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Tendencias y problemas actuales del parlamentarismo en España

La forma de gobierno implantada en España con la Constitución de 1978 responde a las características y evolución de los sistemas parlamentarios europeos.

08 Nov 2022
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08 Nov 2022
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Imagen © Dani Duch

Por Germán Ruiz-Rico Ruiz y Gerardo Silva García

Características constitucionales y funcionamiento real de la forma de gobierno en España: la orientación presidencialista del parlamentarismo español

A diferencia de los sistemas de gobierno presidencial y asambleario, el modelo parlamentario se estructura sobre unos mecanismos constitucionales que favorecen la colaboración y el equilibrio entre los poderes políticos del Estado. Sin embargo, la utilización de un enfoque no estrictamente jurídico, esto es, sociojurídico (Silva García: 2003), permitiría reconocer si su funcionamiento real responde exactamente al principio conceptual de la centralidad del Parlamento; o si por el contrario el diseño constitucional, junto con otros factores políticos, conectados con el sistema de partidos, producen una descompensación en favor del Poder Ejecutivo, como vértice central desde donde pivota la dirección política del Estado (López Guerra: 2004; Cascajo Castro & Bustos Gisbert: 2001; Aragón Reyes & Gómez Montoro: 2005).

En este sentido, la forma de gobierno instaurada en España con la promulgación de la Constitución democrática de 1978 (CE) responde a la perfección a una forma de gobierno parlamentaria. Definida expresamente de este modo en el artículo 1.3, donde se adjetiva a la forma política del Estado como una “monarquía parlamentaria”, contiene los elementos definitorios y basilares de aquélla: formación e investidura parlamentarias del Poder Ejecutivo (art. 99), mecanismos de control y exigencia de responsabilidad política del Gobierno (arts. 10m y ss.) y la potestad presidencial para la disolución anticipada del Parlamento (art. 115).

El sistema, desde esta primera perspectiva estrictamente jurídico-constitucional, se estructura por tanto sobre el principio de separación de poderes, si bien éste queda fuertemente modulado por los equilibrios y contrapesos entre Legislativo y Ejecutivo a través de un reparto de tareas constitucionales, donde prima prioritariamente la colaboración entre ambos poderes del Estado. Sin embargo, el constituyente español carecía de un modelo de referencia histórico de parlamentarismo democrático, al igual que del necesario consenso de partida en el proceso de transición política para la elaboración del nuevo texto fundamental; factores los anteriores que pueden explicar ciertos elementos dentro del parlamentarismo español no demasiado coherentes con ese principio basilar del equilibrio entre las instituciones políticas estatales.

De este modo, la posición que prevaleció en el proceso constituyente propició finalmente una forma de parlamentarismo “racionalizado”, en el que el Poder Ejecutivo obtendría una neta supremacía en el ejercicio de la función de dirección política. Preponderancia del Ejecutivo que, en este punto, asemeja el sistema español al existente en regímenes presidencialistas latinoamericanos, como el colombiano, donde el legislativo aparece subordinado de modo intenso al Ejecutivo, sólo con el contrapeso de un Poder Judicial con fuertes tradiciones de independencia (Silva García: 1997). Por otro lado, su estatus en el cuadro institucional se vería fortalecido por otros componentes que intensificaban la debilidad del Parlamento y, a cambio, proporcionaban una mayor dosis de estabilidad gubernamental; el instrumento que condensa mejor este planteamiento constitucional sería la importación al ámbito nacional del modelo alemán de moción de censura constructiva. De esta manera, las mayorías minoritarias del Gobierno en el Parlamento quedaban blindadas frente eventuales crisis, producidas por disensiones internas en el seno de la formación política gubernamental, o bien provocadas por una oposición que, pese a ser potencialmente mayoritaria, carece de la necesaria homogeneidad como para formar un Gobierno alternativo.

La devaluación política y constitucional del Parlamento es en buena medida el resultado de la importación a la esfera constitucional española de algunas instituciones procedentes de la Constitución alemana (1949), como el -antes señalado- mecanismo de censura constructiva o el diseño de una forma de gobierno “de canciller”. Pero es la propia norma constitucional la que contribuye a consolidar esta racionalidad parlamentaria (Ruiz-Rico-Ruiz: 1997), al proporcionar al Ejecutivo instrumentos de presión sobre un Legislativo desprovisto de los dispositivos necesarios para imponer su liderazgo, incluso en la función que le es propia por naturaleza. En efecto, la potestad legislativa del Parlamento queda excesivamente condicionada –controlada en realidad- por el peso que ejerce la mayoría gubernamental en la actividad parlamentaria. Pero donde más claramente se pone de manifiesto la debilidad será en el reconocimiento de determinadas potestades gubernamentales, mediante las cuales se puede llegar a obstruir cualquier iniciativa legislativa de origen parlamentario, siempre que no cuente con la conformidad del Ejecutivo y su “mayoría gubernamental”. El ejemplo más característico de lo anterior sería la introducción en el proceso legislativo del denominado trámite de la “toma en consideración”.

Pero para comprender correctamente el modelo político español es imprescindible realizar un análisis de su funcionamiento real, a partir de las dinámicas institucionales generadas por un sistema electoral escasamente proporcional que ha primado en especial la representación en el Parlamento central de minorías nacionalistas (Ibídem). El papel de estas últimas ha sido –y todavía sigue siendo- decisivo para la estabilidad del Gobierno, en particular cuando ninguno partido de ámbito estatal ha conseguido un respaldo mayoritario primero entre el electorado, y después en la representación dentro del Congreso. El sistema de partidos que conforma el primer –y único hasta ahora- régimen electoral que se pudo en vigor ya desde los primeros momentos de la transición (Decreto electoral de 1977) ha tenido un papel determinante; principalmente al incentivar involuntariamente, diríamos- el uso de prácticas y convenciones que han neutralizado, cuando no anulado por completo, la teórica centralidad política que constitucionalmente se le asigna al Parlamento.

Por otro lado, el principio de separación de poderes ha quedado superado por la permanente penetración del Poder Ejecutivo en funciones que desde una perspectiva conceptual deberían ubicarse, en exclusiva o preferentemente, en la esfera del parlamentarismo. La propia norma fundamental va a ofrecer una cobertura jurídica a esta invasión competencial, y como resultado también a un auténtico desplazamiento del centro de gravedad política en torno al Poder Ejecutivo, y concretamente con mayor intensidad hacia la figura del Presidente del Gobierno.

