Quizás los nuevos presidentes de izquierda puedan hacer comprender a quienes tienen el poder en Caracas y La Habana (Maduro y Díaz-Canel), y a Ortega en Nicaragua en segunda instancia, que su forma de socialismo pertenece a la historia.
Sin dudas, un nuevo viento de izquierda está soplando en América Latina. Poco después del final de la llamada ola rosa de la década de 2000, muchos quizá se sorprendan de que la izquierda haya regresado, tan rápido y con tanta fuerza, después de una ola intermedia de derecha.
Esto acurre a través de las elecciones del estudiante-activista Gabriel Boric, en Chile, y de Gustavo Petro, en Colombia, quien asumió como el primer presidente de izquierda en ese país. Ello junto a las crecientes perspectivas de un regreso de Lula en Brasil, en octubre de este año. Estos tres políticos de izquierda poseen en común una filosofía claramente democrática, antiautoritaria y progresista.
México, Argentina, Perú, Bolivia y Honduras también tienen gobiernos de izquierda de diversas variedades, elegidos democráticamente. De este modo, si Lula logra ganar a Bolsonaro (primera vuelta el 2 de octubre y segunda vuelta el 30, si ninguno obtiene mayoría absoluta en la primera) más de las tres cuartas partes de la población de América Latina (que tiene un total de 666 millones de habitantes) estará liderada el próximo año por la izquierda democrática. En América Latina, la derecha solo ha ganado elecciones en este último año en Ecuador y Costa Rica.
Sin embargo, cabría preguntarnos qué similitudes y diferencias podemos encontrar entre esta nueva ola y la anterior. Por una parte, Colombia y Chile, y Brasil de gobernar Lula, serían gobiernos de una inequívoca visión prodemocrática, donde, además, la mayoría de los líderes de la ola anterior también practicaron hasta cierto punto la democracia. Por otra parte, Chávez en Venezuela (y por supuesto después Maduro), Morales en Bolivia y Correa en Ecuador eventualmente mostraron tendencias desagradables de aferrarse al poder en violación de los principios democráticos y de sus propias constituciones.
Actualmente, Boric y Petro toman fuerte distancia de las graves violaciones a los Derechos Humanos en el triángulo antidemocrático que también se autodenomina «de izquierda»: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Es de esperar que Lula también lo haga. Otra esperanza importante es que logren alejarse de la corrupción que hizo que el partido de Lula, el Partido de los Trabajadores (PT), se pudriera de raíz y azotara a todo el continente.
La ola anterior disfrutó de condiciones económicas excepcionales que le favorecieron, producto de los precios récords del petróleo y el enorme crecimiento y demanda de China por materias primas latinoamericanas. Ni siquiera la crisis financiera internacional de 2008 logró derribar el optimismo en el continente. Este crecimiento sirvió para un histórico ataque frontal a la pobreza. Solo en Brasil, el presidente Lula logró sacar de la pobreza a unos treinta millones de personas, sin reducir al mismo tiempo los enormes privilegios de la clase alta. Pero la situación actual es completamente diferente.
Después de la pandemia y la guerra de Ucrania las economías están a la baja y, como consecuencia, la inflación al alza. Será complejo en orden las finanzas de cualquier Estado y no provocar a los empresarios y la élite financiera. En tal sentido, tanto Boric como Petro han elegido ministros de Hacienda socialdemócratas patentes y de gran prestigio profesional, situados mucho más cerca del centro político que ellos mismos. A la vez, estos (el exgobernador del banco central Mario Marcel en Chile y el exjefe de la Comisión Económica para América Latina de la ONU José Antonio Ocampo en Colombia) se han sumado a las ambiciones de sus presidentes por la igualdad social y la lucha contra el cambio climático. Las señales de Lula con respecto a los asesores económicos van en la misma dirección. Ellos quieren evitar a toda costa en sus países el desastre económico que azota a Venezuela.
También las ambiciones políticas ambientales son mucho más claras en esta nueva ola que en la anterior, por lo cual algunos sostienen que ahora se trata más de una ola verde que rosa o roja. En el programa del joven Boric, la política medioambiental es, en muchos sentidos, el pilar principal. Petro habla de descarbonizar toda la economía. Esto pudiera ser algo difícil para Lula, porque la economía brasileña es altamente dependiente del petróleo. La gran prueba ambiental para Lula será además el Amazonas, donde la deforestación es dramática a causa de Bolsonaro.
Si estos países asumen un liderazgo internacional en la lucha climática, seguramente encontrarán un fuerte apoyo político y financiero de la comunidad mundial. En medio de una situación internacional en la cual la mayoría de los países ricos intentan imponer medidas climáticas a otros, este liderazgo de América Latina podría constituir una oportunidad histórica.
La ola rosa anterior tuvo a su favor los cambios geopolíticos. La hegemonía de Estados Unidos en la región estaba claramente en declive, mientras China y, en menor medida Rusia, llenaban el vacío. Incluso, Trump hizo un intento por recuperar la hegemonía estadounidense, pero fue reviviendo la Doctrina Monroe de 1823 y amenazando con un cambio de régimen en Venezuela y Cuba.
Ante una nueva izquierda con solidez democrática, la imagen de un enemigo anticomunista se derrumbará, si bien la administración Biden, preocupada por lo que acontece en otros sitios del mundo, parece completamente desorientada acerca de cómo debería relacionarse actualmente con América Latina. Solo en México (más Centroamérica) Estados Unidos ha conservado la hegemonía comercial.
