A veces parece que la humanidad atraviesa un tiempo de furia; como si el dolor enloqueciera y se tornara vengador. Nos lanzamos unos a otros, incluso en contra de la historia, a partir de particularidades propias afectadas, las cuales han soportado mayor carga de iniquidad.
De este modo, prevalecen reivindicaciones psico-sociales, clasistas, raciales, sexistas… ¡Cuánto daños nos hemos hecho, durante tantos siglos! En tal sentido estos dolores son expresiones de injusticias y los reclamos deben ser atendidos.
Aunque en ello debemos procurar un mejor presente y no ahondar los mismos fosos. En la etapa más reciente, por ejemplo, laceramos y derribamos estatuas y otras imágenes, y levantamos discursos que cuestionan diversas injusticias. Mas por momentos lo hacemos alzando fortines y catapultas de actitudes y conceptos capaces de quebrantar la comprensión integral e incluyente que demanda la redención necesaria. Además, solemos usar todo esto como quien desea acallar el dolor derribando la historia y a quienes nos han hecho mal y/o aún podrían hacerlo.
Ello es comprensible, pero quizá resulte un error. Nuestros entrañables dolores dejan de ser demandas, además con posibilidades concretas de reivindicación, cuando trastocan la parte por el todo, cuando desean desconocer las aspiraciones e intereses de otros, aun en los casos que nos desagraden, y cuando por eso intentamos erradicar a nuestros reales o supuestos “contrarios”.
En estos casos, tales reclamos pierden la capacidad para alcanzar la redención aspirada. Jamás hay solución por medio de la desagregación y porque, además, nunca se erradican “los contrarios”, quienes, en algún momento, siempre regresarán en busca del desagravio y, por lo general, con mayor ventaja.
Por otra parte, no se borra la historia. Ella siempre estará ahí, con la complejidad de sus consecuencias. En el afán de soslayar determinadas memorias y experiencias, tal vez sólo se logre mayor confusión y menor sustento para marchar.
Sólo se avanza (lo cual es mucho más que combatir) incorporando (no digo queriendo) todo lo bueno y lo malo de cada momento de nuestra historia. Solamente en la conjunción de todo ello está lo humano, la historia auténtica y la experiencia real, así como la potencialidad actual y la esperanza del presente y futuro que podríamos construir.
Hay que intentar un decurso humano a modo de espiral ascendente y no un círculo vicioso o descendente. Para eso cualquier lucha debería ser un medio fundamental de la política, pero no -en la praxis- la finalidad de esta. El propósito de la política ha de ser la libertad, la convivencia y el bienestar, que es la mayor aproximación a la justica.
Por supuesto que sin la lucha no suele avanzarse en ello y a veces hace falta que sea ardua. Pero mientras más peliaguda sea esa lucha y los enfrentamientos que resulten, mayor deberá ser la oferta sanadora, incluyente y humanista.
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