Existen además suficientes evidencias jurídico-constitucionales y factuales que permiten reconocer la inclinación del modelo hacia un presidencialismo efectivo, donde el jefe del Ejecutivo ostenta una posición de supremacía no sólo sobre el órgano colegiado gubernamental, sino de igual modo en las relaciones político-institucionales que se articulan entre Gobierno y Parlamento (Paniagua: 2012; Riccardi: 2013). A lo anterior se unen factores como el ejercicio de una función de liderazgo en el ámbito interno del partido o la conversión de las elecciones parlamentarias en una especie de “plebiscito” sobre los candidatos que se presentan pro futuro a la Presidencia del Gobierno; donde apenas cuentan los programas electorales ni las listas de candidatos a las Cortes que presentan las diferentes formaciones políticas. De esta manera el futuro Presidente parece contar a priori con una suerte de “legitimación directa” obtenida sin embargo en unas elecciones teóricamente parlamentarias; desde esa posición privilegiada monopolizará después la relación, como Poder Ejecutivo, con el único –formalmente- representante de la soberanía popular.

En esta inclinación presidencialista del modelo se entiende la configuración de una potestad del Jefe del Ejecutivo para comunicarse directamente con el electorado, a través de su exclusiva potestad para para promover un referéndum consultivo (artículo 92, CE). Si bien el ejercicio de esta facultad discrecional y unipersonal requiere, de manera necesaria y con carácter vinculante, contar con la autorización del Parlamento; una dificultad probablemente menor si en este último domina ya su propia mayoría gubernamental. En definitiva, la supremacía política del Presidente se sostiene fundamentalmente en la fórmula de investidura establecida constitucionalmente (art. 99, CE), de la que trasciende claramente la “personificación” en el candidato de la relación fiduciaria que se entabla entre Parlamento y Gobierno.

Se alinea asimismo en esta tendencia presidencialista del modelo parlamentario español la potestad que se le confiere al jefe del Ejecutivo para disolver anticipadamente el Parlamento (art.115, CE). Se trata de una prerrogativa unilateral y decisoria, cuyo ejercicio no está subordinado ni condicionado por la posición que pueda adoptar sobre aquélla el colegio gubernamental (Consejo de Ministros). Esta facultad presidencial de la disolución anticipada de las Cortes Generales actúa como un mecanismo de presión con una doble proyección operativa. De un lado, sirve de instrumento de contención frente a la posible indisciplina de la propia mayoría gubernamental, amenazada por la extinción de la legislatura y el adelanto de unas nuevas elecciones. Pero fundamentalmente resulta de enorme utilidad como arma disuasoria frente a crisis parlamentarias, al proporcionar al Presidente del Ejecutivo indirectamente la posibilidad de convocar –casi de forma plebiscitaria- al electorado como árbitro para su resolución, además en el momento más oportuno para los intereses electorales de su partido.

Por otra parte, la CE ha previsto, y más tarde los Reglamentos de las Cámaras han desarrollado, el catálogo de mecanismos de control habituales en un modelo parlamentario (preguntas, interpelaciones, mociones, proposiciones no de ley, Comisiones de Investigación, etc.). Pero esta cierta amplitud regulativa no representa un indicador exacto del grado de eficacia que puede llegar a conseguir en la fiscalización del Ejecutivo. En todo caso, conviene subrayar que, a diferencia de la competencia exclusiva que corresponde al Congreso de los Diputados en la formación (y liquidación) de la relación fiduciaria que liga al Parlamento con el Gobierno, en esta otra tarea de control sí que participa el Senado, teóricamente en régimen de igualdad.

El Parlamento carece en España de una potestad formal de impulso u orientación política, que le permita compartir con el Gobierno un papel significativo en la función de dirección política del Estado (RuizRico Ruiz: 2004). Se convierte de este modo y con frecuencia una mera “caja de resonancia”, encargada de ratificar las iniciativas promovidas desde la esfera gubernamental. No obstante, la CE asegura al menos una intervención “activa” – y podríamos calificar como determinante- de las Cortes en algunos procesos decisiones de trascendencia política para la política exterior e interior. Así, deberá tramitarse mediante una Ley Orgánica la aprobación de los Tratados Internacionales que conlleven la cesión de cuotas de soberanía a una organización internacional (art. 93); también se requiere el pronunciamiento favorable de ambas Cámaras en aquellos acuerdos que tengan por su naturaleza política, militar, financiera, y afecten a leyes o a la integridad territorial (art. 94).

En una dimensión nacional interna, la participación del Parlamento resulta igualmente imprescindible para la adopción de decisiones especialmente significativas como la autorización para convocar un referéndum consultivo (art. 92, CE) y declaración de los Estados de Excepción y Sitio (art. 116.3 y 4, CE).

Pero el proceso de “racionalización” de la forma parlamentaria de gobierno encuentra un eco especial en la función más emblemática del Poder Legislativo. Los indicadores constitucionales son muy claros en este sentido, contrastados además con la experiencia y prácticas que se han impuesto a lo largo de estos cuarenta años en la democracia parlamentaria española. La conclusión a la que se puede llegar fácilmente es que el Ejecutivo cuenta con una prevalencia en el ejercicio de la potestad de legislar, como resultado de unos instrumentos que le otorgan una posición de supremacía frente al propio Legislador.

La observación puede ser contrastada con el análisis del empleo –abusivo por lo demás, en los últimos años- que se ha hecho de la legislación de urgencia, aprobada por el Gobierno a través de la figura del Decreto-Ley. Probablemente se ha amplificado de manera excesiva aquella habilitación constitucional que preveía la CE (art. 86) para que el Gobierno pudiera dictar normas con rango de ley, sólo en casos de “extraordinaria y urgente necesidad”. La concepción abierta y excesivamente flexible de este –denominado por el TC- “presupuesto de hecho habilitante” ha permitido validar y normalizar esta categoría normativa, pensada por el constituyente para situaciones excepcionales, como un instrumento habitual de producción de naturaleza legislativa y sin posibilidades apenas de un control jurídico efectivo (García Majado: 2016; Gutiérrez Rodríguez: 2013).

