Compartimos la conferencia de Roberto Veiga González en el Aula Fray Bartolomé de las Casas, de los padres dominicos de La Habana, el 28 de abril de 2011.
Cuba: urgencias del presente, imperativos del futuro
Buenas noches a todos. Quiero agradecer al respetado sacerdote dominico Manuel Uña Fernández, rector de esta Aula, que ya constituye una institución ejemplar en la promoción del pensamiento, del diálogo y del encuentro en beneficio de la nación cubana. Aprecio mucho la oportunidad que me ofrece de ser uno de los exponentes que van integrando el universo de propuestas que se cincelan desde este importante recinto.
Fundamentos sobre el tema
El tema que me ocupa está relacionado con la posibilidad de enrumbarnos cada vez más hacia un orden social que incorpore la fraternidad como metodología para realizar la justicia. Trabajar por ella, o sea, por la justicia, consiste en proponerse garantizar –de manera real- el universo de derechos de la persona humana. Sin embargo, como la historia ha demostrado por medio de experiencias que en unos casos han intentado enfatizar en la libertad y en otros en la igualdad, tal empeño no será felizmente posible sin una adecuada comprensión del vínculo entre ambas categorías -la libertad y la igualdad-, así como de la debida incorporación de la fraternidad como cualidad social y política.
Para acercarnos a una saludable relación entre la libertad y la igualdad, consideremos la opinión de nuestro padre Félix Varela. Para este ilustre sacerdote y patriota cubano, la igualdad entre los hombres es vista como una igualdad en la libertad. Para el Padre uno de los resultados de la verdadera libertad es el derecho de igualdad. Y por igualdad entendía el derecho que posee cada persona para que se aprecien sus perfecciones y méritos del mismo modo que a otras. Sustentaba que existen tres especies de igualdad: natural, social y legal.
La igualdad natural consiste, según afirmaba, en la identidad de especie en la naturaleza, pues todos los hombres tienen los mismos principios y les convienen o repugnan generalmente unas mismas cosas. La igualdad social, apuntaba, reside en la igual participación en los bienes sociales. Y la igualdad legal, precisaba, radica en la atribución de los derechos e imposición de premios y penas, sin excepción de personas. Dicha igualdad legal, según su criterio, se halla en la distribución de los derechos y es la única que no va acompañada de desigualdad en las operaciones. Tanto derecho ha de tener un pobre como un rico, un sabio como un ignorante, pues el derecho legal no depende de la opinión que se tiene de la persona, ni de lo que ésta puede prometer, sino de la naturaleza de los hechos sobre los que se juzga.
Sobre el tema, aclara el padre Varela quela igualdad natural y social van acompañadas necesariamente de una desigualdad, pues los hombres en la naturaleza, a pesar de poseer unos mismos principios e iguales derechos de la especie, se diferencian en las perfecciones individuales. En la sociedad, precisa, es obligatorio que haya diferencias, pues el sabio jamás será igual al ignorante, ni el rico al pobre, ni el fuerte al débil, y merece siempre mayor atención el hombre de quien se espera mayores bienes o de quien se temen mayores males.
De manera que la verdadera libertad y la autentica igualdad se lograrán solamente si se realizan al unísono, como un binomio. No obstante, las personas humanas no somos únicamente seres individuales, sino además sociales, y por tanto no será real una autentica realización personal y familiar, si no se consigue también a nivel comunitario. Para ello, como nos ha enseñado Antonio María Baggio –profesor de muchos laicos católico cubanos-, será necesario que la libertad y la igualdad se fundamenten en la fraternidad. Sólo así será posible acercarse a una sociedad libre y diversa, pero a su vez integrada y armónica.
La fraternidad implica vivir nuestra igualdad y nuestra libertad en una relación con los otros signada por la máxima de desearle a éstos lo mismo que para sí. De cómo podrían irse integrando estos principios en nuestro contexto cultural, social, jurídico y político, discurriré a continuación.
