Hasta los legos en materia de derecho mencionan a la supremacía constitucional como un elemento indiscutible. La idea de la supremacía constitucional está asociada, de manera íntima, al entendimiento de la Constitución en su carácter jurídico-normativo; es decir: a la posibilidad de que sea aplicada y esgrimida por encima de cualquier otra norma. Si la Constitución no es aplicable, es inútil; y si no es suprema, no es Constitución.
Dos consecuencias deberían traducirse de la supremacía constitucional: la directa aplicabilidad de la Constitución por parte de los jueces y la idea de que el garante último de esa supremacía constitucional es un órgano jurisdiccional; o lo que es lo mismo: un tribunal.
Por otra parte, los derechos humanos son el resultado de un consenso internacional para positivar1 el valor de la dignidad humana. Ese ejercicio consensuado se ha materializado en lo que hoy conocemos como derechos humanos y fundamentales. Esos derechos son intrínsecos a la persona humana en un doble contexto: desde el punto de vista general, como consideraciones inmanentes a la civilización y, en lo singular, como atributos de todas las personas por el solo hecho de serlo.
Los derechos humanos se vinculan con las Constituciones a través de lo que la doctrina ha denominado derechos fundamentales. Los derechos fundamentales no son más que aquellos derechos humanos no solo reconocidos, sino también garantizados en las respectivas Constituciones nacionales. Esas mismas Constituciones deben prever mecanismos o instrumentos diversos para asegurar el disfrute o ejercicio de los derechos humanos que reconozcan. Asimismo, deben establecer mecanismos para lograr un efectivo resarcimiento a la víctima y una garantía de no repetición ante las vulneraciones de esos derechos por sujetos públicos o privados. En consecuencia, por muy vinculada que esté la defensa de un derecho con la propia dignidad de la persona humana, jurídicamente hablando, carece del carácter de “fundamental” si no cuenta con garantías constitucionales suficientes que posibiliten el goce real y efectivo de sus titulares.
¿Cómo se expresa y se defiende la supremacía constitucional hoy en Cuba?
La Constitución de 1976 fue reconocida desde su promulgación como un documento político aspiracionista. Fue escasamente esgrimida ante los tribunales y sin muchas garantías que le permitieran ostentar su teórica supremacía. La Constitución de 1976 desestimó, además, un largo proceso de evolución del sistema de derecho cubano que incluía un control judicial de la constitucionalidad a través del Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales instaurado por la Constitución de 1940.
La Constitución de 1976 consolidó un prototipo que buscaba concretar la inexistencia de balances y la concreción de un modelo de Estado omnímodo donde un partido político —el Partido Comunista de Cuba (PCC)— se convirtió en la institución suprema real donde descansa el poder estatal. Al concretarse un modelo de Estado de ese tipo, la Constitución como norma suprema y la ley como categoría vinculante, cedieron paso ante la voluntad del PCC.
Fue así como la Carta Magna de 1976 estableció un modelo de control constitucional tan ilógico como ineficiente. Un modelo que más que control aspiraba al autocontrol. Colocaba en manos de la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP) —el mismo órgano que “aprueba” las leyes y que sesiona solo dos veces al año— la evaluación de la constitucionalidad de sus propias decisiones.
Ese modelo fue prácticamente calcado del derecho soviético y se reprodujo —a pesar de los reclamos y con algunas modificaciones cosméticas— en la Constitución cubana vigente desde el 10 de abril de 2019. En la actualidad, 500 electores cubanos pueden proponer a la Asamblea Nacional del Poder Popular considerar inconstitucional una norma jurídica, pero la evaluación de su constitucionalidad sigue recayendo sobre el “máximo órgano del Estado Cubano”. No existe, hasta hoy, ningún registro público sobre alguna norma jurídica cubana que haya dejado de tener efecto en Cuba atendiendo a criterios de inconstitucionalidad.
Relación entre el control constitucional y los derechos humanos
El modelo de control constitucional a través de los tribunales cumple dos funciones. La primera: otorgarle a un órgano no implicado en la producción de normas jurídicas la evaluación de estas. La segunda: garantizar los derechos humanos/fundamentales con independencia de los designios de quien legisle.
