Esta Isla tiene derecho a hacer renacer a esa cubanía que se destacaba por la costumbre de las puertas abiertas, por la solidaridad natural del buchito de café y la alegría, por esa expresión tan olvidada ya: hoy tengo deseo de hacer una natilla, por ese sentarse todos a la mesa.
La conciliación es la ventura de los pueblos.
José Martí Una visita a la exposición de bellas artes
Hay una anécdota relatada en Las estructuras elementales de la violencia por su autora Rita Laura Segato, donde describe lo siguiente:
«La mamá de Juliana siempre que la dejaba en la escuela permanecía por algunos minutos mirando a través de la cerca […], esperando la oración matinal […] La maestra llega, […] se inclina para conversar con los niños y le hace un cariño en la cabeza a una compañerita blanca. La madre de Juliana percibe la ansiedad y la esperanza de su hija de recibir también la misma demostración de afecto. Ve que estira la cabeza intentando acercarse y colocarse al alcance de la mano de la maestra. Su gesto de expectativa es claro y evidente. La profesora se levanta y ni siquiera le dirige la palabra. Juliana se da vuelta con los ojos llenos de lágrimas buscando a la madre, que observa desde la reja. La madre de Juliana levanta la mano en señal de despedida, le sonríe, le manda un beso para darle fuerzas […] Al día siguiente lleva lo ocurrido a conocimiento de la coordinadora psicopedagógica de la escuela, que se justifica afirmando que se trata, ciertamente, de una distracción de la profesora.» El relato impresiona por el carácter aparentemente trivial de la escena que narra, pero estamos ante un gesto diario, tóxico, difuso, que aparentemente no dice nada, pero sí y mucho para quien recibe que lo ignoren, que no lo valoren.
Tengo impregnado un recuerdo de mi infancia, de cuando tenía cinco años y me matricularon en el primer grado. Mi maestra era una señora canosa, mulata. Cuando todos mis amiguitos del aula salían a merendar durante los minutos de receso, yo me quedaba sola, pues no tenía dinero para comprar un dulce y un refresco. La profesora me decía: Teresita, ven. Me colocaba en la mano unas monedas y yo iba directo a comprar el exquisito masarreal de aquellos tiempos. Ahí no mediaron nunca palabras ni explicaciones, pero ese hecho se encajó muy hondo en mí. Un día se celebraba el día del maestro y noté que mis condiscípulos le entregaron de manera individual un presente a la maestra. Lloré bastante, pues tampoco tenía un regalo para ella. Pasó la docente de tercer grado y preguntó qué me pasaba. Al saber la causa de mi llanto, me sacó del aula y mandó a comprar un perfume para que le regalara a mi maestra. Pasaron más de treinta años de ese incidente, también un día del maestro en la escuela de mi hijo, observé a un niño cabizbajo, muy triste, mientras el resto de los alumnos agasajaban a la maestra. ¿Qué le pasa a ese niño? No tiene regalo que dar, me explicó mi hijo en voz baja. Regresé de inmediato a la casa, busqué un presente y le pedí a mi hijo que lo entregara al niño para que tuviera algo que obsequiar a su maestra. Fue lo que me enseñaron, lo que me transmitieron, una ética compasiva, de fijarse en ese otro, en ese que es diferente. Ahí estuvo únicamente presente mi pasado con el recuerdo de aquellas docentes buenas y nobles. Tal acción diaria de mi adorada maestra, es un contraste con lo que hacen en la actualidad en algunas escuelas cubanas: comerle a algunos estudiantes lo que sus padres le colocan en el merendero, gritarles, usar la violencia física contra ellos.
Otro hecho que marcó mi vida profesional fue tener a una estudiante negra que me pidió fuera su tutora de maestría en la Universidad de La Habana. Trabajó totalmente independiente, su tema era el aporte de la cineasta Sara Gómez al cine cubano, yo me puse en determinados momentos soberbia con ella, discutí el título propuesto porque «no era académico». Llegó al día de la defensa y Sandra hizo una disertación tremenda, solo recibió elogios, pues su trabajo era de excelencia. Me dio una gran lección mi alumna con mi actitud recalcitrante y pesada. Pero no solo fue eso, siempre demostró gran respeto hacia mí, por ello la llevo en mi alma.
Hay algo que me preocupa en estos momentos, aunque no es un fenómeno nuevo. Me enteré de una triste polémica hace un tiempo en las redes. Tuvo que ver con la realización de un evento sobre racialidad. Allí se integró un panel con representantes de Cuba. Algunos cubanos consideraron que en el mismo intervinieron personas blancas que no debieron de estar presentes, pues lo correcto era que debían exponer integrantes de la raza negra. Así lo interpreté. Claro que no voy a emitir evaluaciones sobre este importante tema, sería incapaz de estar a la altura de la dinámica que hoy se desarrolla por parte de expertos a quien respeto muchísimo; pero lo sucedido puede analizarse desde otros enfoques. ¿O no? No entiendo que a una «blanca» que ha trabajado inmensamente para aliviar el dolor y el sufrimiento de este pueblo se le juzgue como a una «impresentable». Tiene mucha razón el argentino Eduardo Mallea cuando afirma que «las generalizaciones culpables pueden también ser distinguidas como simplificaciones culpables».