De la igualdad
“Ser próspero para ser bueno”, decía José Martí. En tal sentido, un orden social que pretenda el bienestar personal y comunitario, debe procurar garantizar dicho enunciado martiano a través de un exquisito entramado de garantías reales, tanto en relación con la igualdad como con la libertad.
La Constitución de nuestra República expresa la necesidad de garantizar todo un conjunto de igualdades. Entre ellas se encuentran: la igualdad de raza, de sexo, de origen nacional, de creencias religiosas, de acceso a todos los cargos públicos, de ascender a todas las jerarquías militares, de percibir salario igual por trabajo igual, de disfrutar de la enseñanza y de recibir la asistencia de salud, entre otras. Establece además –como un derecho, como un deber y como una garantía- la necesidad de trabajar.
Estas igualdades, por supuesto, reclaman un universo de libertades y de garantías para que las personas sean respetadas y tenidas en cuenta, al proyectarse desde sus condiciones particulares; ya sean de raza, de sexo, de origen nacional o de creencia religiosa. Asimismo, ha de ser necesario que no existan restricciones a la libertad-responsable, capaz de obstaculizar el acceso de ciudadanos a todos los cargos públicos y a todas las jerarquías militares.
Antes de opinar de manera más directa acerca de la libertad debo ofrecer algunos criterios sobre el disfrute de tres de estas igualdades consagradas en la Ley fundamental. La igualdad de razas está avalada por la ley, pero en alguna medida es resquebrajada por la práctica social y esto posee incluso causas culturales. Actualmente se da un debate intenso entre un número amplio de ciudadanos muy preocupados por la cuestión. Se hace imprescindible facilitar dicho discernimiento compartido, así como ensancharlo e influir para que se incorporen políticas culturales y educativas cada vez más eficaces encaminadas a solucionar dicha problemática. Resulta incuestionable que nuestra igualdad, nuestra libertad, nuestra comunión nacional y nuestra fraternidad, dependen en gran medida de la armónica integración racial que seamos capaces de conseguir.
El derecho al trabajo, la segunda garantía sobre la cual deseo referirme, ha de ser un deber, como plantea la Carta Magna. No hay sociedad que prospere, material y espiritualmente, sin la creación de riquezas suficientes para propiciar una vida digna que aspire, incluso, a la riqueza del espíritu y a donarse para con los otros. Y esto, hoy, en Cuba, constituye una limitante a resolver. Nuestra realidad económica, el modelo económico que ha prevalecido hasta ahora, da fe de la precariedad material y humana que padecemos; lo cual daña el desempeño de nuestra libertad, de nuestra igualdad y de nuestra fraternidad.
Parece que ahora nos podremos encaminar hacia un ajuste, o actualización, del modelo económico que procurará cierta racionalidad económica, la descentralización de la empresa estatal, el estímulo a la inversión extranjera –tan necesaria para dotarnos de más empleo, tecnología, capital, capacidad de inserción en mercados internacionales y experiencia-, así como cierto oxígeno a la imprescindible dinámica entre la oferta y la demanda, y variantes de gestiones económicas no estatales (o por cuenta propia, o particulares, o privadas- como prefieran llamarlas).
La cuestión es que dicho reajuste del modelo económico debe procurar por todos los medios lograr el pleno empleo en el país, pues el trabajo será la clave para enrumbarnos hacia una sociedad cada vez más próspera, más noble, más libre, más igual y más fraterna. Sin embargo, esto constituye un desafío. Las estadísticas oficiales anuncian la existencia de un sobreempleo de más de un millón de personas, que no es posible mantener en sus puestos de trabajo si verdaderamente se pretende que las entidades laborales sean rentables –como reclama el más sano de los realismos económicos-.