Estados Unidos fracasó en junio como anfitrión de la Cumbre de las Américas en Los Ángeles y China se fortalece como el principal socio comercial de América del Sur. Igualmente, Rusia ha mantenido muchas de sus alianzas políticas y algunas militares en América Latina, incluso a pesar de la guerra de Ucrania. O sea, el sello de paria aplicado a Rusia por Europa y América del Norte no se afianza del todo al sur del Río Grande, ni en África y Asia. En agosto está previsto un ejercicio militar en Venezuela con la participación de Rusia, China, Irán y otros países, una clara posición en contra de los conflictos de Estados Unidos y la OTAN en las inmediaciones de Rusia.
La ambición internacional de la ola anterior ―a modo de cooperación intrarregional― no ha sobrevivido. El comercio interno aumentó a más del 20 % de las exportaciones totales en 2008, y desde entonces se ha reducido en un tercio. China supera a Brasil como socio comercial más importante de Argentina. Los intentos de construir nuevas alianzas regionales para reemplazar a la OEA ―dominada por Estados Unidos― también han fracasado en gran medida, aunque subsisten indicios de que la Celac (una especie de OEA sin Estados Unidos y Canadá) pueda recuperar su importancia a causa de nuevas afinidades ideológicas y, sobre todo, porque México se empeña en darle prioridad.
El mayor desafío en este sentido para los nuevos gobiernos de izquierda será establecer alianzas políticas sostenibles de Estados, de gobiernos. Dadas las débiles perspectivas económicas actuales, tal vez puedan resultar víctimas de los propios movimientos de protesta popular, sobre todo de jóvenes, que los han apoyado y llevado al poder. Boric tuvo una luna de miel muy corta con estos sectores antes de que su popularidad comenzara a desplomarse, y la nueva constitución chilena corre el riesgo de ser rechazada en un referendo en septiembre. La promesa de Petro de «la paz total» en la sociedad colombiana, tan devastada por la violencia, probablemente resulta fácil de decir, pero difícil de hacer.
Si estos gobiernos no cumplen con tan altas expectativas, difícilmente podrán contar con mucha paciencia por parte de sus votantes. Estos gobiernos, además, son desafiados por la extrema derecha al estilo de Trump. Los populistas de derecha también se están aprovechando de olas de descontento popular y la creciente desconfianza en la democracia como forma de gobierno.
En los tres países que principalmente analizamos, en realidad solo entre el 25 % y el 30 % expresa confianza en la democracia, según las últimas encuestas de Latinobarómetro. Es precisamente esta insatisfacción la que puede hacer posible que Bolsonaro se abstenga de rechazar una probable derrota electoral en Brasil. A la vez, sería conveniente que los militares de estos países, divididos en facciones, no se dejen tentar por los populistas de derecha para abandonar los cuarteles.
Con la nieta de Allende como ministra de Defensa en Chile e Iván Velásquez en un cargo similar en Colombia, al menos se ofrece una buena señal. Velásquez fue expulsado por los furiosos militares de Guatemala, donde encabezó la efectiva comisión anticorrupción CICIG. Pero el espantoso nivel de violencia que prevalece en la región (quince de los veinte países con las tasas de homicidios más altas están en América Latina y el Caribe) obliga a la permanencia de estados policiales y una creciente militarización, y esta es definitivamente la agenda de las fuerzas de derecha, estén o no en el gobierno.
¿Cómo caracterizar entonces a los demás gobiernos que se sitúan a la izquierda? En México, López Obrador predica reformas estructurales fundamentales, es duro en su lenguaje hacia Estados Unidos y conserva un gran apoyo de los votantes, pero no parece capaz de abordar los enormes problemas sociales y de violencia de México, pues el número de asesinatos políticos ha aumentado bajo su mandato. En Argentina, existe una lucha de poder paralizante entre el presidente Fernández y la vicepresidenta (y expresidenta) Kirschner por el legado del peronismo, junto a una crisis económica capaz de convertirse en un desastre. En Bolivia, el presidente Arce trata con un éxito incierto liberarse de las preferencias democráticas bastante dudosas del expresidente Morales. En Perú, Pedro Castillo, un maestro de escuela primaria de una de las regiones más pobres del país, parece completamente indefenso y sin un aparato político en el que apoyarse. El intento de Xiomara Castro de implementar reformas progresistas en Honduras, quizás el país más corrupto de la cada vez más ingobernable región centroamericana, tiene grandes probabilidades en contra. Quizá muchos se preguntan sobre la credibilidad antiautoritaria de estos gobiernos.
Sin embargo, tal vez la prueba decisiva de la credibilidad de la «nueva izquierda latinoamericana» se juega en la capacidad de convencer a los regímenes represivos de Cuba, Venezuela y Nicaragua para que establezcan una forma más democrática de socialismo.
Con Petro como presidente en Colombia y pronto Lula en Brasil, la oposición en Venezuela se vuelve impotente. Quizás los nuevos presidentes de izquierda puedan hacer comprender a quienes tienen el poder en Caracas y La Habana (Maduro y Díaz-Canel), y a Ortega en Nicaragua en segunda instancia, que su forma de socialismo pertenece a la historia. Sería conveniente que La Habana, Caracas y Washington interpreten la nueva realidad política de la región como una oportunidad para relaciones normales ―históricas― entre enemigos históricos.
Sin embargo, caben dudas sobre cuánto durará la nueva ola rojo-verde en América Latina. Por ejemplo, Lula deberá sobrevivir tanto a peligros de asesinato como a amenazas de golpe, en el país más grande de la región. Cuando renunció hace once años, después de dos mandatos, todavía gozaba de un 80 % de apoyo. Ni él ni sus parientes políticos lo conseguirán tan fácilmente esta vez.
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