Nadie puede dudar, y los hechos lo confirman, que en Cuba la violencia es omnipresente y devastadora. Además, es impulsada por el Estado a través de acciones coercitivas y de leyes coactivas, que afectan de una manera u otra a todo el estrato social, ya sea en su concepción física o psicológica.
Uno de los problemas principales del estudio de la violencia es la falta de una definición precisa sobre su multiplicidad de formas y acerca de sus características más importantes y comunes. O sea, no contamos con una definición de violencia ampliamente aceptada por los estudiosos, si bien podemos encontrar cierto consenso. Entre estos acuerdos se encuentra el uso de la fuerza para causar daño a alguien y también que ello es una forma de relación social caracterizada por la negación del otro.
¿Qué podemos hacer para superarlo? Habría que, entre otros desafíos, reducir el aprecio por el poder absoluto y el ejercicio violento del mismo, abolir las ideas de supremacía, la acumulación injusta, y apelar al logro social de la convivencia, creando nuevos órdenes y otro mundo posible en el que podamos efectivamente vivir y actuar colaborativamente.
Pese a todo lo que se pueda pensar, lo más valiente y lo más novedoso en estos tiempos de exacerbación de la violencia, creámoslo o no, es dialogar.
La frustración y la desesperanza son dos sentimientos que con frecuencia alimentan la violencia. Atenuarlas y conducirlas proactivamente demanda imaginar de otra manera la cultura. Es difícil, pero como toda utopía, nos sirve para caminar con dirección.
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