La Constitución no solo debe ser la norma suprema y fundacional de cualquier Estado. La Constitución debe erigirse también como catálogo de derechos fundamentales relacionado con normas de derecho internacional que los regulan. Esa relación convierte a las Constituciones en instrumentos jurídicos que pueden y deben ser leídos desde un enfoque multilateral porque los derechos humanos, y según su carácter abstracto y de constante progresión, no pueden evaluarse únicamente a partir de lo establecido en la Constitución de un país.
Algunos tratadistas de derecho constitucional contemporáneo —sin obviar el carácter supremo de las Constituciones— sostienen la idea de que la dignidad de la persona y los derechos humanos son principios elementales sobre los que debería asentarse la razón de ser de cualquier Estado. Por ende, consideran que, si la Constitución es el documento fundacional de la mayoría de los Estados contemporáneos, también debería ser un documento cuyo principal y originario fin sea el de defender los derechos fundamentales de los seres humanos2.
Sería entonces una contradicción anteponer la idea de la supremacía constitucional para negar, inobservar o limitar derechos humanos; o, incluso, para limitar o negar compromisos internacionales asumidos por el propio Estado de acuerdo con las normas de derecho internacional y el catálogo de derechos fundamentales reconocido por este y traducido a la Constitución. El origen del constitucionalismo contemporáneo descansa sobre la idea del Estado como garante de esos derechos abstractos y preexistentes, cuya existencia no puede limitarse por las fronteras establecidas en una carta magna.
Toda esta lógica está trastocada en la realidad cubana.
Uno de los objetivos de los constituyentistas de 2019 era devolver a la Constitución su carácter de documento jurídico-normativo. Convertir la carta magna en norma suprema. Sin embargo, desde el primer borrador presentado a la Asamblea Nacional del Poder Popular resaltaba su excesiva remisión a normas complementarias futuras y la falta de expresión del contenido de muchos de los derechos que se expandieron y ampliaron. Esas deficiencias convertirían a la Constitución de 2019 en lo que es hoy: un documento dependiente que no se ha utilizado como marco o como límite a norma alguna.
Destacan en ese sentido la constitucionalización de normas inconstitucionales previas (Decreto 217) y la falta de control ante la emisión de otras —bajo el amparo de la Constitución de 2019— que incluían preceptos que pudiesen ser valorados también como inconstitucionales (Decreto-Ley 370).
La ineficiencia de los mecanismos de control constitucionales no es el único elemento que atenta contra la defensa y supremacía de los derechos humanos en Cuba. El Estado cubano no ha ratificado varios de los Pactos más importantes en materia de derechos humanos ni sus protocolos facultativos. La recomendación a Cuba para que ratifique los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Sociales, Económicos y Culturales, ha sido una constante en los exámenes periódicos universales a los que el archipiélago se ha enfrentado.
La no asunción de esos compromisos condiciona que muchos de los derechos contemplados en esos importantes instrumentos internacionales no sean ni siquiera considerados como derechos fundamentales en Cuba. No obstante, el Estado cubano es parte de 44 instrumentos internacionales de derechos humanos. Los compromisos asumidos con la firma de esos tratados deberían ser suficientes para garantizar su supremacía y materialización en el archipiélago. Sin embargo, esos compromisos asumidos por el Estado cubano también han quedado supeditados al marco y la supremacía de la Constitución de 2019 y, por ende, a merced de sus deficiencias.
El Artículo 8 de la Constitución vigente reconoce que “lo prescrito en los tratados internacionales en vigor para la República de Cuba forma parte o se integra, según corresponda, al ordenamiento jurídico nacional. La Constitución de la República de Cuba prima sobre estos tratados internacionales”.
Se establece así la posibilidad de que Cuba desconozca los compromisos internacionales asumidos y utilizados, a su vez, en su política exterior como una muestra de compromiso con los derechos humanos. La Constitución permite entonces que, a través de la normativa interna —impulsada y diseñada a partir de políticas del Partido Comunista—, se puedan no solo limitar o modificar los contenidos de derechos fundamentales, sino también negar las interpretaciones emanadas de los organismos internacionales encargados de velar por el cumplimiento y ejecución de los diferentes tratados.
Sumado a este panorama, de por sí desfavorable para la defensa de los derechos humanos, el Gobierno cubano también negó con la Constitución de 2019 la posibilidad de establecer un sistema de control constitucional basado en la intervención de un órgano judicial. Además de eso, ha dilatado la implementación del amparo constitucional diseñado en el Artículo 99 de la Constitución y la Disposición Transitoria Decimosegunda.
