El contexto político en que se aprueba el texto es cuanto menos complejo y polarizado.
En este artículo comento algunas de las luces y sombras del Código de las Familias que será sometido a referendo el 25 de septiembre próximo. Anuncio de antemano que mi postura es a favor de un sí que, sin embargo, no oculta mi rechazo a la práctica de plebiscitar derechos de grupos sociales específicos. Un «sí» que bajo ningún concepto puede tomarse como un precedente que legitime esta práctica a futuro.
Leer el Código de las Familias me dejó una sensación poco usual. Es una de las pocas disposiciones legislativas que parece hecha por juristas en ejercicio, una rara avis en que la política se ha apartado considerablemente para dejar trabajar a especialistas, en lugar de ciertos escribanos que suelen plasmar en papel la última ocurrencia del poder.
En la confección del texto que se plebiscitará, intervinieron al menos dos grandes juristas: Ana María Álvarez Tabío y Leonardo Pérez Gallardo, quienes supieron imprimirle su impronta. El Código no es perfecto ―ninguna ley lo es―, pero en mucho supera al anterior.
El contexto político en que se aprueba el texto es cuanto menos complejo y polarizado. Desde el proceso de aprobación del documento de 2019 ―me niego a llamarle Constitución―, los gobernantes isleños han utilizado el debate en torno al matrimonio igualitario como cortina de humo para desviar la atención sobre otros problemas que aquejan al país. Esto explica el porqué del referendo, uno que impertinentemente incide sobre derechos fundamentales de un sector social específico.
Por eso llamo a la mesura y al análisis por encima de la reacción visceral. En el centro del debate deben prevalecer las ideas, más allá de nombres propios. Como alguien que votó y abogó por el NO en 2019, no encuentro ninguna contradicción entre tener una postura de abierto rechazo a la dictadura que aqueja a Cuba y el apoyo a un Código que no solo hace avanzar en materia de derechos a las personas LGBTI, sino que irradia mucho más allá y supone una auténtica revolución normativa en sede familiar. El cambio de postura ―esto déjese claro― no proviene desde el sector disidente de la sociedad cubana, sino de las autoridades.
Partamos de la base de que provenimos de sociedades estructuralmente patriarcales y homofóbicas. No hace falta referirse a la Alemania nazi o la Unión Soviética para apreciar esto. Hasta las democracias más libérrimas en algún momento de su historia llegaron a considerar la no heterosexualidad bien una patología o bien un delito (en Reino Unido fue penalizada hasta 1982). En el caso de Cuba es imposible no referirse a las Unidades de Ayuda a la Producción (UMAP) existentes entre 1965 y 1968. Esta suerte de campos de concentración aglutinaron no solo a homosexuales, sino también a intelectuales y personas política, ideológica y socialmente incómodas para el régimen.
En este contexto, la homofobia pasó a ser parte de la cruzada antiidentitaria de las autoridades en su afán de construir ese experimento antropológico que fue el llamado «hombre nuevo». La idea de que existieran identidades religiosas, políticas, sexuales o incluso familiares que trascendieran la dicotomía clasista proletario/campesino vs. burgués era inadmisible. O sea, más allá de la homofobia tradicional, la idea de que dos personas, independientemente de su origen social, pudiesen desarrollar empatía mutua producto de ser víctimas de un tipo de discriminación transversal, dejando de lado la férrea barrera de clase que el estalinismo castrista impuso, era absolutamente inaceptable.
Aquella era una dictadura que se encontraba en plena forma, con un proyecto de país (de corte soviético) totalitario, inviable, empobrecedor, pero proyecto al fin. La caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS supusieron un baño de realidad para la dirección del país. La pérdida del aliado soviético hizo al cinismo reemplazar definitivamente a la ideología, y la mera permanencia en el poder de la casta gobernante el único fin real. Es la cubana una dictadura más, con pose de comunista por pura conveniencia, pero solo eso: una dictadura. Es por ello que hoy día sectores del oficialismo pueden permitirse defender una causa tan justa como el matrimonio igualitario o la maternidad subrogada, sin que por ello dejen de ser miembros de una satrapía. Estos asuntos adquieren entonces una dinámica transversal que trasciende la lógica dictadores vs. demócratas.
La norma no se agota en el reconocimiento de los derechos de las personas LGBTI. Bajo la lógica de la pluralidad a lo interno del modelo familiar, refuerza el rol de terceros parientes en el cuidado de los menores ―los abuelos por antonomasia― y potencia las figuras del parentesco y el afecto (art. 2) como fundamento de la familia. Se regula la institución de la maternidad subrogada ―en otros contextos como el español, rechazada por conservadores de izquierda y de derecha, y sostenida solo por los demócratas liberales y progresistas―, introduce la novedosa figura del parentesco socioafectivo ―que refuerza la idea de que el afecto, en su debida intensidad, es capaz de generar vínculos familiares, al igual que los lazos biológicos (arts. 2 y 17)― y el polémico acompañamiento parental.
Esta institución ha generado cierto rechazo entre determinados sectores sociales, que ―ya sea por posiciones moralmente conservadoras o poca información― ven en ella una suerte de caballo de Troya de los gobernantes para cercenar los derechos paterno-filiales de los progenitores respecto a sus hijos. Esta lectura ―que paradójicamente redunda en apoyo al Código de 1975, promulgado en la etapa de mayor fortaleza del castrismo― me parece absolutamente desafortunada.