La prevalencia del Ejecutivo se hace patente además en el mismo procedimiento de creación legislativa, al conferir una prioridad en la tramitación de los proyectos de ley presentados por el primero, frente a posibles iniciativas (proposiciones de ley) impulsadas desde el seno de las Cortes (art. 89.1, CE). Pero la potencial neutralización de iniciativas legislativas de origen parlamentario queda evidenciada más nítida si cabe, con la potestad otorgada al Gobierno para oponerse –mediante el trámite procesal de la “conformidad” a la tramitación de cualquier enmienda o propuesta normativa que – en su opinión – pueda afectar a las previsiones financieras, aprobadas previamente y contenidas en la Ley de Presupuestos Generales del Estado (art. 134.6, CE; arts. 111 y 126, Reglamento del Congreso). Esta potestad representa sin duda una limitación directa de la autonomía del legislador, al quedar subordinada o fuertemente condicionada a la política económica-financiera del Gobierno. Su efectividad potencial como restricción a las iniciativas del legislador resulta obvia, ya que es difícil imaginar una sola de aquéllas que no deje de tener una mayor o menor afectación a las finanzas públicas del Estado. Por otro lado, la “mayoría gubernamental” en el Parlamento puede ser utilizada para bloquear la labor legislativa impulsada desde la oposición, empleando el requisito de la “toma en consideración”; se trata de un pronunciamiento previo –por mayoría- del Pleno de la Cámara, requerido para las proposiciones de ley de origen parlamentario, para el cual se solicita además el pronunciamiento del Gobierno (art. 126.2, Reglamento del Congreso).

Cabe señalar que el sistema parlamentario español es el resultado de la conjugación de dos factores que se han complementado hasta ahora con una notable dosis de funcionalidad. De una parte, el diseño constitucional netamente favorable a la racionalización –y debilitamiento potencial- de las facultades tradicionales y emblemáticas del poder Legislativo (control, exigencia de responsabilidad política, función legislativa). De otro lado, el desarrollo de una praxis política que se ha visto siempre condicionada por la evolución y características de un sistema de partidos, donde ha primado hasta hace muy poco un fuerte bipartidismo; con alternancias y variables, pero con rasgos muy homogéneos en su funcionamiento parlamentario; al menos hasta la última legislatura donde parece haberse roto definitivamente ese contexto “bipolar”. El modelo de Parlamentarismo español se encuentra por consiguiente fuertemente “modulado” por elementos jurídicos y fácticos que subordinan tradicionalmente la centralidad del órgano de presentación política a la hegemonía real y efectiva del Canciller, en el que parece reposar en exclusiva la estabilidad político-gubernamental.

El nuevo contexto político como origen de algunos problemas en el funcionamiento de la forma de gobierno

La forma de gobierno “real” no se sustenta sólo en las formulaciones constitucionales, desde las que todavía parece existir un centro de gravedad política concentrado en el Parlamento. Desde esa perspectiva se ofrece únicamente una realidad “virtual”, insuficiente para describir los auténticos rasgos que definen el funcionamiento del modelo.

Por esta razón, a partir de esa significativa mutación del mapa electoral español las dos últimas legislaturas -la fallida y la actual- están poniendo en evidencia un cambio importante en el funcionamiento del modelo parlamentario de gobierno (Aragón Reyes: 2017). Principalmente a raíz de la desaparición progresiva del sistema binario de partidos (o bipartidismo endémico). El ingreso en el Parlamento, con una base sólida de representatividad, de nuevas y “jóvenes” formaciones políticas ha tenido ya un claro reflejo inmediato en una composición política de las Cámaras mucho más fragmentada y polarizada; en el Senado se ha notado menos, debido a que su sistema electoral -mayoritario en la práctica- mantiene la tónica bipartidista tradicional. Pero donde se percibe mayormente el impacto de esa transformación cualitativa del sistema de partidos es la forma de concebir y utilizar los instrumentos de producción legislativa y control del Ejecutivo. En realidad, los cambios que han tenido lugar en esa dimensión política están ofreciendo un panorama inédito, donde se activan prácticas de ingeniería institucional y comienzan a plantearse propuestas de reforma del diseño constitucionalizado, en un contexto anómalo y excepcional que impide el normal funcionamiento del sistema parlamentario (Villanueva Turnes: 2017).

El artículo 99 era uno de esos preceptos de la Constitución carentes problematicidad, tanto en su aplicación como desde la perspectiva doctrinal. Sin embargo, en las dos últimas ocasiones en que ha sido necesario utilizarlo (inicio de las legislaturas de 2015 y 2016), se han presentado algunas dificultades a la hora de interpretar el significado de algunos de los dispositivos constitucionales previstos para implementar el proceso de investidura. Verdaderamente las disfuncionalidades detectadas no tienen su origen en la esfera regulativa; las pautas que ordenan el procedimiento para la designación del Presidente del Gobierno son bastante claras desde el punto de vista técnico y no dejan márgenes excesivos para la ambigüedad. Los principales problemas surgen, por el contrario, a raíz de la instrumentalización que se ha hecho del precepto constitucional, en un contexto marcado por la ausencia de una cultura política donde por ahora resulta excepcional el desarrollo de pautas y precedentes convencionales propios de cualquier régimen parlamentario. Por otra parte, una realidad viene marcada por la fragmentación y la polarización de los actores políticos no ha hecho sino agudizar los obstáculos para el normal funcionamiento del sistema.

Las disfunciones han comenzado durante el proceso clave en el que se fragua la relación de confianza entre el Parlamento y el futuro gobierno (Belda: 2018). Las lagunas –antes imprevisibles- del mecanismo constitucional para la investidura han puesto de relieve la necesidad de revisar el papel que puede desempeñar el Rey como “arbitro y moderador” de las instituciones (art. 56). Pero las alternativas que se han defendido se orientan a soluciones que presentan igualmente otras potenciales disfunciones o inconvenientes, cuyas consecuencias no dejan a salvo del todo la necesaria irresponsabilidad política del Rey en una Monarquía parlamentaria. Aun cuando aquél sea el actor protagonista del procedimiento que concluye en la designación del Presidente del Gobierno su margen de autonomía tiene que quedar delimitado de forma lo más específica posible, sin quedar no obstante relegado a una posición de subordinación excesiva al resto de los actores políticos e institucionales que intervienen en la formación del nuevo Ejecutivo.