Por otro lado, la descentralización económica, con las prerrogativas que otorga a la entidad para buscar rentabilidad y mayores ganancias para sus trabajadores, así como la ausencia de subsidios por parte del Estado en caso de fracasar la gestión empresarial, podrán aumentar esa cifra de disponibles o desocupados. Esto quizá genere una crisis, pues muchos corren el riesgo de quedar al margen, en una mayor pobreza e indefensión. No obstante, es necesario tener conciencia de que hemos de pasar por ese doloroso camino si pretendemos sanear y encaminar nuestra economía. Pero también es imprescindible tomar conciencia de que se deben crear todas las condiciones para atenuar ese dolor e ir creando el empleo necesario de la manera más acelerada posible.
Para lograr lo anterior será ineludible exigirle a las empresas estatales que una cuota de sus ganancias sean reinvertidas en la generación de empleos verdaderamente productivos, propiciar una amplia e intensa inversión extranjera, e institucionalizar como trabajo legal y con las mayores garantías posibles cuanta iniciativa creativa (personal, familiar o grupal) surja de la ciudadanía. La realidad de cualquier economía y la urgencia que demanda nuestra precariedad, obligan a no temer a la existencia de la auténtica cooperativa, de la pequeña o de la mediana empresa, siempre que estén obligadas a cumplir su compromiso social. La necesidad de que todas las formas de propiedad deban cumplir dicho compromiso social exigirá, además, una faena educativa enrumbada a instituir la fraternidad como cultura social.
La edificación de dicha inclinación hacia la fraternidad depende en gran medida del sistema de educación. Se hace forzoso precisar que los resultados positivos del mismo siempre estarán relacionados muy intensamente con el desempeño cultural de la nación y con la posibilidad de un sistema de información que permita tanto el conocimiento de la noticia como el discernimiento objetivo de la misma. Esta, la educación, es la tercera igualdad a la cual me referiré. A ella le concedo una grandísima importancia, porque a través de la misma las personas han de poder conseguir la capacitación necesaria para poder realizar sus mayores cuotas de libertad e igualdad en las circunstancias reales que impone la vida en cualquier país del mundo, muchas veces por medio de una cruel competencia.
Para conseguir un sistema de enseñanza que promueva el respeto a la igualdad, el ejercicio de la libertad responsable y la fraternidad, será necesario reforzar al máximo la enseñanza de esas categorías, así como todo el universo de sus implicaciones. Resultará inevitable, igualmente, hacer una lectura de nuestra experiencia histórica que distinga los momentos en que han resaltado el mejor desempeño de esos principios, para así aportar al imaginario social y a nuestra conciencia colectiva. Será imprescindible, además, mantener una enseñanza extendida a la generalidad de la población y enfrascarse en hacerla cada vez más universal y profunda. Una educación que implique la formación del intelecto, de la moral, de la espiritualidad, de las más nobles sensibilidades humanas. Y para alcanzar sus mayores resultados se hará imprescindible mantener la exigencia de una educación obligatoria y gratuita hasta noveno grado, nivel de enseñanza considerado básico e imprescindible para una persona.
Existe una conciencia sólida, al menos en importantes sectores sociales, de que la responsabilidad en la educación de los hijos se enlaza intrínsecamente con la facilidad para escoger las preferencias académicas, pedagógicas, filosóficas, religiosas, etcétera. Algunos opinan que la exigencia de una enseñanza obligatoria y gratuita hasta el noveno grado puede atentar en contra de la posibilidad anterior, que podría implicar la existencia de entidades educativas diversas, incluso públicas y privadas. Porque como muchos alegan, con razón, sin poder cobrar el servicio nadie alcanzará a sustentar dicho empeño, o ni siquiera se planteará la posibilidad de emprenderlo. Esto, por supuesto, conduciría a la opinión lícita de permitir que la educación hasta noveno grado tenga una variante privada y pagada.
Sin embargo, sin llegar a negar la validez de esta opinión, otros sienten preocupación ante la posibilidad de que un acceso demasiado diferenciado a la enseñanza básica origine un desequilibrio educativo y una falta de integración en las nuevas generaciones, precisamente en las edades donde se forma la personalidad y las bases de la armonía nacional. Quienes piensan de esta manera procuran evitar que, en el contexto de una nación en proceso de consolidación, puedan surgir varios pueblos, tal vez hasta inconciliables.
