En determinadas sociedades hay democracia, pero es sumamente débil el Estado de Derecho, o que hay un sistema adecuado de representación política, pero no hay suficiente inclusión social. Mas el análisis politológico y el acontecer de una política virtuosa estarían forzados a no obviar la correlación intrínseca de estos ámbitos. Ellos, o van juntos, o no llegan lejos.
Puede resultar confuso el uso de términos de la teoría política cuando son desagregados en la contienda política, lo que suele ocurrir en busca argumentos ocasionales y fáciles herramientas discursivas, de contienda. Esto es legítimo, pero a veces no es funcional para el análisis. Me refiero, por ejemplo, a los conceptos de democracia, Estado de Derecho, inclusión social, diversidad y representación política.
Desde esa lógica, acaso fragmenta, cualquier sociedad es considerada democrática porque sean posible las libertades de asociación y prensa, los derechos políticos y el acceso de a cargos de autoridad, y estén separadas las ramas del poder.
Asimismo, habría un Estado de Derecho allí donde esté establecido todo lo anterior y, además, los Derechos Humanos y el imperio de la Ley ocupen una centralidad en el Estado y la sociedad. Pero, para que esto no sea mera caricatura, la Ley debe expresar el imperio del Derecho porque, de lo contrario, la sociedad quedaría a merced de alguna especie de dictadura de los legisladores, aunque estos sean electos de manera periódica y democrática.
Las leyes entonces deben poseer rango superior a todas las normas jurídicas, como decretos-leyes, decretos, resoluciones y circulares. Por supuesto que también en relación con los vínculos individuales y privados creadores de reglas legales a través de contratos. Pero sin que ello signifique que las leyes, arbitrariamente, puedan hacer estéril otras pautas jurídicas de inferior rango, siempre que estas correspondan a derechos constitucionalizados y/o respaldados por otras leyes. Es decir, el propio legislador, al legislar, debe estar obligado a obedecer las normas jurídicas, al Derecho.
De esta forma, si la centralidad de los Derechos Humanos y el imperio de la Ley fueran indiscutibles en el acontecer del Estado y la sociedad, la inclusión social fuera de diversos modos finalidad de toda la pluralidad política, si bien las disímiles proyecciones enfaticen indistintamente en diferentes cuestiones. Pues la inclusión auténtica descansa en el ejercicio irrestricto, formal y material, de todos los Derechos Humanos en todo el territorio de cada país por todos los ciudadanos.
La inclusión conduce a los temas de diversidad e igualdad, lo que demanda clarificar la diferencia entre ambos. La diversidad no está dada porque tengamos diferentes pigmentaciones en la piel, diferentes ingresos financieros, residencias en barrios con diferentes status de confort, unos vivan en la ciudad y otros en el campo, unos estudien y otros trabajen, unos impartan docencia y otros laboren en empresas, unos sean profesionales y otros no, unos sean ciudadanos trabajadores y otros dirigentes de disímiles niveles y ámbitos, unos sean mujeres y otros hombres, unos sean heterosexuales y otros homosexuales, entre otras diferencias. Si consideramos la diversidad, per se, a partir de estas disparidades de condiciones o de identidades, estaríamos confundiendo la diversidad con la desigualdad y, tal vez inconscientemente, naturalizando esta última.
La diversidad radica en otra naturaleza. Está signada por las diferentes ideas, actitudes, proyecciones, gestiones, esfuerzos y compromisos a favor del incremento equitativo de la capacidad social para que los ciudadanos, cada vez más diversos, sean también cada vez más iguales. Lo que nos hace diversos, por dignidad, pasa por la diferencia entre el bien que cada persona, grupo, o incluso sector, pueda ofrecer a la sociedad toda, sin exclusiones ni preferencias. Entonces, la diversidad social se erige sobre las distintas cualidades que enaltecen la dignidad de las diferentes personas o grupos, todas únicas e irrepetibles; y no por las distinciones que emanan de antropologías agredidas o en desventajas, ni por identidades varias pero iguales en la realización de la dignidad humana.
Este punto nos retorna a la democracia, pues los Derechos Humanos y la Ley imperarán de manera igual para todos sólo si todos alcanzan a participar del Estado con la debida representación en la gobernanza. Actualmente, el orbe padece una crisis grave de representación política, ya que posiblemente los actuales márgenes representativos resultan demasiado reducidos para las realidades existentes.
Sin embargo, quizá ello no es un problema sobre todo de la democracia ni del Estado de Derecho ni de la representación, en tanto ideas, sino de los políticos, de la praxis. La carencia mayor seguramente está en los actores, no en las reglas. Las reglas las reducen o ensanchan los actores, sobre todo con algún tipo de poder. Es decir, en los sujetos y compromisos políticos está la cuestión.
De este modo, en la contienda podría sustentarse, por ejemplo, que en determinadas sociedades hay democracia, pero es sumamente débil el Estado de Derecho, o que hay un sistema adecuado de representación política, pero no hay suficiente inclusión social. Mas el análisis politológico y el acontecer de una política virtuosa estarían forzados a no obviar la correlación intrínseca de estos ámbitos. Ellos, o van juntos, o no llegan lejos.
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