Entre las propuestas de reforma que se han barajado para mejorar la funcionalidad de un procedimiento de investidura como el diseñado por artículo 99 -CE- (Revenga Sánchez: 2017) –la mayoría en un plano todavía más académico que político- se pueden mencionar, por ejemplo, la de introducir una figura como la que existe en el modelo belga del mediateur (podría desempeñar esta función incluso el propio Presidente del Congreso), designado por el Rey en los casos de falta de acuerdo mayoritario en el Parlamento sobre el nuevo Gobierno; o bien la implantación de un mecanismo de “designación automática” del candidato del partido más votado. Incluso se ha considerado conveniente que el Jefe del Estado pueda proceder a la disolución automática de las Cámaras cuando compruebe la imposibilidad de proponer un candidato. Finalmente se proponen alternativas más radicalmente opuestas a la regulación en vigor, como la exclusión totalmente del Rey en el procedimiento de designación del Presidente del Gobierno, ante los riesgos que para su neutralidad genera una excesiva fragmentación política del Parlamento. Así mismo, y en lo relativo a la inevitable disolución automática de las Cortes, para evitar que ésta se produzca al cabo de dos meses de infructuosas candidaturas, cabría proponer fórmulas como las que están en vigor en algunas Comunidades Autónomas (País Vasco, Castila-La Mancha), que permiten designar al candidato del partido más votado; esta fórmula recuerda mucho a la que se establecía en el primer Estatuto de Autonomía de Andalucía, hoy ya derogada, de la “designación automática”.

La amplitud de los espacios de tiempo que han transcurrido en los dos últimos procesos de investidura (una de ellas fallida, como hemos señalado), ha dejado al descubierto también otra inédita problemática, esta vez, referida a la forma en que se deben articular las relaciones entre el Parlamento electo y un Ejecutivo todavía “en funciones”. La situación afectaba a la determinación del alcance de las competencias legislativa y de control, en una secuencia de tiempo donde no se ha podido construir aún una mayoría parlamentaria en torno a un candidato y su programa de gobierno. Las dudas en torno a la capacidad de los Grupos parlamentarios para activar los tradicionales mecanismos de fiscalización del Ejecutivo no encontraban solución en la esfera normativa -Reglamentos del Congreso y del Senado- (Solozabal Echevarría: 2017), por lo que el conflicto entre instituciones ha requerido la intervención del Tribunal Constitucional[1].

Los términos en los que se planteó por el Congreso el denominado “conflicto de atribuciones” entre órganos constitucionales, así como el argumento que daría como respuesta del propio Gobierno, marcan las coordenadas de la problemática suscitada en torno al contenido y límites del control parlamentario sobre la actividad de un Gobierno en funciones con el que no existe una “relación de confianza”. Sobre estas cuestiones, parece lógico pensar que un sistema parlamentario no debe quedar “suspendido” por el hecho de que no se haya formado aún una mayoría gubernamental en torno a un nuevo Ejecutivo. En todo caso, resulta igualmente razonable que la acción e instrumentos de control sólo se puedan activar respecto de las concretas funciones que -de acuerdo con la ley- (Carrillo: 2017)[2] va a ejercer aquel Gobierno en funciones. Mayores dudas plantean, sin embargo, la posibilidad de que desde el Parlamento se lleguen a proponer y aprobar iniciativas legislativas antes de que se haya formado aún el nuevo Gobierno (Ripollés Serrano: 2017).

Precisamente, la profundidad que está alcanzando la fractura del -tradicional hasta hace poco bipartidismo español está poniendo de relieve las dificultades para que los grupos parlamentarios, que conforman una oposición mayoritaria, puedan ejercer la función más emblemática de un sistema parlamentario. Sin duda el desenlace que se anticipa de esta situación podría conducir a una “perfecta ingobernabilidad” (Blanco Valdés: 2017). Sin embargo, su continuidad en el tiempo no podrá alargarse más de lo razonable. Por ejemplo, en el caso que sea imposible aprobar la Ley de Presupuestos Generales del Estado, y se necesiten prorrogar los anteriores, dos veces consecutivas; o cuando las iniciativas legislativas de los grupos parlamentarios que se sitúan en una oposición potencialmente mayoritaria vengan de hecho a sustituir el Gobierno en la “dirección política” del Estado.

La paridad electoral en España: de la legislación electoral autonómica a la Ley de igualdad del Estado

Han sido las Comunidades Autónomas (CCAA) las primeras instituciones en incorporar en España criterios de paridad electoral (Gálvez Muñoz: 2009). Con un notable grado de homogeneidad, las sucesivas reformas de su legislación electoral han intentado garantizar una representación equilibrada de ambos sexos en las instituciones parlamentarias autonómicas.

A esa finalidad apuntaba ya la primera de las leyes electorales que, aprobada por una Comunidad Autónoma (Baleares), aplicaron el principio de la paridad de género en la conformación de las candidaturas electorales. La metodología se centraba básicamente en las denominadas listas cremallera; un instrumento que se extenderá más tarde a la legislación electoral estatal y al resto de leyes que regulaban los comicios de las respectivas Comunidades Autónomas (CCAA). El objetivo principal consistía en asegurar la presencia de un número igual de candidatos de ambos sexos, evitando al mismo tiempo la concentración de los candidatos de un determinado género (obviamente mujeres) en los puestos inferiores de cada lista electoral. De este modo no se pretendía conseguir la igualdad total de representación de personas del mismo sexo, sino cuanto menos una composición equilibrada en este sentido en las Asambleas Legislativas autonómicas.

La fórmula se repetiría más tarde en las leyes electorales de la Comunidad de Castilla-La Mancha (Ley 11/2002) y Andalucía (Ley 5/2005). En esta última se establece de forma bastante explícita la obligación de alternancia entre hombres y mujeres, “mediante listas que deben incluir tantos candidatos como escaños a elegir por cada circunscripción (…) expresándose el orden de colocación de todos ellos, ocupando los de un sexo los puestos impares y del otro los pares” (art. 23-1º). Sin embargo, representa una excepción a este sistema de listas cremallera una norma como la aprobada en el País Vasco (Ley 4/2005), donde no se hace mención alguna a la necesidad de alternancia en la composición de las listas electorales.