Reconociendo la justeza de esta preocupación se haría necesario mantener un único sistema estatal de enseñanza, al menos hasta noveno grado, pero incorporarle determinada libertad académica y una pluralidad pedagógica, así como la posibilidad de aprender religión y el más amplio abanico de conocimientos filosóficos, sociológicos, jurídicos, económicos y políticos. Por otro lado, pienso que la existencia de un único sistema estatal de enseñanza debe abstenerse de excluir la posibilidad de que otras entidades no estatales, como por ejemplo la Iglesia Católica, ofrezca una educación complementaria capaz de contribuir a consolidar y ensanchar el conocimiento de la población.
Acerca de la libertad
El ensanchamiento de las posibilidades de disfrutar las igualdades a las cuales me he referido y a todas las otras que exige la condición humana, implica el acceso a mayores cuotas de libertad, que no es más que la capacidad de realizar con plenitud la anhelada igualdad. Sin embargo, los cubanos no hemos conseguido el necesario consenso en relación con el tema de la libertad.
La actual Constitución de la República de Cuba reconoce la libertad de palabra y de prensa, los derechos de manifestación, reunión y asociación, así como la libertad de conciencia y de religión. También refrenda que todos los ciudadanos, con capacidad legal, tienen derecho a intervenir en la dirección del Estado, bien directamente o por intermedio de sus representantes elegidos, así como ser electos para ocupar cargos públicos. No obstante, generalmente la Ley fundamental acota que dichas libertades deben ejercerse conforme a los fines del socialismo. Y los fines del socialismo, según la práctica que ha prevalecido, suelen ser determinados a partir del criterio de un reducido grupo de personas y cuasi dictados y establecidos de manera vertical hacia toda la sociedad. Esto, como es lógico, condiciona y limita el ejercicio de estas libertades.
Sin embargo, es imprescindible señalar que la alta dirección del país dio un paso que pudiera ir ensanchado un proceso de atenuación de esa rigidez acerca del contenido del socialismo cubano. El comandante Fidel Castro, en un discurso pronunciado el 1ro de mayo de 2001, en la Plaza de la Revolución –y que desde hace algún tiempo se reitera con determinado ahínco-, desmontó los presupuestos ideológicos hasta ese momento imperantes de manera absoluta, al sustituirlos por un conjunto de principios que pudieran ser suscritos por casi todos (lo que conocemos comúnmente como “el concepto de Revolución”). Ahora se asegura que Revolución es: cambiar todo lo que debe ser cambiado, igualdad y libertad plenas, ser tratado y tratar a los demás como seres humanos, etcétera. Por otra parte, si nos adentramos bien en su exposición, podemos comprender que el socialismo constituye sólo un medio –considerado por algunos como idóneo- para realizar tales principios.
Entonces podemos preguntarnos: ¿en qué consiste este socialismo que pretende constituirse en el medio capaz de canalizar esos principios de la Revolución?, ¿debe ser acaso el criterio de ese grupo de personas con capacidad para implementarlos de manera vertical?, o ¿quizá algo mucho más elaborado, estable, consensuado y acatado por todos los cubanos –incluso por las más altas autoridades del país?
Pocos han recabado en que el artículo primero de nuestra Carta Magna precisa los medios del socialismo cubano para facilitar la realización de los ideales adjudicados a nuestra sociedad, que muy bien pueden ser actualizados a través de un proceso participativo que perfile aquel conjunto de fundamentos –muy positivo y bastante completo- exaltado por el comandante Fidel Castro aquel 1ro de mayo. Este precepto de la Ley de leyes aclara que la República es socialista y que ello se realiza por medio de un Estado de trabajadores, independiente y soberano, organizado “con todos y para el bien de todos”, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana.
