El debate en torno al jefe de Estado fue importante en Cuba Posible durante 2015-2019, aunque igualmente existe poco publicado. A continuación, presentaré una síntesis de esbozos de análisis publicados y diálogos entre colaboradores y otros actores cercanos. Al respecto señalo el Cuaderno No. 29, del año 2016, titulado República y poder ciudadano: apuntes para un debate, (pp. 72-77), y el Cuaderno No. 74, del año 2019, titulado Cuba Posible ha hecho el trabajo más serio y prolongado en busca de una nueva constitución, (pp. 55-67).
Para el “modelo presidencialista”, las responsabilidades de jefe de Estado y jefe de gobierno están unidas en la misma persona, que por tanto ejerce las funciones representativas, propias de la jefatura del Estado, y además las funciones políticas y administrativas inherentes a la jefatura del gobierno. Tiene, por consiguiente, mucho poder.
En el “modelo parlamentario”, la institución legislativa elige al jefe del gobierno. En este modelo el primer ministro no es la misma persona que desempeña la jefatura del Estado. El primero dirige el gobierno y siempre resulta un actor relevante del partido político que alcanzó mayoría en el Parlamento o de una coalición de partidos que se unieron, en dicho Parlamento, para lograr la mayoría requerida y así compartir el ejercicio del gobierno. El segundo, por su parte, puede ser un monarca que accedió a su condición de manera hereditaria o un presidente electo por el Parlamento o el pueblo. En este caso, el jefe del gobierno, bajo un cierto arbitraje del jefe de Estado, pero de manera plenamente autónoma, dirige, coordina y gestiona las tareas del gobierno, mantiene el contacto permanente del ejecutivo con el Parlamento (e inclusive con los tribunales, dado el caso) y rinde cuenta de todo su desempeño ante el Parlamento y ante el jefe de Estado. Desde esta lógica el jefe de Estado no gobierna y se desempeña como un poder representativo del país, moderador, arbitrar, inspector…
Por otro lado, existen modelos intermedios; donde unos tienden al “presidencialismo” y otros al “parlamentarismo”. El “modelo semipresidencialista” delinea un sistema político en el que un presidente de la República, elegido por sufragio universal, coexiste con un primer ministro y un gabinete, responsables ante la asamblea legislativa. En tanto, el poder ejecutivo se divide entre un jefe de Estado (el presidente de la República) y un jefe de gobierno (o primer ministro).
Sin embargo, mientras que el presidente de la República surge directamente del voto popular, el primer ministro es propuesto por este presidente y designado por la mayoría parlamentaria. Por ello el presidente de la República, para designar su propuesta para primer ministro, siempre deberá hacerlo por medio de un candidato que represente las proyecciones políticas y partidistas mayoritarias en el Parlamento. Este primer ministro está comprometido en la lucha política cotidiana, de la cual queda relativamente exento el presidente de la República. Con esto se procura además que, a pesar del compromiso (directo y cotidiano) del jefe de Estado con el gobierno, este pueda disfrutar de cierta capacidad de arbitraje, con el objetivo de que logre sostener una relación no conflictiva con las proyecciones sociopolíticas diferentes a la suya y se favorezca así el arbitraje, la negociación y el compromiso entre las más diversas posiciones.
Asimismo, el llamado “modelo semiparlamentario” resulta análogo al denominado “semipresidencialista”, pero se empeña en procurar la mayor fuerza y el mejor dinamismo para el Parlamento. De un desarrollo de este “modelo”, a partir de un compromiso creciente con la centralidad del Parlamento, va emergiendo esa nueva noción de “modelo” que tiende a denominarse “presidencialismo-parlamentario”.
Cuba, durante la etapa llamada “República”, experimentó el sistema “presidencialista” y cuando lo consideró un obstáculo y, a la vez, se sintió incompatible con el sistema “parlamentario”, optó por un modelo “semiparlamentario”, que fue sobre todo “semipresidencialista”, con una tendencia desmesurada al “presidencialismo”. Posteriormente, al institucionalizar el Estado revolucionario, se erigió un modelo “asambleísta”, que tiene un buen antecedente en Suiza y que fue mal reproducido en la antigua Unión Soviética. Este sistema de gobierno, en Cuba, colocó teóricamente todo el poder del Estado en una asamblea de diputados, pero en la práctica supeditó este Parlamento al poder de un gobierno dirigido por una autoridad que ha concentrado, como un todo integrado, la jefatura del Estado y del gobierno, reforzada a su vez por las prerrogativas de otras fuerzas preponderantes.
Algunos actores de Cuba Posible han defendido el criterio de que el jefe del gobierno no sea la misma persona que ocupe el cargo de jefe de Estado. Indican que constituyen dos ocupaciones distintas que pueden distorsionarse mutuamente cuando se integran de manera indisoluble y confusa en un mismo cargo. Otros consideran que una misma persona debe concentrar ambas responsabilidades. Y muchos estiman de igual modo, pero aconsejan que el jefe de Estado debería compartir el desempeño de la jefatura del gobierno con un primer ministro. Los primeros se orientan hacia cierto tipo de modelo “parlamentario”, los segundos hacia algún modo “presidencialista” y los terceros hacia una epecie de “semiparlamentarismo” o “semipresidencialismo”.