La finalidad perseguida por estas leyes electorales autonómicas sintonizaba con la directriz constitucional de la igualdad “real y efectiva” (art. 9.2, CE). Se trata de un mandato bastante nítido dirigido a todos los poderes públicos; traducido en la esfera de la política legislativa implica la adopción de medidas de acción positiva que favorezcan una “democracia de género” y, de este modo, superar el todavía déficit importante de presencia de la mujer en la vida política y las instituciones de representación política.

Pero la adopción de criterios de paridad en las candidaturas electorales no fue del todo pacífica, requiriendo la intervención de la jurisprudencia constitucional en orden a determinar la legitimidad para imponer a los partidos políticos unos límites a su libertad de conformación de sus respectivas ofertas electorales. La doctrina jurisprudencial sobre reserva de cuotas se encuentra esencialmente contenida en la STC 12/2008 (Martínez Alarcón: 2008). La Sentencia se pronuncia sobre el artículo 44 bis- de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General -LOREG-, en la nueva redacción que recibe en virtud de la Disposición Adicional segunda de la Ley 3/2007, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres -LOIMH- (Uribe: 2013; Figueruelo, Ibáñez & Merino: 2007). El precepto en cuestión establece la imposición de que las candidaturas de todas las elecciones (europeas, estatales, autonómicas, municipales) tendrían que contener una integración equilibrada de mujeres y hombres, de manera que en el global de la lista los candidatos de cada uno de los sexos supongan como mínimo el 40%.

En su fundamentación jurídica, la STC 12/2008 entra a valorar la proyección y virtualidad de la cláusula de la igualdad real y efectiva (art. 9-2º, CE), y en concreto, el alcance de la habilitación constitucional que conlleva el objetivo que allí se marca para limitar la autonomía de funcionamiento de los partidos políticos, consagrada igualmente en el texto constitucional (art. 6, CE). El TC se apoya en la amplia normativa aprobada en la esfera convencional en materia de igualdad de género, ni en los precedentes de derecho comparado europeo con regulaciones constitucionales similares (artículo 3, Constitución italiana), para rechazar desde allí el argumento de que la ley electoral estuviera generando una especie de “discriminación inversa o compensatoria”, favoreciendo a un sexo y perjudicando a otro. Con este tipo de medidas –afirma que no se impone una igualdad total entre hombres y mujeres, sino tan sólo una regla de mayor equilibrio en las candidaturas electorales.

En lo que respecta al problema de otorgar validez a la imposición a los partidos de presentar candidaturas con una presencia equilibrada (60 y 40 %) de hombres y mujeres, el TC viene a justificar la constitucionalidad de las listas paritarias sobre la base de que el artículo 9.2 de la CE que –declara- “encomienda al legislador la tarea de actualizar y materializar la efectividad de la igualdad que se proyecta, entre otras realidades, en el ámbito de la representación”. Este objetivo se tiene que alcanzar a través de aquellos “cauces e instrumentos” establecidos por el legislador que faciliten la participación política, removiendo los obstáculos que impidan o dificulten la igualdad de los ciudadanos en ese objetivo. Desde la perspectiva del principio de igualdad sustancial o material, el TC considera que las cuotas de género electorales “no suponen un tratamiento peyorativo de ninguno de los sexos, ya que, en puridad, ni siquiera plasman un tratamiento diferenciado en razón del sexo de los candidatos, habida cuenta de que las proporciones se establecen por igual para los candidatos de uno y otro sexo”. La implantación de un sistema de cuotas obligatorio para los partidos políticos facilita la “incorporación (de la mujer) en los procedimientos normativos y de ejercicio del poder público”. De este modo acepta como proporcional y razonable la restricción a la autonomía de los partidos, al estar amparada por el intento del legislador de asegurar una igualdad efectiva en el ámbito de la participación política, excluyendo únicamente aquellas candidaturas que estuvieran claramente desequilibradas (menos de un 40% de representantes de un género).

Ciertamente, los partidos políticos tienen reconocida una libertad de funcionamiento en el artículo 6 de la CE. Pero esta autonomía interna –a juicio del TC- “no es ni puede ser absoluta”, tal y como se comprobaría en las condiciones que se han establecido por la legislación electoral en ámbitos importantes de su actividad y funciones. Tampoco podría ser catalogada como un auténtico “derecho fundamental” la libertad que les reconoce ese precepto de la CE. Existiría por tanto un “apoderamiento constitucional” en favor de la ley para delimitar el alcance desea autonomía funcional.

Finalmente, el TC resuelve positivamente otro de los problemas constitucionales de la imposición de cuotas de género electorales, esta vez desde la perspectiva de su afectación sobre el derecho de sufragio activo (art. 23, CE); de este derecho no puede derivarse -en su opinión- “un derecho subjetivo de los ciudadanos a una concreta composición de las listas electorales”; como tampoco un supuesto “derecho fundamental a ser presentado como candidato en unas elecciones”. En definitiva, la obligación de presentar listas electorales con una composición equilibrada de género no entra en colisión con la CE, sino que “se trata de una condición que se integra con naturalidad en el ámbito disponible al legislador en sus funciones de configuración del derecho fundamental de participación política”. La filosofía que inspira este tipo de medidas tiene su raíz en el mismo equilibrio que existe en la sociedad desde el punto de vista sexual. La aspiración última de las cuotas no sería otra –a juicio del TC- sino “la igualdad efectivamente existente en cuanto a la división de la sociedad con arreglo al sexo no se desvirtúe en los órganos de representación política con la presencia abrumadoramente mayoritaria de uno de ellos”.

Sin embargo, desde un punto de vista crítico, se debe anotar que para lograr esa igualdad real y efectiva que aún no es patente en la esfera política entre ciudadanos de uno y otro sexo, la ley electoral española articula un mecanismo de discriminación inversa y excesivamente “intervencionista”; paradójicamente no tiene en cuenta en toda su dimensión la “realidad” interna de los partidos políticos, donde evidentemente no existen obstáculos estatutarios (ni situaciones objetivas de entidad suficiente) que impongan o generen situaciones desfavorables objetivas a la mujer, a partir de las cuales esté justificado la adopción de medidas que generan una tensión, cuando no una contradicción, entre principios constitucionales entre los que no cabría una graduación (Ruiz-Rico-Ruiz: 2009). La CE habría implantado un método diferente para materializar ese objetivo de la igualdad sustantiva. El mandato constitucional del artículo 9-2º se dirige principalmente a la creación de “condiciones” que permitan remover los obstáculos que impiden la igual participación de la mujer en la vida política, pero no convalida de forma automática cualquier fórmula impositiva que produzca desde un principio ese “resultado”.