Si la Revolución cubana tiene como fundamento los principios señalados y el socialismo cubano es el conjunto de medios que acabo de anotar, entonces muy pocos podrían estar inconformes. Personalmente prefiero una sociedad que garantice al máximo el despliegue de todo el abanico posible de matices ideológicos y políticos, pero podría sentirme muy satisfecho si verdaderamente hubiéramos desplegado esos ideales y medios, de manera participativa y consensuada. La cuestión es que tales paradigmas teóricos no se han ampliado y extendido suficientemente, ni aún prefiguran todo el quehacer político del Partido Comunista, del Estado, del Gobierno y de la clase política revolucionaria.
Sería necesario perfilar los espacios para que podamos, de manera compartida, precisar los contenidos y alcances de nuestra soberanía, de nuestra democracia, de nuestra libertad política, de nuestra justicia social, de nuestro bienestar individual y colectivo, gestionado todo por medio de la solidaridad humana. Esta última parte puede constituir la particularidad que podríamos catalogar como socialista: imponernos que la libertad, la justicia y la democracia (lo cual también existe de alguna manera en sociedades no socialistas) estén en función del bienestar individual y colectivo, y que, además, se procure a través de la solidaridad humana. De un proceso así resultaría reforzada la libertad y con ello la capacidad de aportar al bien del otro, condición indispensable para conseguir la fraternidad.
Un aspecto muy peliagudo del asunto está relacionado con la libertad política y, por tanto, con la capacidad de acción real del ciudadano, sobre todo cuando difiere de las propuestas oficiales, porque en Cuba además sólo existe –de manera oficial- un único partido político. ¿Cómo garantizar la libertad política con tal exigencia? Incluso esto puede ser una contradicción, si es que realmente ser socialista implica socializarlo todo, incluso hasta la opinión y las propuestas, aunque siempre exista el requerimiento de que no dañen al otro, a la comunidad. No percibo una mejor solución que abrir la posibilidad a la existencia de otras asociaciones políticas, siempre que estas se atengan a esa preocupación por la sociabilidad y el compromiso comunitario que esbozan teóricamente los conceptos de Revolución y socialismo “a la cubana” –y esto, por supuesto, si es que verdaderamente ellos cuentan con el respaldo real de la voluntad general de la nación, lo cual no dudo que ocurra-. Si mis conciudadanos rechazan una anhelo como este y deciden mantener el partido único, entonces sería oportuno procurar, al menos, la búsqueda de una manera de acomodarlo a su verdadera naturaleza institucional, socializarlo de modo suficiente, hacerlo mucho más representativo de la pluralidad política de la nación y conseguir dinámicas para que dicha diversidad pueda coexistir e influir en la opinión del pueblo y en las políticas oficiales que deben regir la vida del país.
Sobre la fraternidad
Como es posible apreciar, los cubanos necesitamos rearticular el consenso y esto, es indudable, podría contribuir a promover la fraternidad nacional. Este proceso se viene dando desde hace unos años, por medio del diálogo entre la ciudadanía, pero sobre todo entre los sectores más preparados e inquietos.
Dicho debate debió haber logrado cierta intensidad en torno a la realización del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba. Es necesario destacar que en dicho contexto se han expresado opiniones y análisis que pueden aportar a tal empeño. Sin embargo, como ha señalado un editorial de la revista Espacio Laical, la marcha de este proceso de diálogo, esencialmente sobre temas económicos, indica la existencia de actitudes que pueden hacer fracasar la consecución de un camino de consensos. Entre estos indicadores se encuentran: sectores que actualmente no son afines al gobierno con una incapacidad enorme para reconocerle su legitimidad y dialogar con el mismo; la apatía y la desconfianza de amplios segmentos de la población acerca de la posibilidad de ser realmente tenidos en cuenta; unos medios de comunicación incapaces de explicar al pueblo la propuesta de la alta dirección del país, así como reflejar de manera real y con amplitud los criterios de la ciudadanía; y un funcionariado oficial que, en muchos casos, recela de todo cambio y, por tanto, rechaza cualquier opinión novedosa (incluso de las propias propuestas del Proyecto de Lineamientos para el VI Congreso del PCC) e intenta asfixiar el debate. Esto es lamentable porque, como precisó el mismo editorial, vivimos el tiempo preciso para contribuir mancomunadamente a la búsqueda de una Cuba donde quepamos, definitivamente, todos.
