijo de la Revolución» que aquí escribe estaría agitando banderitas y balando que es «continuidad»; o también, porque la Tierra es esférica y los extremos siempre se encuentran, denunciando «la penetración comunista» en las universidades de Estados Unidos, mi espacio laboral desde que me fui de Cuba hace ya casi una década.
Agentes lobotomizados (educadores y educandos) siempre sobran, para gloria del pastor y consagración del rebaño. Pero no, el proceso es muchísimo más complejo y multidimensional. Se aprende en la escuela, pero también en la familia, en el barrio, en las iglesias, en los centros culturales, frente al televisor y la internet, en la socialización con familiares y amigos de aquende y allende. Se aprende también de la mano (y el ejemplo) de buenos maestros, que en todas partes los hay, aun en los lugares más inhóspitos para el desarrollo de un pensamiento ilustrado.
Las instituciones educativas, desde la escuela elemental hasta la universidad, han desempeñado a lo largo de los últimos quinientos años de modernidad occidental un rol esencial como uniformadores sociales, en respuesta a la fragmentación geográfica, lingüística y clasista del viejo orden feudal. Los primeros estados nacionales, primero del brazo de las iglesias católica y protestantes, más tarde desde el laicismo, hacen de la escuela uno de sus aparatos culturales más relevantes.
En la escuela te enseñan, entre otras materias, la gramática, un modo de hablar y codificar las ideas, una norma «culta» del idioma en oposición a «dialectos» y variantes regionales; la geografía, un modo de situarte en tiempo y espacio; y la historia, una manera de representar el pasado, de asumir quiénes son los héroes y quiénes son los villanos, relatos justificativos de una determinada realidad. La escuela es además un agente socializador, donde el estudiante recibe un conjunto de «reglas de vida», prácticas sociales para «funcionar» en sociedad.
¿Quiénes conciben y quiénes aprueban los programas de estudio? ¿Quiénes escriben los libros de texto? Imperios y repúblicas, gobiernos «revolucionarios» y juntas militares, reinos y confederaciones se han dotado históricamente de sistemas escolares que contribuyan a legitimar el «orden» que cada una de estas formas de gobierno propone. En el caso cubano, ello explica, entre otros factores, la importancia que la Revolución de 1959 le asignó a la llamada «Campaña de Alfabetización», la creación del polémico plan de escuelas en el campo, o el componente «educativo» de la denominada «Batalla de Ideas» de inicios del siglo xxi. La Revolución universalizó el acceso a la educación, pero le asignó un altísimo componente político-ideológico, el cual va escalando desde los primeros grados hasta la enseñanza superior y se convierte en un pesado lastre para el desarrollo de una educación crítica y de calidad, que prepare a las nuevas generaciones de cubanos para los retos presentes y futuros.
Un sistema educativo necesita ingentes recursos materiales. En un inicio, las monarquías europeas en el Viejo Mundo y en las colonias americanas dejaron la educación a manos de las instituciones religiosas, las cuales se financiaban a través del diezmo impuesto a la feligresía y también por aportes directos de las arcas reales. Según las iglesias fueron perdiendo terreno, esta tarea la asume en su mayoría el Estado, quien dirige a esta actividad parte de los recursos obtenidos mediante el cobro de impuestos. En teoría al menos, el Estado recauda impuestos de individuos y corporaciones y parte de esos ingresos (para mi gusto, siempre menos de lo necesario) los dedica a pagar maestros, dar mantenimiento a las escuelas y subvencionar algunos programas, como el uso de nuevas tecnologías o los almuerzos escolares. En algunos países donde prevalece una concepción más o menos neoliberal, el Estado cede al mercado gran parte de las competencias educativas. No me extiendo en este punto, porque del debate trasciende el tema educativo y va de lleno a la cuestión central del rol del Estado en la sociedad.
En lo personal, a años luz de una visión neoliberal, defiendo para Cuba un modelo de educación pública que resulta en primer lugar mucho más asequible, y no obedece a una racionalidad económica, sino social. De aplicarse a rajatabla un criterio mercantil a la educación, solo se priorizarían saberes instrumentales de alta rentabilidad. En mi humilde opinión, además de médicos, ingenieros y programadores, Cuba necesita de artistas, sociólogos, filósofos e historiadores, entre otros.
Por otra parte, está el tema del acceso a la educación. La República es «con todos» o simplemente no es. Solo una educación pública, universal y gratuita permitirá que accedamos todos al ágora, al espacio público desde el cual se dirimen las cuestiones de la República, y no solo una élite, un grupo, una vanguardia que puede ser «revolucionaria», «esclarecida», «económica» y, en el caso de este país colonial, heredero de un sistema de plantación, yo le agregaría «blanca», «urbana» y «masculina».
Cuba, la nación posible, necesita desesperadamente de ciudadanos, mujeres y hombres formados en la cosa pública, personas que participen, que se interroguen, que se cuestionen el mundo en que viven, ciudadanos que no sientan que pueden ser reprimidos por su modo de pensar o actuar; o peor, que aprendan desde los primeros grados prácticas de simulación como estrategia de supervivencia. Mujeres y hombres que sepan respetar las creencias, la posición política, las preferencias sexuales, el modo de vida del contrario, aunque esté en sus antípodas.