Evolución legislativa en material de financiación de partidos políticos

La financiación de los partidos políticos ha estado sometida en España a una sucesión de reformas (1987, 2002, 2007, 2012, 2015). Con ellas se ha intentado perfeccionar un sistema que, pese al esfuerzo del legislador, ha dejado siempre en evidencia las dificultades para un efectivo control público de sus cuentas y fuentes de ingresos. Los elevados niveles de corrupción política que se han alcanzado demuestran la incapacidad contrastada de las fórmulas jurídicas que se han puesto en práctica desde el principio de la transición democrática española. Esas recetas se han orientado a reforzar de manera progresiva “transparencia” y publicidad de los mecanismos de financiación de los partidos políticos; aunque con un reducido éxito, contrastado hasta el punto de convertirse en unos de los principales problemas a los que se enfrenta el Estado de Derecho. Paradójicamente, sin embargo, desde una perspectiva estrictamente constitucional cobra sentido plantear si las continuas revisiones legislativas destinadas a mejorar el control de la actividad económico-financiera de los partidos, no están sirviendo al mismo tiempo para laminar su libertad de actuación, modulando o limitando en exceso un principio básico de su funcionamiento garantizado por propia norma constitucional (art. 6, CE).

La legislación española sobre partidos políticos ha puesto siempre uno de sus focos de atención en la necesidad de controlar y asegurar la transparencia de sus fuentes de financiación[3]. No obstante, en una primera etapa durante la construcción del Estado democrático el legislador se inclinó por dar preferencia a la estabilidad del sistema de partidos, mediante el aseguramiento de unos recursos económicos necesarios para llevar a cabo su actividad. Las mínimas referencias constitucionales (art. 6) habilitaban de salida un diseño legislativo bastante flexible y abierto para llevar a cabo la fiscalización económica de los partidos. Lo prioritario era garantizar el equilibrio y la competencia electorales, en cuanto condiciones inexcusables de una democracia parlamentaria. Valores calificados como superiores del ordenamiento y proclamados en la norma fundamental (art. 1.1), como el pluralismo político y la igualdad, justifican un elevado nivel de intervencionismo por parte del poder público en el sistema de financiación de los partidos políticos, como mecanismo indirecto de salvaguardia colateral del pluralismo ideológico (García Guerrero: 2007). Se trata evidentemente de un método que, a posteriori, puede llegar a condicionar fuertemente esa misma igualdad y oportunidades en la competición electoral, aunque no tiene por qué resultar necesariamente incompatible con los principios fundamentales que configuran el Estado democrático en la CE.

El modelo de financiación de los partidos en la legislación española es el resultado de una trayectoria que comienza con la Ley Orgánica 3/1987, a la que le siguen varias actualizaciones legislativas: leyes 8/2007, 5/2012 y 3/2015. La primera conclusión que cabe extraer de todo este cuerpo normativo es que el sistema implantado en España tiene una marcada naturaleza mixta. Se apoya fundamentalmente en recursos y fuentes de naturaleza esencialmente públicas, en forma de subvenciones del Estado que se otorgan en función del nivel de representación política obtenido por cada partido; fórmula que se complementa con algunas otras fuentes de ingresos procedentes de particulares o entidades privadas.

Durante el período inicial de adaptación del régimen constitucional el control financiero de los partidos no representaba un objetivo prioritario, ya que se valorizó principalmente su papel como instrumentos necesarios en el proceso de consolidación de la nueva democracia española. Sin embargo, las experiencias que muy pronto involucraron en casos de corrupción a los partidos con responsabilidades de gobierno pusieron de manifiesto la carencia o debilidad de los instrumentos de fiscalización que se habían implantado en la esfera legal. El reto es generar condiciones que sean eficientes para el logro de las metas políticas perseguidas, esto es, la gobernanza, pero que, a la par, garanticen la transparencia (Bello Paredes: 2015). Para reaccionar con mayor efectividad a las situaciones irregulares o abiertamente al margen de la legalidad, la Ley 8/2007 introducirá nuevos métodos y mecanismos que pretenden garantizar no sólo una superior transparencia e información, sino también la exigencia de responsabilidades y la fiscalización de circuitos de financiación irregular (Blanco Valdés: 1995; Morodo & Murillo de la Cueva: 2001).

Como se ha apuntado con anterioridad, en el actual modelo legislativo los partidos políticos sólo pueden obtener recursos por una doble vía. De una parte, las subvenciones públicas, determinadas en función del nivel de representatividad obtenido en las diferentes elecciones parlamentarias (estatales, autonómicas y municipales). En segundo lugar, mediante los recursos procedentes de las cuotas de sus afiliados, así como de otros particulares o entidades privadas (donaciones patrimoniales o en especie). La financiación pública, tiene un carácter no condicionado; se utiliza para cubrir los gastos que derivan de la participación de los partidos en las campañas electorales, además de los gastos de funcionamiento de la actividad ordinaria de los partidos.

Para el cálculo de las subvenciones que se reciben del Estado, se toma en consideración tanto el número de escaños en el Parlamento (Congreso y Senado) como el de votos obtenidos (un tercio en función de los escaños, y dos tercios en función del número de votos); este método viene a beneficiar especialmente a los partidos con mayor representación parlamentaria. El sistema público de financiación se completa con las subvenciones que reciben los partidos políticos a través de los grupos parlamentarios que se constituyen dentro de las diferentes asambleas legislativas (Cortes Generales, Parlamentos autonómicos). Con este tipo de ayudas se intenta garantizar un margen adecuado de independencia económica, de modo que no tengan la necesidad de buscar fuentes alternativas de financiación fuera de los cauces legalmente establecidos. Por otro lado, se pretende asegurar de este modo que la competencia electoral se canalice en el marco de los principios constitucionales de igualdad y pluralismo político.