En tal sentido, se hace imprescindible alertar acerca de que un acuerdo generalizado sobre los principios que deben fundamentar la sociedad cubana y de los medios para realizarlos, verdaderamente diseñado de manera compartida por toda la población, tal vez pueda aportar al entusiasmo nacional para dedicarnos a cincelar un desempeño comunitario que posea como fundamento esa deseada fraternidad en la diversidad. Pero ello se logrará únicamente si aplicamos, cada vez con más bondad y profundidad, el diálogo como metodología para construir la casa común.
Este diálogo debe aferrarse a reconocer toda nuestra diversidad, pero también empeñarse intensamente en procurar una relación armónica entre toda ella. Para conseguirlo, dicho diálogo ha de tener características muy peculiares. El papa Pablo VI, en la Carta Encíclica Ecclesiam suam, precisa que el diálogo será realmente fructífero cuando sea claro, afable, ofrezca confianza y se encamine con prudencia. Los obispos cubanos, por su parte, en la Carta Pastoral El amor todo lo espera,propusieron que el diálogo entre cubanos sea franco, amistoso y libre, en el que cada uno exprese su sentir verbal y cordialmente; un diálogo no para ajustar cuentas y depurar responsabilidades, ni para reducir al silencio al adversario y reivindicar el pasado, sino para dejarse interpelar; un diálogo no tanto para averiguar los por qué, como los para qué, porque todo por qué descubre siempre una culpa y todo para qué trae consigo una esperanza.
Esto sería posible si tenemos presente que toda verdad a expresar debe estar en función de conseguir el bien; si comprendemos que cada persona puede poseer momentos y elementos de la verdad; si no rechazamos a priori el criterio de otros, sin valorar al máximo sus posibilidades de razón; si al criticar lo hacemos de manera que el cuestionado pueda responder de forma positiva; y si cada vez que sea realmente posible, estamos dispuestos a procurar consensos con lo esencial y positivo de las opiniones ajenas. De esta manera sería factible la creación de la confianza política necesaria entre todas las partes para enrumbarnos hacia la conciliación o reconciliación que demanda nuestra realidad, con el objetivo de consolidar el consenso nacional y la fraternidad necesaria. Este consenso actualizado podría conducirnos también a una importante y necesaria reforma del texto constitucional. Sobre esta cuestión, los invito a estudiar un trabajo de monseñor Carlos Manuel de Céspedes, titulado “CUBA HOY: Compatibilidad entre cambios reales y panorama constitucional”, así como “Desafíos constitucionales de la República de Cuba”, un dossier dedicado a la cuestión, publicados en los números 3 y 4 del año 2009, de la revista católica Espacio Laical.
Existen cubanos dispuestos a desplegar dicho propósito, ya sea en la oficialidad, en el emergente entramado de nuevas iniciativas sociales de la Isla y en grupos y personas de la diáspora, así como en numerosísimos cubanos que no procuran hacer público sus deseos. Es cierto que también contamos con otros, de una y otra parte, que hacen todo el ruido posible para que el odio y el resentimiento impidan una Cuba más fraterna. Estos no han construido ni podrán construir nada. Busquemos la comunión entre toda esa diversidad dispuesta al encuentro para hacer de la Isla la mejor casa de todos, donde incluso se beneficien esos retrógrados, pero no permitamos que sean ellos quienes prefiguren nuestro presente y nuestro futuro.
