Sin lo anterior no habrá ciudadanía libre, ni sociedad civil activa, ni Estado democrático, ni República soberana, ni bienestar. Y ello parece imposible por ahora porque el sistema político cubano teme a la autonomía de los individuos, ya sea en la economía o la política, etcétera
“El Gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza.”
Ignacio Agramonte (junio 1865).
Compartimos el capítulo 5 de una serie de 10 capítulos, autoría de Roberto Veiga González, publicados en el Cuaderno No. 15 de este Centro de Estudios con título «Cuba, bordeando el precipicio».
La única transformación de Raúl Castro completada fue la reforma constitucional de 2019. Esta modificó muchísimos contenidos, además en la totalidad de sus partes; pero en ningún caso implicó una evolución del régimen político.
Se incluyeron términos político-jurídicos de talla, pero estos, al construir la pauta, no determinan su orientación. Los cánones de una ley de leyes deben asegurar su plural, complementaria y progresiva interpretación, pero jamás puede dejar dudas acerca de su orientación esencial. Ello garantiza que las diversas proyecciones al respecto sean, en efecto, plurales, complementarias y progresivas, pero no contrarias a su espíritu. Acaso dicha reforma sólo procuró ajustes institucionales para que los “herederos políticos” de la “generación histórica” puedan intentar un ejercicio del poder análogo a esta.
Por ejemplo, el poli centrismo bocetado parece desconcentrar las funciones del poder. Establece el presidente del Parlamento que también preside un Consejo de Estado con amplias facultades. La nueva figura del primer ministro es el jefe del Gobierno, aunque por medio de una confusa “subordinación” al jefe de Estado. Se inserta la autonomía municipal, si bien el texto deja interrogantes acerca de sus sostenes. Incorpora la figura del presidente de la República, como jefe de Estado y Gobierno, pero le desagrega las funciones al frente del Consejo de Ministros. A la vez retiene la supremacía jerárquica del Partido Comunista de Cuba (PCC) por encima del Estado y la sociedad, razón por la cual quién lo dirija será el jefe cohesionador de los otros cargos. En tanto, sólo se desconcentraron las funciones (no el poder) y se liberó a esa máxima autoridad de la responsabilidad directa por la ejecutoria de estas.
Asimismo, aparecen los Derechos Humanos y el Estado de Derecho como nuevas variables políticas, pero ubicadas de manera frágil, ambigua y marginal
La actual crisis nacional hubiera demando un nuevo texto constitucional que renueve los siguientes elementos fundamentales del actual que no le permitieron convertirse en instrumento de evolución, de cambio.
La nueva ley de leyes precisa derechos individuales y sociales e incorpora derechos de tercera y cuarta generación. Por ejemplo, toda persona tiene derecho a que se les respete su intimidad personal y familiar, su propia imagen y voz, su honor e identidad personal (A-48); se reconoce a todas las personas el derecho a una vivienda adecuada y a un hábitat seguro y saludable (A-71); todas las personas tienen derecho a una alimentación sana y adecuada (A-77); y se reconoce a las personas la libertad de prensa (A-55). Pero a la vez asegura que el catálogo de derechos y sus garantías quedan colocados a merced de la discrecionalidad de la cúpula del PCC. Un texto de cambio debería establecer la complementariedad de un universo más amplio de derechos sociales e individuales y la incorporación de los más importantes derechos de tercera y cuarta generación. Además, debería ubicar el catálogo de derechos como imperativo para todo el funcionamiento del Estado y la sociedad civil, de la ley y la impartición de justicia, eliminando la discrecionalidad que permea a la versión actual.
La Constitución presente no reconoce la igualdad de ideas y opiniones, sobre todo políticas, y establece un partido político único –el PCC- que, además, orienta y dirige al Estado y la sociedad. El texto necesario debería reconocer la igualdad de ideas y opiniones y de posiciones ideo-políticas, instituir el pluripartidismo, y concebir el desempeño de las agrupaciones políticas como un servicio público de asociaciones privadas que, en todo momento, deben obediencia a la ley.
La actual Ley fundamental concibe a la generalidad de la sociedad civil como órgano anexo al PCC; otras asociaciones que puedan existir son consideradas en la periferia, como subordinadas y a modo de apoyo. Un texto de cambio debería otorgar fuerte protagonismo a una sociedad civil autónoma que, incluso, pueda estar representada en instituciones de poder del Estado, y protagonizar dinámicas de negociación y coordinación con el Gobierno y otros sujetos sociales, en aras de participar en importantes decisiones y gestiones acerca de la cuestión pública.