El legislador español ha incluido también una segunda variedad de técnicas para la generación de recursos, esta vez procedentes de particulares y entidades privadas. Se pueden mencionar en esta segunda modalidad un amplio abanico de potenciales medios o fórmulas de financiación: ingresos (cuotas) procedentes de sus propios miembros o afiliados y “actividades promocionales” y rendimientos de “la gestión de su propio patrimonio”, además de las donaciones de personas físicas o jurídicas (en dinero o “en especie”). Sobre estas últimas, la ley establece que deben tratarse siempre de aportaciones nominativas destinadas necesariamente a la realización de las “actividades propias” de los partidos. Pero esa misma condición “no finalista” e incondicionada puede suponer ciertamente un riesgo potencial para la autonomía del partido. Por este motivo, se ha previsto un control en forma de sistema de prohibiciones o restricciones. Una de las más destacables es la que afecta a las donaciones procedentes de “entidades y empresas” públicas o vinculadas a organismos o entidades de esa naturaleza. Con esta exclusión se pretende evitar una forma irregular de financiación “indirecta”, cuando se utilizan para ese fin entidades empresariales que dependen de las instituciones públicas controladas por los partidos.

En esa misma lógica se inscribe la prohibición que impone la Ley 5/2012 a las aportaciones procedentes de fundaciones y asociaciones vinculadas con los partidos que reciben ayudas económicas de las Administraciones Públicas. Lo mismo cabe decir de la prohibición que recae sobre donaciones de empresas privadas que presten servicios o realicen obras para las Administraciones Públicas. Esta restricción no ha sido efectiva, sin embargo, a la ahora de intentar neutralizar la generalización de prácticas corruptas entre instituciones públicas y empresas concesionarias de servicios y obras, a través de las cuales se han financiado frecuentemente los partidos, de manera irregular o abiertamente fuera de la legalidad vigente.

La legislación española sobre financiación de partidos ha regulado con cierto grado de detalle las fórmulas de fiscalización de los recursos económicos que obtienen las formaciones políticas por las diferentes vías previstas legalmente. El protagonismo en esta tarea de control corresponde al Tribunal de Cuentas (Lozano Miralles: 1996). A esta institución se le otorga la potestad para comprobar la corrección legal tanto de las subvenciones públicas, como de los recursos obtenidos a través de donaciones privadas. Por otra parte, dispone también en su ámbito competencial de la capacidad para comprobar la regularidad de las operaciones contables de las formaciones políticas. Las funciones de este Tribunal no se orientan exclusivamente a la represión de actuaciones antijurídicas, sino que se proyectan también hacia la investigación y contención de aquellas conductas o prácticas de los partidos que, no siendo abiertamente ilícitas, quedan fuera de una deontología moral exigible a entidades representativas de los ciudadanos.

El incumplimiento de los mandatos legales conlleva la aplicación de un sistema sancionatorio de carácter principalmente económico, en función tipo de infracción cometida. Para el supuesto de donaciones prohibidas legalmente, la penalización consiste en una multa que alcanza una cuantía equivalente al doble de la aportación recibida irregularmente. Pero si la infracción consiste en el incumplimiento de las obligaciones contables y de transparencia, la sanción conlleva una disminución de las subvenciones públicas que debe recibir el partido sancionado.

Como medida de carácter excepcional y punitivo se contempla también la posibilidad de imponer la disolución o suspensión de aquellas organizaciones políticas que de forma reiterada y sistemática incurren en actuaciones y métodos ilícitos de financiación[4].

La última aportación del legislador español con la que pretenden reforzar los dispositivos de vigilancia y transparencia de la financiación de los partidos ha sido la Ley Orgánica de control de la actividad económico financiera de los partidos políticos -LO 3/2015-[5]. La iniciativa se enmarca en una estrategia gubernamental en favor de la “regeneración democrática” de las instituciones más afectadas por la corrupción política. Para lograr este objetivo se ha planteado la necesidad de revisar y mejorar algunos aspectos de la legislación que aún contienen lagunas para asegurar una adecuada fiscalización de las cuentas de estas formaciones políticas, así como corregir los criterios de financiación que puedan debilitar su autonomía.

Las líneas de actuación diseñadas en el nuevo texto legal afectan especialmente a varios instrumentos que habían sido ya objeto de reforma legislativa del 2012, como las donaciones privadas y las condonaciones de deuda por entidades de crédito; asimismo incentiva la transparencia de la actividad contable y financiera de los partidos, a través de fiscalización del Tribunal de Cuentas, o la imposición de obligaciones concretas y directrices vinculantes en materia de información económica.

Una de las medidas más llamativas sin duda es la previsión de una prohibición general que impedirá cualquier tipo de aportación proveniente de “personas jurídicas”. Con una orientación igualmente restrictiva, se elimina la posibilidad de condonación de deudas a los partidos por parte de entidades financieras; la prohibición es absoluta en términos cuantitativos, lo que marca una diferencia con la normativa precedente (LO 5/2012), que todavía permitía lo que en realidad no era otra cosa que una forma encubierta de financiación, si bien delimitada por una cantidad máxima (100.000 euros).

En materia de transparencia informativa, la Ley de 2015 incorpora aquellas medidas y obligaciones que no estaban contenidas en la Ley de Transparencia, acceso a la información y buen gobierno, pese a que esta última consideraba igualmente a los partidos como destinatarios de las obligaciones previstas en la norma. De este modo, y como una manifestación del concepto de “publicad activa”, se impone ahora a los partidos la obligación de publicar en su página web toda información relativa a su financiación y actividades económico financieras, así como el informe de fiscalización emitido anualmente sobre estas cuestiones[6].

A modo de conclusión general, se puede afirmar que el modelo “legal” de financiación de partidos políticos en España no ha conseguido actuar siempre como barrera efectiva de contención frente a irregularidades o actuaciones abiertamente ilícitas. No obstante, la responsabilidad de este relativo fracaso no se puede atribuir sólo y exclusivamente a un legislador, atento siempre a diseñar soluciones frente a las patologías del sistema. Pero lo cierto es que no ha existido una voluntad, clara e inequívoca, de los partidos por implantar, en su esfera y haciendo uso de su autonomía funcional, métodos “autocontrol” y fiscalización con los que paralizar. Esa deliberada pasividad de los partidos a la hora de articular mecanismos de control para evitar operaciones y actividades ilegales relacionadas con su financiación, puede ser la razón en buena medida del surgimiento de una nueva generación de formaciones políticas “alternativas”, que no son sino la expresión de una desafección ciudadana con los actores tradicionales del sistema “originario” de partidos implantado con la democracia (Núñez Pérez: 2009).