Hay que hacer un esfuerzo por lograrlo. Para eso todos tenemos que empeñarnos en asumir las mejores actitudes y a no pocos les corresponde la tarea de educarnos para ello. Ya señalé algo acerca de la labor del sistema de enseñanza y del quehacer cultural, los cuales tienen un reto descomunal. También posee gran responsabilidad en este empeño la Iglesia, pues la espiritualidad de la nación será determinante para que nos inclinemos a sentirnos como hermanos y tratemos de realizar a plenitud la libertad y la igualdad, tanto desde el plano personal como social. Los déficits espirituales de nuestra nación exigen una Iglesia muy, pero muy evangélica, que realice su catolicidad, sí, como es lógico, a partir de la universalidad de su fundador y cabeza: Jesucristo, de la universalidad de su mensaje y de su presencia en todo el orbe, pero también de su cercanía activa para con todos, acompañando a cada cubano –piense como piense, sea como fuera, esté donde esté, tenga o no fe- con el afán de ayudarlo a transitar por los senderos de la vida. El pasado mes de febrero, en la Arquidiócesis de La Habana, se realizó un evento acerca del tema y en los números 1 y 2 de este año de la revista Espacio Laical podrán disfrutar de algunas de sus ponencias.
Otra esfera, importantísima para la formación de las personas y las naciones, es la familia. Ella, como afirman muchos, constituye la célula fundamental de la sociedad. En tal sentido, es posible asegurar que a través de la misma se define el ejercicio responsable de la libertad, la exigencia adecuada de la igualdad y toda la fraternidad necesaria. Por ello se hace imperioso asegurarle a dicha institución todos los derechos que demanda y apoyarla intensamente para que logre un desempeño responsable de los mismos. Esto hace ineludible encaminarnos hacia un proceso de discernimiento con el objetivo de consolidar dichas facultades y responsabilidades en la familia cubana. Un documento que pudiera colaborar en dicho análisis es la Carta de los Derechos de la Familia, presentada por la Santa Sede el 22 de octubre de 1983.
Existe en Cuba otro ámbito que, dadas nuestras características culturales, está llamado a prefigurar todo estos anhelos: la política. Tradicionalmente ella posee un influjo sustancial en la conducta social e institucional del país. Por eso será necesario ocuparnos de que nuestros políticos sean actores verdaderamente capaces y honestos, responsables y patriotas, siempre dispuestos al diálogo y al consenso. Resultará imprescindible perfilar, además, un entramado institucional público a través del cual cada ciudadano pueda donarse fraternalmente para procurar la libertad y la igualdad suya y de los demás; y que para hacerlo sea necesario tener en cuenta el criterio de los otros. Es imprescindible crear los mecanismos para que esto último sea posible. Llamo a eso democracia de consensos, y en esencia constituye la garantía de que todos cuenten, incluso las minorías –claro, de manera proporcional-, en el momento de tomar una decisión con respecto a la marcha de la nación. Sobre esto ya se ha escrito, y seguramente se continuará escribiendo, en la páginas de Espacio Laical. Pueden leer un diálogo al respecto que ha sido publicado en los números 2 y 4 del 2010.
Conseguir una dinámica del desempeño político que sea todo lo fraterna posible demandará de iniciativas que sobrepasen la faena educativa. Será forzosa la práctica de gestiones como la del Movimiento Político por la Unidad, un empeño de los focolares que se extiende fundamentalmente en el área europea, pero también en Corea de Sur, Brasil y Argentina. Esta entidad se impone propiciar una relación humana afable entre quienes tienen la difícil tarea de enfrentarse por razones políticas, creando así bases para que la tensión no malogre el diálogo necesario y el consenso debido.
Muchas propuestas se podrían presentar para acercarnos, cada vez más, a un modelo donde el ciudadano logre más cuotas de influencia sobre el poder; donde las decisiones del Estado sean, como ya propuse, el resultado de una democracia de consensos, lo cual redundaría en un mayor sentido de fraternidad. Pero hacerlo aquí, en esta institución, y para la Cuba de hoy, podría resultar un ejercicio de idealismo casi inútil. Por tanto, prefiero mencionar sólo algunas inquietudes que puedan ser realmente resueltas, al menos de manera parcial, y nos adelantarían en el camino deseado.