En la Constitución de 2019 se introdujo por primera vez la posibilidad de que los ciudadanos pudieran ventilar ante los tribunales posibles vulneraciones de derechos fundamentales. Se establecía así la posibilidad de someter las violaciones de derechos fundamentales a un proceso contradictorio y dotado de ejecutabilidad que, hasta la fecha, había sido controlado selectivamente por la Fiscalía General de la República mediante el recurso de queja.
El proceso de amparo diseñado por la Constitución de 2019 parte también de un diseño deficiente que permite la profundización de una práctica utilizada de manera consuetudinaria por el Gobierno cubano en su evaluación de los derechos humanos: la ponderación. El proceso de amparo descrito en el Artículo 99 de la Constitución vigente establece que el legislador deberá definir, mediante la norma que implemente lo dispuesto en el Artículo 99, cuáles serán los derechos fundamentales que estarán garantizados con esa herramienta procesal. Ese diseño, que puede ser comprensible para algunos sectores de la doctrina3, en un ambiente como el cubano —donde el deterioro de los derechos humanos/fundamentales es evidente y la ley es entendida como cualquier norma jurídica— está dirigido a mantener el desamparo en el ejercicio ciudadano, sobre todo, de los derechos civiles y políticos.
Por otra parte, la Constitución estableció la obligación del Tribunal Supremo Popular de presentar antes de diciembre de 2020 el Proyecto de Ley que implementará el Artículo 99 de la Constitución. Ese compromiso no fue cumplido. Por el contrario, la Asamblea Nacional del Poder Popular reformuló el cronograma legislativo y dilató hasta diciembre de 2021 la discusión de ese Proyecto de Ley.
Esa dilación ha impedido que los cubanos utilicen la judicatura como un espacio donde ventilar y denunciar las violaciones de derechos fundamentales que se han reproducido en los últimos tiempos como parte de la ola represiva iniciada en noviembre de 2020 y que aún no concluye.
No obstante, en un sistema como el cubano, la regulación de un modelo de control constitucional o de un recurso de amparo judicial cercano a los estándares internacionales, tampoco garantiza per se la supremacía de los derechos humanos. El escenario cubano se caracteriza por elementos que requieren ser modificados, pues de lo contrario permitirían que cualquier reforma no fuese más allá de la semántica.
Dentro de esos elementos destacan los siguientes:
1. La vigencia de una Constitución que a pesar de haber aumentado el catálogo de derechos no reconoce como fundamentales algunos de los derechos humanos más trascendentales (ejemplo: la huelga y el pluralismo político) y tampoco describe el contenido de otros o condiciona su ejercicio a normas posteriores (libertad de movimiento y acceso a la información).
2. La existencia de un modelo de Estado donde se impone la teoría de la unidad de poder y por ende la independencia judicial es retórica funcional al discurso oficial. La falta de independencia judicial condiciona que cualquier garantía de derechos, incluso la que emane de los órganos judiciales, sea insuficiente para materializar el disfrute pleno de los derechos fundamentales.
A pesar de lo anterior, luego de las transformaciones realizadas al modelo de control constitucional (posibilidad de que 500 ciudadanos impulsen cuestiones de constitucionalidad) y la posible implementación de un recurso de amparo, la ciudadanía cubana tiene ante sí un nuevo espacio de lucha: la litigación.
Un espacio que, al menos por diseño, no le permitirá al Gobierno responder con silencio, como hasta ahora. Un espacio que podría servir para construir ciudadanía y abonar a la idea de que la supremacía no es de una Constitución o una ley que pretende encumbrar a un partido político. La supremacía tiene que ser la de la dignidad del hombre y de los derechos inherentes a su condición de persona.
Referencias
1 Entendido como la acción de convertir en norma jurídica una categoría determinada.
2 Sepúlveda, R. (2009). “El reconocimiento de los derechos humanos y la supremacía constitucional”, en Rodríguez, R. (coord.) Supremacía Constitucional, Editorial Porrúa, México.
3 Hay un sector del constitucionalismo contemporáneo que considera que solo los derechos humanos de primera, segunda y tercera generación deben ser protegidos con una herramienta procesal sumarísima como la ofrecida por el amparo.
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