A la vez, durante el análisis y la búsqueda de consensos dentro de Cuba Posible, la generalidad de los implicados tendió a una especie de “presidencialismo-parlamentario”. No obstante, la aceptación de este sendero (más bien como opción primaria) también provino de la concurrencia de criterios diferentes.
Para unos, el presidente de la República debería resultar jefe de Estado y jefe de gobierno. Sin embargo, estos apuntan la necesidad de que para este desempeño se apoye en una institución auxiliar. Desde esta lógica ciertos implicados sugirieron la constitución de un “secretario de la presidencia” y otros de un “ministro de la presidencia”. Estos últimos, con el criterio de que un “ministro de la presidencia” también demandaría una relación de este con el Parlamento, lo cual correspondería mejor a las dinámicas de un “presidencialismo-parlamentario”.
Otros, que procuran incursionar por los senderos de la separación de ambos cargos, han estimado que el presidente de la República sólo sea jefe de Estado y, para ello, posea facultades de inspección y de moderación, de arbitraje.
Los implicados en la aceptación y el desarrollo de un jefe de Estado que, de manera suficiente, represente y exalte a toda la heterogeneidad nacional y desempeñe funciones moderadoras, han indicado la posibilidad de institucionalizar su quehacer a través de disímiles responsabilidades y facultades, para lo cual se haría imprescindible, además, la creación y afianzamiento de legislaciones, entidades, mecanismos, procedimientos, etcétera. En lo adelante muestro algunas ideas esbozadas, por medio de las cuales sea ha pretendido encontrar maneras de concretar esta aspiración:
1) Derecho al veto.
2) Jefe de las fuerzas militares.
3) Disolver el Parlamento y convocar nuevas elecciones para ocupar los cargos de diputado.
4) Exigir a la asamblea legislativa de cualquier instancia, cuando lo estime oportuno, que decida con urgencia sobre cualquier asunto.
5) Impedir, si lo entiende necesario, cualquier acto del ejecutivo o de sus instancias inferiores, hasta tanto se pronuncie la asamblea correspondiente (aprobándolo o prohibiéndolo.)
6) Proponer el inicio del proceso de revocación del mandato de toda autoridad electa directamente por la ciudadanía, en cualquier rama o instancia del poder.
7) Proponer al jefe del gobierno o al Parlamento la destitución de un ministro o de un grupo de ministros o de todos los ministros.
8) Convocar a consultas ciudadanas, plebiscitos y referendos.
9) Iniciativa legislativa y constituyente.
10) Derecho de participar en las reuniones de todos los órganos y comisiones del Parlamento y de las asambleas locales, así como en las reuniones del consejo de ministros y de sus instancias inferiores.
11) Derecho de estar informado del desempeño de estos quehaceres.
12) Ratificar la designación de los jueces de la más alta instancia del tribunal de justicia y resolver las apelaciones acerca de la designación de jueces en los tribunales de las instancias inferiores.
13) Conceder indultos y proponer amnistías a la asamblea de diputados.
14) Poseer el control directo de la fiscalía y de la contraloría.
Sin embargo, la tendencia mayor fue a favor de un presidente de la República que ejerza la jefatura del Estado y del gobierno y sea auxiliado por un primer ministro en el desempeño de este último cargo; mientras también realiza funciones de inspección y moderación, siempre que estas facultades no sean incompatibles con su responsabilidad al frente del gobierno.
No obstante, resultó trabajoso concebir el modo a través del cual el presidente de la República podría proponer, al Parlamento, a este primer ministro; ya que en el caso de la Cuba actual y próxima no sería factible hacerlo según los procedimientos contemporáneos que aplica el “semipresidencialismo”.
En tal sentido, se ha opinado acerca de la necesidad de reconocer que el presidente de la República sea el jefe de Estado y el jefe del gobierno y que el primer ministro debería resultar el máximo dirigente y coordinador del gobierno, pero no habría de ostentar la titularidad del mismo.
También que, al no preverse la existencia de dinámicas políticas programáticas plurales, sólidas y vitales en el Parlamento, el presidente de la República podría proponerlo, con total autonomía y preferencia, sin las condiciones que suele imponer el “modelo semipresidencialista”, donde debe escoger un actor de la fuerza política mayoritaria en el Parlamento.
Se resaltó, además, que en este caso el presidente de la República es quien representa, no sólo al Estado, sino también al gobierno y que, por tanto, el primer ministro participa de esa representación, pero únicamente en calidad de máximo dirigente y coordinador del mismo, siempre al servicio del presidente de la República.
Igual se sostuvo que el presidente de la República debería ser quien refrende los actos, las decisiones, las normas y los documentos, etcétera, que constituyen expresión del gobierno del país; y que el primer ministro participe de la refrendación sólo cuando lo exija la naturaleza de su responsabilidad; al igual que debe participar cada ministro cuando el asunto compete al ámbito de su desempeño.