Me encuentro distante de ciertas expresiones binarias, en extremo irracionales y discriminatorias, pues es común en nuestra cotidianidad encontrarnos un pensamiento oficialista que constantemente recurre al maniqueísmo, a esa absurda y penosa división entre buenos y malos. Además, es en extremo racista esa abominable idea de que la revolución «hizo personas a los negros en Cuba». Sé muy bien como lacera ese tener que agradecer algo que uno no pide y se te impone. No fue solo una vez que algunas colegas me tildaron de malagradecida porque yo era una muerta de hambre y tenía que agradecerle también todo lo que soy a la revolución. Qué ironía que al final se demostró que nunca he sido nadie, que la revolución no me hizo «alguien», pues trabajé como una sierva durante cuarenta años para nada. Muchas veces sentimos un desdén de compuertas por parte de los mismos seres humanos con los que nos relacionamos, ellos pueden proceder de parientes, colegas de trabajo, vecinos.
Cuba ya no es la misma, aunque tenemos una historia también en este tipo de conflictos, lo que me recuerda la tesis de Friedrich Nietzsche en su texto La Gaya Ciencia acerca de la teoría del eterno retorno de las cosas. Por otra parte, el poeta Cintio Vitier se refirió a esa frialdad que a veces estremece las calles a pesar del calor de nuestro clima. Envejecí con la sensación de estar sentada siempre frente a un muro que no se abría nunca para mucha gente, hasta que llegué a la certeza de que la vida es un fragmento. «¡Así vamos todos, en esta pobre tierra nuestra, partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo, viviendo sin persona en los pueblos ajenos […] Nos agriamos en vez de amarnos. Nos encelamos en vez de abrir vía juntos», destacó José Martí.
Escribo consciente de que -por supuesto- no tengo el monopolio de la verdad. Pudiera revivir algo que leí muchos años atrás, para hacer énfasis en la idea de que el patriotismo en Cuba es profundamente popular. Creo necesario recordar una cita señalada por Fernando Ortiz en Los negros esclavos acerca de un relato de la condesa de Merlin (1841), donde refiere cómo el general Tacón, que se complacía en humillar a la clase adinerada criolla, ofreció una comida y para este propósito reunió a algunos cocineros esclavos. El mejor pertenecía a la Marquesa de Arcos, hija del Marqués de Casa Calvo, acosado un tiempo antes por el gobernante español. Lógicamente, la hija del Marqués se negó a la petición de concederle el esclavo. Tacón ofreció al cocinero su libertad y una gratificación si abandonaba a sus dueños para ir a servirle. El negro respondió: «Digan al gobernador que prefiero la esclavitud y la pobreza con mis amos a las riquezas y a la libertad con él[1]». Hay un valor fundamental transmitido a la nación cubana por los esclavos: el cimarronaje. Ojalá nuestra intelectualidad asuma ese espíritu cimarrón de los tiempos decimonónicos. Como señalara también Mallea en La guerra interior: «El momento de los tiempos no puede ser, no, más crítico.» Constato que ciertos individuos, clasificados en el escenario cubano como parte de la inteligencia nacional, hablan de todo, de todo creen saber y tienen la pretensión que solo ellos tienen la razón. Bueno, también ha sido así en el escenario político por más de sesenta años.
Esta Isla tiene derecho a hacer renacer a esa cubanía que se destacaba por la costumbre de las puertas abiertas, por la solidaridad natural del buchito de café y la alegría, por esa expresión tan olvidada ya: hoy tengo deseo de hacer una natilla, por ese sentarse todos a la mesa.
Lo que necesita el país no es tanto una recuperación de la moral de principios, como de configurar de nuevo determinadas costumbres que antes funcionaban y nos hacían sentir que vivíamos en una sociedad mucho más civilizada. Ahora el vocablo respeto parece estar desvalorizado, como si fuera una mentirosa concepción auxiliar de la moral. Sin embargo, constituye su principio fundamental. Las buenas maneras pueden cambiar, pero no deben desaparecer, ellas ayudan a desplegar otras formas de bondad.
[1] Véase Fernando Ortiz Los negros esclavos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1987, p. 290.
SOBRE LOS AUTORES
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Buena reflexión, gracias Tere siempre tan pertinente en estos tiempos en que el irrespeto y la mala educación se presenta como cultura y conocimiento.
Excelente relato, muy bien documentado. No solo las niñas negras eran ignoradas, tambien las pobres , las campesinas, las de zapatos rotos y uniformes sucios. Concuerdo con la autora en la necesidad de aprender -re aprender- a respetar y me atrevo a añadir que necesitamos profundizar en la palabra DIGNIDAD: en la dignidqd del ser humano, de todos y cada una de las criaturas humanas y de las implicaciones que esto tiene a nivel politico, económico y social. . Solo asi crearemos una autentica fraternidad “cubana”.
De nuevo gracias por su relato y por permitirme opinar.