Todos los cargos políticos de autoridad deben ser nominados democráticamente y ocupar los puestos a través de elecciones libres, iguales, directas, secretas, periódicas y competitivas, por el voto favorable de la mayoría absoluta
Por Roberto Veiga González
El sistema electoral de un país resulta esencial para convertir la voluntad social en voluntad política. Debe hacer efectivo el mandato ciudadano y garantizar el proceso de representación encargado de ejecutarlo. Ello por medio de reglas que determinen cómo llevar a cabo las elecciones y cómo determinar los resultados.
Esto, para que sea efectivo, demanda a su vez garantías previas a las libertades de expresión, reunión, manifestación, creación, prensa, asociación civil, agrupación política, sindicalización y empresa, derivado de un marco constitucional democrático.
En tal sentido, todos los cargos políticos de autoridad deben ser nominados democráticamente y ocupar los puestos a través de elecciones libres, iguales, directas, secretas, periódicas y competitivas, por el voto favorable de la mayoría absoluta.
Las elecciones auténticas, especifico, tienen que ser competitivas, pues todo voto no significa una elección. No se elegie al acudir a las urnas para refrendar o no una ley, o a una consulta para ratificar o no determinada cuestión sociopolítica en cualquiera de sus ámbitos y dimensiones; aquí sólo se vota para aceptar o rechazar. El voto electoral implica escoger y ello sólo resulta factible cuando existe la opción de seleccionar un candidato entre dos o varios.
Asimismo, todos los candidatos deben socializar sus agendas, para así competir de manera efectiva y posteriormente ser evaluados por los electores. Además, deben poder revocarse todos estos cargos por un cuórum de electores o de miembros de la asamblea que ejerce control sobre ellos, de acuerdo con la metodología establecida.
Resulta peliagudo el tema de la reelección de quienes ocupan responsabilidades de poder, en especial la primera magistratura. En principio, ser reelegido de forma indefinida no es forzosamente antidemocrático; todo lo contrario. Dejar la posibilidad de reelección únicamente a la voluntad de la ciudadanía pudiera constituir la manera más democrática de regular la realización justa de este presunto derecho. Sin embargo, muchísimas veces se enrarece esta oportunidad, porque los aspirantes a la reelección aprovechan las ventajas que le ofrecen las posiciones de poder para asegurar su triunfo, por medio de metodologías deshonestas.
Por ello, sería ideal promover la posibilidad de reelección, pero asegurar normas y mecanismos que garanticen debidamente que estos no puedan hacer uso indebido del poder para obtener ventajas. No obstante, si bien ello sería ideal, muchas veces resulta impracticable. Por eso, se hace imprescindible buscar soluciones intermedias.
La historia ha demostrado, con creces, los peligros que puede generar el afán reeleccionista. Ante dicha manifestación, muchos opinan que nadie, en particular el primer mandatario, debe poder reelegirse jamás y para eso sugieren abolir esa figura jurídica. Algunos estiman que tal vez debe permitirse la reelección, al menos en una ocasión, para un periodo inmediato posterior, con el objetivo de no interrumpir una buena gestión que en breve podría alcanzar logros significativos. Otros defienden además extender una especie de reelección indefinida, si bien dejando al menos un periodo de por medio.
Algunos proponen que la concurrencia a las elecciones sea obligatoria y lo fundamentan en base a la responsabilidad ciudadana. Sin embargo, dicha proyección no consigue suficiente anuencia, y no resulta recomendable, porque puede violentar la libertad de los individuos.
La mayoría ha intentado atenuar este dilema, especificando en la Ley Electoral la cuantía de votos que debe recibir un candidato para resultar electo. Sin embargo, los criterios no son homogéneos. Para demostrarlo, sólo citaré tres ejemplos. Hay leyes que otorgan el triunfo a quién obtenga la mayoría simple de los votos válidos emitidos, por escasos que hayan sido. Otras leyes conceden la victoria a quién obtenga, por lo menos, la mitad más uno de los votos válidos emitidos. Y otras normas electorales atribuyen el triunfo a quién obtenga, por lo menos, la mitad más uno de los votos válidos emitidos, pero con un criterio más amplio del término válido.
En este último caso, refieren a un criterio de “votos válidos emitidos” que incluye como admisibles y legítimos votos convencionalmente estimados como inválidos -por ejemplo: boletas en blanco o que expresan rechazo-. Para este método, sólo resultan inválidos los votos que contienen un error -por ejemplo: votar por dos personas para un cargo que exige solamente una-. Desde este criterio, por supuesto, se hace más difícil alcanzar la mitad más uno de los votos válidos emitidos; pero quien lo consigue suele tener mejor respaldo y mayor legitimidad. No obstante, puede haber sociedades, que atraviesen por etapas muy inestables o con una pluralidad política amplia, donde esta virtud no resulte funcional, sino acaso hasta caótica.
Por esta razón, existe mayor consenso en torno al requisito del alcanzar, al menos, la mitad más uno de los votos válidos emitidos, a partir del criterio convencional acerca de “votos válidos emitidos”. Esta fórmula, a su vez, ofrece la posibilidad de una “segunda vuelta” en caso de que en los primeros escrutinios ningún candidato alcance esa cifra, donde sólo concurren los dos nominados que más votos obtuvieron.
Las autoridades electas de este modo disfrutan de la legitimidad obtenida a través de la cuantía de votos a su favor. Pero de algún modo también proveniente de quienes votaron en contra, pues estos legitiman los procedimientos electorales mediante los cuales ellos consiguieron triunfar. Ciertamente, en ocasiones no ocurre esto último; pero sólo cuando han fracasado las instituciones democráticas y/o estas no se han quebrantado, pero sí languidece la cultura cívica y/o se han agrietado los fundamentos primarios que deben sustentar el orden establecido. En estos casos, por lo general, lo más conveniente será refundar el Estado.
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