Para ello se mostró un arquetipo de atribuciones factibles al desempeño que podría corresponderle a este primer ministro. A continuación, lo presento:
1) Bajo la orientación del presidente de la República, dirigir la acción del Consejo de Ministros y coordinar sus reuniones.
2) Dar seguimiento de las decisiones del Consejo de Ministros e informar periódicamente al presidente de la República sobre el estado general de su ejecución y resultados.
3) Solicitar la aprobación del presidente de la República acerca de cada gestión de su desempeño y despachar con este todos los asuntos del Gobierno.
4) Conducir la interrelación del Consejo de Ministros con la administración pública y con los organismos o entidades que la ley coloca bajo la dependencia del gobierno y con los gobiernos provinciales y municipales, así como supervisar todo este entramado institucional.
5) Velar porque toda persona, comisión, oficina o institución encargada de alguna misión por el presidente de la República, no colocada bajo la dependencia de un ministerio, ejerza su cometido.
6) Coordinar los procesos de evaluación integral de la gestión pública y de resultados de las políticas públicas adoptadas por el gobierno e informar de ello al presidente de la República.
7) Asesorar al presidente de la República en el nombramiento de los cargos civiles.
8) Con la aprobación del presidente de la República, asumir directamente el desenvolvimiento de un ministerio o institución del gobierno.
9) Conducir las relaciones entre el gobierno y el Parlamento y entre el gobierno y el sistema de justicia.
10) Las decisiones correspondientes al primer ministro, una vez aprobadas por el presidente de la República, serán refrendadas, en su caso, por los ministros encargados de su ejecución.
11) Ostentar la representación del presidente de la República, en los casos en que éste se lo indicare.
12) Cumplir las encomiendas que le haga el presidente de la República, sobre asuntos de cualquier naturaleza.
13) Conducir el proceso de coordinación de la rendición de cuentas del Consejo de Ministros, ante el Parlamento y ante el presidente de la República.
14) Suplir al presidente de la República en la presidencia de un Consejo de Ministros en virtud de una delegación expresa y con un orden del día determinado.
Como señalé, el “parlamentarismo” fue un tema analizado, pero sin encontrarle perspectiva. Ya resultó muy considerado en torno a la elaboración de la Carta Magna de 1940, pero, entonces, tampoco alcanzó perspectivas. Indudablemente, constituye un modelo interesante, que tal vez posea una profusa capacidad de generar vitalidad política y bienestar compartido. Igualmente, y a pesar de ser una dinámica que continuamente exacerba las contradicciones (o más bien a propósito de ello), exige consensos sistemáticos acerca de un universo mayor de cuestiones.
Sin embargo, requiere de una sociedad y un Estado sumamente institucionalizados, donde sean más importantes las dinámicas institucionales que los desempeños personales. Por otro lado, también necesita la existencia de varias agrupaciones políticas, relativamente sólidas, capaces de poseer representatividad y participación ciudadana. Sin estas dos condiciones, sería difícil, sino imposible, un “parlamentarismo serio y eficaz”.
En Cuba no tenemos agrupaciones políticas. Durante la República tuvimos magros partidos políticos que, en general y con muy escasas y no suficientemente probadas excepciones (como, por ejemplo: el Partido Revolucionario Cubano –auténtico-, y el Partido del Pueblo –ortodoxo-), tenían que hacer amplias coaliciones electorales para llevar un candidato a la presidencia de la República e invariablemente, una vez logrado esto, jamás pudieron mantener tales coaliciones y ni siquiera un tenue ligamen. En tanto, quizá en el futuro haya agrupaciones políticas, pero tal vez tenga que pasar algún tiempo para conseguir que sean varias y, además, posean la solidez necesaria.
En todo caso, si en el futuro prospera un debate al respecto y ya el país posee un mínimo de estas condiciones, yo opinaría acerca de dos cuestiones del “parlamentarismo” que, estoy seguro, deben ser analizadas y deliberadas. Se trata de mi negativa a consentir que el jefe de Estado sea una entidad casi decorativa y acerca de que la opción de la ciudadanía en cuanto a la elección de los diputados quede condicionada al triunfo del candidato que cada cual prefiera para ocupar la jefatura del gobierno.
En una ocasión, conversando con un amigo ciudadano de un Estado con un sistema de gobierno “parlamentario”, éste me decía: “le he dado el voto, para diputado, a un patán, porque si ocupa el escaño puede contribuir a que el candidato tal asuma la presidencia del gobierno”. Esto me inquietó. Con ello no estimo que sea necesario cuestionar que el jefe del gobierno dependa de la mayoría parlamentaria, ni que el presidente del gobierno deje de ser aprobado por el voto favorable de la mayoría absoluta de los diputados. Estos resultan elementos constitutivos del “parlamentarismo” y de sus potenciales virtudes. No obstante, sí exige análisis y, quizá, alguna “ingeniería”.
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