La Carta Magna vigente reconoce la propiedad estatal, la cooperativa, la privada y la mixta, pero establece que, en ningún caso, las tres últimas formas de propiedad pueden sobrepasar la dimensión e importancia de la propiedad estatal. Además, instaura que toda la economía funcionará de acuerdo con un plan del Gobierno, concebido, sobre todo, a modo de administración centralizada y vertical. El texto necesario debería poseer una concepción múltiple y equitativa de la propiedad. También debería plantear una dirección estatal estratégica, pero no de ordinaria administración, que promueva el desarrollo integral y equitativo de los ciudadanos y las localidades del país.
La presente Ley madre establece el imperio de la Ley; sin embargo, según lo refrendado, parece hacerlo a partir de ese criterio que concibe al derecho como un instrumento de coerción de quién detenta el poder sobre toda la sociedad. Un texto de cambio debería reconocer el imperio de la Ley, como imperativo del catálogo de derechos para todo el funcionamiento del Estado y la sociedad civil, así como para afirmar la independencia y solidez del poder judicial y del sistema de justicia.
La Constitución efectiva instituye un sistema de partido único y hegemónico, que orienta a la sociedad y a un Estado asambleísta, de diseño confuso, a través del cual el PCC proyecta políticas que la Asamblea Nacional, o en múltiples casos, el Consejo de Estado, concreta en normas jurídicas y en otros acuerdos que, a la vez, son ejecutadas por el Consejo de Ministros, por toda la administración pública y por todos los órganos anexos a este Partido. El texto necesario debería formular un sistema democrático, caracterizado por la desconcentración y división/cooperación de los poderes, la descentralización y profesionalización del quehacer público, y el desempeño autónomo de los gobiernos locales.
Sin lo anterior no habrá ciudadanía libre, ni sociedad civil activa, ni Estado democrático, ni República soberana, ni bienestar. Y ello parece imposible por ahora porque el sistema político cubano teme a la autonomía de los individuos, ya sea en la economía o la política, etcétera.
Ello, a su vez, fue ratificado con obcecación por el Octavo Congreso de ese PCC, en abril de 2021. El conclave centró sus aspiraciones en deslegitimar cualquier proyección -presente y sobre todo futura- diferente al predominio de la planificación económica y la empresa estatal, aunque reconoció la posibilidad de aceptar otros instrumentos de gestión siempre que fueran marginales. Cuestión preocupante porque la planificación económica y la empresa estatal, acaso legítimas en principio, pero incorrectamente determinadas de acuerdo con el PCC, han sido el principal motivo económico interno del fracaso.
De igual forma ratificó el empeño por sostener la unidad política de la nación, lo cual podría ser comprensible dado el estado adverso de la República, pero lo hizo cargando con un lastre que compromete ese intento. Por diversas razones ello deriva en una confusión que estima por unidad el predominio de una sola expresión, como si el silenciamiento de las otras uniera o juntara, en vez de disgregar, excluir, deshacer.
Donde hubiera colocado Fidel Castro, de manera formal, la “legitimidad legal e institucional” de su poder, allí estaría, además con todas las herramientas del Estado a favor de ello. Pero una cosa era “su poder” y ese apoyo al mismo, y otra “el poder real” de tal sitio, institución, mecanismo. Debieron comprender esto, pero no ha sucedido.
Uno de los defectos más nocivos del sistema es la obsesión por mantener la “realidad total” del modo en que la percibieron en “el instante x”. Por sus propios intereses debieron asumir que, en determinado momento, una sola persona no tendría toda la autoridad, ni una sola persona ocuparía todo el espacio institucional del poder. Era necesaria una transferencia de autoridad y legitimidad a las instituciones, a los cargos responsables de estas, a la colegialidad en sus filas, a una dinámica social democrática.
Es decir, en este periodo inclusive el poder necesitaba amplios cambios sociopolíticos, pero no los deseaba, y la sociedad civil necesitaba y deseaba los cambios, pero no alcanzaba a ser atendida. Mas la noción general de hecatombe endémica y la extensa frustración social se convertían en un peligro compartido y en un desesperado reclamo que -por primera vez- atravesaba todos los sectores sociales.
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