La mayor parte de los casos de corrupción política en España no son tanto el resultado directo de una deficiente o insuficiente- regulación legal del modelo de financiación de los partidos. Seguramente el origen del problema hay que buscarlo más bien en la instrumentalización que se ha hecho de esos déficits y vacíos legislativos para generar mecanismos clientelares con agentes sociales y económicos de la sociedad, facilitando de este modo a las formaciones políticas recursos económicos irregulares y no sometidos a fiscalización pública. Al analizar la corrupción, ya se había indicado que en la matriz de la mayoría de los grandes casos en el mundo occidental se encuentra, precisamente, en la financiación de los partidos (Silva García: 2000). Esto ilustra la entidad de la problemática.

Conclusiones

1. La forma de gobierno implantada en España con la Constitución de 1978 responde a las características y evolución de los sistemas parlamentarios europeos. Diseñada jurídicamente bajo la influencia del llamado gobierno de Canciller, la experiencia durante los primeros cuarenta años de democracia española ha puesto en evidencia una clara tendencia hacia un “presidencialismo de facto”. La existencia -hasta la última legislatura- del tradicional bipartidismo ha venido a reforzar esta orientación. La norma constitucional contribuye también a la debilidad del Parlamento, con la atribución al presidente del Ejecutivo de un catálogo de amplios poderes y prerrogativas, con las cuales está capacitado para marcar la dirección política del Estado y, en definitiva, consolidar su hegemonía institucional.

2. La aplicación en España del principio de paridad en las candidaturas electorales obedece a una tendencia que se ha impuesto recientemente en la mayor parte de las democracias europeas; con frecuencia, para lograr ese objetivo ha sido necesario proceder a la reforma de sus respectivas constituciones. Se pretende así crear las condiciones para alcanzar una igualdad real y efectiva, en lo que respecta a la participación política de la mujer y su mayor presencia en las instituciones representativas.

3. La financiación de los partidos políticos ha sido una asignatura pendiente en España, a la que el legislador ha ido dado un tratamiento progresivo en la lucha contra la corrupción. En la actualidad se cuenta con una normativa que puede ser eficaz en esta tarea, aunque todavía quedan algunos espacios que escapan al control del Estado.

*Universidad del Zulia. “Tendencias y problemas actuales del parlamentarismo en España “Universidad del Zulia (vol. 23, 2, pp. 195-209, 2018)

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Notas

[1] En abril del 2016 el Pleno del Congreso aprobó la presentación de un Conflicto de atribuciones (arts. 59, 73, LOTC) en defensa del derecho de los diputados de acceso a la información, mediante la utilización de un instrumento de control como la comparecencia de un miembro del Ejecutivo en la Comisión parlamentaria competente. Sin embargo, el TC aceptó la petición del Gobierno de abrir un período de prueba; en la práctica esto suponía una estrategia dilatoria con la que se eludía un pronunciamiento del Tribunal sobre el fondo del asunto. Para la fecha en que aquélla se podría producir la situación de interinidad de ese Gobierno en funciones habría desparecido, bien porque se habría nombrado un nuevo Ejecutivo, bien porque se habría disuelto las Cortes y convocado nuevas elecciones.

[2] La Ley del Gobierno (50/1997), menciona unas reglas de habilitación demasiado genéricas y abiertas al delimitar el campo funcional del Gobierno en funciones. El artículo 21-3 señala expresamente como propias el “despacho ordinario de asuntos”, si bien se marcan la posibilidad de excepciones a esta regla general, en casos de urgencia e interés general, debidamente acreditadas. Por otro lado, el apartado 4 de ese mismo precepto legal sí que marca unas prohibiciones sobre lo que queda en todo caso fuera de la esfera competencial del Presidente de un Gobierno en funciones: disolución Cámaras, cuestión de confianza, Proyecto de Presupuestos, proyectos de ley y Decretos Legislativos. Se trata de limitaciones bastante concretas y específicas en cuanto a su contenido y alcance, a partir de las cuales se podría concluir que en esa situación de interinidad el Ejecutivo estaría indirectamente capacitado para hacer todo aquello que no está prohibido expresamente en la Ley.

[3] En este sentido Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información y buen gobierno impone también una serie de obligaciones en materia de trasparencia, a los partidos, sindicatos y organizaciones empresariales; en general a todas aquellas entidades privadas que reciban fondos públicos. Sin embargo, deja a los partidos fuera de las competencias de fiscalización del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno.

[4] En España se aprobó una reforma del Código Penal (Ley 7/2012) que incorporaba la responsabilidad penal de los partidos políticos, y establecía la posibilidad de suspender e inclusive disolver a aquéllos que recurrieran de manera sistemática a medios ilícitos de financiación. No obstante, se está intentando -con un nuevo proyecto legislativo – rebajar su alcance, al limitar la responsabilidad por financiación ilegal del partido sólo a aquellos miembros individuales o dirigentes del mismo que sean condenados por actos ilegales de corrupción de los que se hayan beneficiado. Vid. http:// www.unir.net/grado-derecho-online/blog/la-responsabilidad-penal-de-los-partidos-politicos.html.

[5] Conviene puntualizar también que durante la última etapa la transparencia se ha convertido en una metodología con la que le legislador ha intentado mejorar indirectamente el control sobre la financiación de partidos. En este sentido, la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información y buen gobierno ha pretendido dar una respuesta a un clima social donde ha aumentado intensamente la desafección ciudadana hacia un sistema político incapaz de resolver el grave problema de la corrupción política.

[6] Se establece una relación de materias que deberán ser publicadas en la web del partido, con las que se va a suministrar una información bastante exhaustiva desde el punto de vista financiero: los partidos políticos deberán publicar en su página web, en el plazo máximo de un mes desde la fecha de envío al tribunal de cuentas, el balance, la cuenta de resultados y en particular: la cuantía de los créditos pendientes de amortización, con especificación de la entidad concedente, el importe otorgado, el tipo de interés y el plazo de amortización, las subvenciones recibidas y las donaciones y legados de importe superior a 25.000 euros con referencia concreta a la identidad del donante o legatario, sin perjuicio de lo establecido en el artículo 7.5 de la ley orgánica 2/1982, de 12 de mayo, del tribunal de cuentas (art. 14). Este mismo grado de transparencia informativa se va a exigir a las fundaciones vinculadas a los partidos políticos.

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