La cuestión parecería sencilla en el papel, siempre lleno de buenas intenciones, pero el nudo gordiano resulta muy difícil de quebrar. Estamos hablando de un modelo educativo que tiene que resultar posible (no un desiderátum) para un futuro cubano más o menos inmediato, una isla que no es Nueva Zelanda o Taiwán, sino un enclave caribeño en desgracia económica, hemorragia demográfica y apagón moral. ¿Cómo obtener financiamiento para esa escuela pública, universal y gratuita con la que soñamos? ¿Cómo superar décadas de pensamiento escolástico, de catequesis real-socialista, a la que se suman centurias de colonialismo asentado no solo en planes de estudio, sino en el habitus de profesores, metodólogos, educandos y familiares? ¿Cómo romper la tensión geográfica entre los centros urbanos (sobre todo algunas zonas de La Habana más favorecida) y las periferias que son los barrios citadinos y los campos cubanos?
Aquí hay problemáticas que trascienden la influencia soviética en los programas de estudio, el discurso de «plaza sitiada» que justifica la subordinación de los aparatos culturales a una ideología mesiánica de partido único, el uso extensivo de la propaganda, el culto a la personalidad, la falta de autonomía de las instituciones educativas y el centralismo castrante de las autoridades ministeriales en detrimento de los territorios. Basta remontarse a nuestro pasado anterior, República y colonia, para ver el germen de muchas de estas prácticas, a la que se suman también la corrupción, el clientelismo, las profundas inequidades entre una elite favorecida y grandes sectores sin acceso real a una educación de calidad, muchos de ellos negros y mestizos habitantes del campo y las periferias urbanas.
Hay también fortalezas que se remontan a una tradición pedagógica, de servicio al prójimo, crítica, ilustrada y universalista. Hasta en los momentos más difíciles, Cuba ha tenido aulas, a veces humildísimas, con profesores martianos que predican el culto a la dignidad plena del hombre y el respeto a las diferencias. Nuestras universidades han sido históricamente un lugar desde el cual pensar y repensar la nación, pequeños brotes de una esfera pública en permanente tensión.
Pensando en el futuro, los posibles caminos no atañen solo a la educación, sino a la sociedad en su conjunto. Fragmentación y fiscalización del poder, todo cuanto se haga al respecto siempre será poco. En nuestras naciones iberoamericanas el caudillismo es una hidra de cien cabezas. A derecha y a izquierda del espectro político es un fenómeno que aparece una y otra vez, y por supuesto son los sistemas educativos una de las primeras fortalezas que el absolutismo intenta conquistar. Nuestras escuelas precisan de autonomía, no solo a nivel universitario, sino también la totalidad del aparato educativo. Pensar no en «cuadros dirigentes» a quienes se les premia por su fidelidad y obediencia, sino en funcionarios a quienes avale una buena gestión, en intelectuales en el sentido más abarcador de la palabra. Una buena práctica sería la convocatoria abierta a las plazas docentes y administrativas, con criterios claros de selección, que tuvieran en cuenta la equidad de los aspirantes. También otorgar autonomía a las universidades y a una conferencia nacional de rectores con importante poder de decisión.
Por último, y no menos importante, romper con el centralismo moderno burocrático, es decir, darle poder a las provincias, municipios y territorios, dotándolos de competencias (y presupuestos) en materia educativa. Cada región debe tomar decisiones acerca de la educación que necesita, de cuáles son las áreas prioritarias de inversión, de cómo deben manejarse los fondos.
Mi defensa a la educación pública no implica desconocer otras formas posibles que pueden servir como complemento al país plural que algún día podríamos ser, como es el caso de la educación privada, la concertada, la presencia de otros actores de la sociedad civil como las iglesias, siempre y cuando se garantice una educación pública universal y de calidad y además homogeneidad en cuestiones claves de los planes de estudio a todos los niveles. ¿Cómo cerrar puertas cuando este país necesita desesperadamente de recursos para su reconstrucción?
La educación bancaria estimula el nihilismo, esa apatía generalizada que recorre como un cáncer las aulas, jóvenes que al no encontrar respuestas en las instituciones educativas simplemente cumplen con los exámenes y pasan de grado, repiten consignas y cumplen con «lo establecido», pero en la práctica se desentienden, buscan en otras instituciones respuestas a las preguntas que la escuela no quiere o no puede contestar.
La construcción de una sociedad realmente democrática, lo que es decir participativa, inclusiva y crítica, es una meta a largo plazo y pasa por un sistema educativo que estimule la constante negociación entre partes muchas veces encontradas, que fomente una cultura del diálogo, que reniegue de verdades absolutas. La meta, aparentemente sencilla, ha resultado hasta el momento una quimera: un país (y una educación) con todos y para todos.
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