La gestión de nuestro sistema de tribunales debe ganar relevancia en relación con el resto de las instituciones públicas y ofrecer un trato altamente profesional, dado su carácter de garante de la justicia. Incluso, alguna de sus estructuras debe sancionar las violaciones de los preceptos constitucionales, cométalas quien las comenta, así como velar por la constitucionalidad de cuanta norma jurídica se pretenda aprobar. La fiscalía debe ser un órgano fuerte y dotado de toda la autoridad requerida para exigirle la legalidad a toda persona, grupo, institución y poder. Las entidades ejecutivas de gobierno: ministerios, consejos administrativos provinciales y municipales, deben disfrutar de todas las facultades necesarias para realmente poder promover el beneficio social-económico-cultural-político que les corresponde.
La Asamblea Nacional, por su parte, debe procurar que sus comisiones trabajen de forma permanente, en interacción con la opinión de la ciudadanía acerca de sus respetivas competencias y con los análisis y propuestas de los expertos en tales materias, así como velar continuamente por la gestión de dichos quehaceres en el país. Igualmente debe perfilar mecanismos para que los electores y las asambleas de los municipios por los cuales fueron electos los diputados puedan interactuar con éstos de manera sistemática y efectiva. Asimismo, ha de procurar que la candidatura para diputados pueda ser el resultado de un proceso auténtico en el seno de unas organizaciones sociales que se consideren estructuras de sectores del pueblo para relacionarse con el resto de la sociedad y el Estado, así como de ciudadanos independientes que lo deseen y cumplan ciertos requisitos que imponga la ley correspondiente. También han de poder estar representados, de manera directa, y no por medio de diputados provenientes de organizaciones civiles, criterios políticos partidistas; pero esto dependería del resultado del debate –si es que fuera realizable- acerca del tema que esbocé al referirme a la cuestión del partido único.
Otro aspecto significativo para conseguir la fraternidad –sobre todo en un país como el nuestro, donde la máxima figura de la nación constituye un elemento importante y unificador- es la comunión que debe existir entre la ciudadanía y el presidente de la República. Este es un tema a estudiar con sumo cuidado; lo que sí puedo adelantar es que en lo adelante esto debe implicar que la población pueda elegir directamente al primer mandatario, así como revocarlo de su cargo, lo cual resultaría, además, un ensanchamiento de la libertad y la igualdad.
Final
Pienso que en esta jornada ya he reflexionado algo acerca de la fraternidad como fundamento para continuar acercándonos cada vez más a un orden más armónico. No obstante, deseo acotar que estamos en el momento exacto para consolidar la inflexión necesaria (que ojalá coincida con los anhelos aquí expresados) y por tanto nadie, con la suficiente sensibilidad por el presente y el futuro de la nación, debe perder tiempo en gestionar tanto el crecimiento de una cultura antropológica debida como las transformaciones estructurales necesarias. Ambas demandas son imprescindibles y han de marchar al unísono si pretendemos el éxito del empeño. Igualmente opino que el actual presidente Raúl Castro, en quien convergen determinadas condiciones, tiene la misión histórica de facilitar este proceso, pero también comprendo que le queda poco tiempo para la envergadura de la empresa. Quizá, sin él, las circunstancias hagan surgir personalidades con talante de estadistas, pero hasta ahora yo no las vislumbro. Entonces, el camino podría tornarse incierto y caótico, incluso podría conducirnos a un desequilibrio atroz. Por esta razón, todos hemos de trabajar intensamente para facilitar, con la mayor rapidez posible, el avance necesario con el objetivo de edificar nuestra Casa Cuba, esa bella metáfora que Espacio Laical ha hecho suya para invitar a todos a construir una sociedad más próspera y fraterna.
SOBRE LOS AUTORES
( 295 Artículos publicados )
Reciba nuestra newsletter