Es evidente que la actual casta dirigente del país parece dispuesta a hacer lo que sea para preservar sus privilegios. No obstante, si se dieran casos la erosión de derechos paterno-filiales respecto a ciudadanos considerados un peligro para el poder, sería un ―despreciable― mecanismo de represión más, no por la convicción de erosionar la relación padre-hijo en un sentido general. O sea, su aplicación para castigar el disenso obedecería más a la naturaleza represiva del Estado cubano que a la disposición legislativa en sí.
En segundo lugar, y ya entrando en temas más técnicos: la patria potestad, o patria potestas, es una institución antiquísima que nos lega el derecho romano. En su concepción original, al pater se le concedía derecho de vida y muerte sobre el hijo. O sea, la persona bajo la patria potestad se equiparaba prácticamente a un objeto propiedad del pater. Esta concepción ―que estoy seguro no encontraría apoyo en ningún sector de una sociedad civilizada moderna― fue matizándose con el paso de los siglos, siempre en pos de reducir el poder del progenitor sobre el hijo. Ya a finales del siglo xix empieza a instalarse de facto lo que hoy llamamos capacidad progresiva del menor. Por ejemplo, el Código Civil español, vigente en Cuba hasta 1987, autorizaba a los menores de edad a otorgar testamento notarial a partir de los 14 años, lo cual fue revocado por el vigente Código Civil, lo que en cierto modo rescata el Código de las Familias (disposición final primera respecto al art. 29.6 del Código Civil).
En poco se parece la actual patria potestad a la patria potestas original. Se ha mantenido el nomen, pero el contenido ha venido cambiando gradualmente con el paso de los siglos, avanzando hacia un paradigma en el que se concibe al menor de edad como un sujeto de derecho que progresivamente avanza hacia la plena capacidad jurídica, trayecto durante el cual es acompañado por sus progenitores. Me atrevo a afirmar que si el nombre de la institución no se hubiese cambiado ―pero dejando todos los cambios que introduce el Código de las Familias―, el tema habría pasado prácticamente desapercibido.
En un punto sí matizo mi posición: por mandato legal ―art. 138.ñ― se ordena a quienes ejerzan la responsabilidad parental «inculcar (…) el respeto a las autoridades» a los menores de edad. En este caso las cargas recaen encima de quienes no deben: es a las autoridades a quienes corresponde ser merecedoras del respeto y buena estima ciudadana a raíz de sus actos, no por una disposición legislativa. ¿Y si la familia en cuestión tiene posturas políticas desafectas a los gobernantes? ¿Qué consencuencias tendría el incumplimiento de este precepto?
La norma no es perfecta, no ha sido impermeable a ciertas tendencias identitarias aparejadas al feminismo de tercera ola, que conceptualmente tiende a equiparar las nociones de varón y «patriarca». La influencia ha sido poca, en comparación con otras normas similares de la comunidad internacional, pero en apartados muy específicos (ej, art. 13.2 relativo a la violencia familiar) a la hora de enumerar sectores sociales posibles de sufrir violencia, siempre se omite al varón. Se le menciona indirectamente, cuando posee alguna discapacidad, durante la etapa de la niñez o de la tercera edad quizá, pero el hombre adulto y joven suele brillar por su ausencia en la lista de posibles víctimas, conceptualmete hablando.
Recalco: es muy tenue el sesgo en comparación con otras legislaciones, pero existe.
Hay otros aspectos ya más estrictamente técnicos en los que soy escéptico o moderadamente crítico: por un lado se expanden temerariamente las competencias de los notarios (ej: arts. 164, 289 c) y 291) en materia del régimen de guarda y cuidado, lo cual venía siendo materia estrictamente judicial, y por otro a lo largo de su articulado se observa al Código incidir en materias no estrictamente familiares, sino de corte civil y procesal. Es en cierto modo entendible. La reforma legislativa no debió haber empezado en materia familiar sin haber hecho lo propio en la rama civil. El no hacerlo así, ha obligado a los redactores del Código de las Familias en algunos casos a extender el radio de acción del mismo para evitar su inoperancia.
Pienso que el Código supondrá un enorme desafío para el anquilosado sistema de tribunales cubano. El romper con el parentesco biológico como ancla a tener en cuenta en sede de tutelas ―por citar un ejemplo― implica que cada caso requerirá un estudio más pormenorizado. Aceptar la idea de que, dado el caso, un vecino puede ser un tutor más idóneo que un pariente anodino, requerirá todo un cambio de paradigmas en la mente de los jueces.
Amén de las cuestiones técnicas o el avance en materia de derechos humanos que el texto conlleva, hay cuestiones que por mero tacticismo político hacen conveniente el SÍ para aquellos no afectos a los gobernantes: el oficialismo necesita una cortina de humo detrás de la cual ocultar el desastre de su pésima gestión. De triunfar el NO en las urnas, le daría al Gobierno una justificación del tipo: «La homofóbica derecha de Miami y de no sé dónde confundió al pueblo». Ergo: el mismo régimen que abrió las UMAP se erigiría entonces en defensor de los derechos LEGBTI, frente a un enemigo cuasifantasmagórico al cual derrotar. O sea, circo sin pan.
Un SÍ no solo implicaría un paso de avance en materia de derechos humanos ―enfatizo por enésima vez―, sino que les quitaría el relato. En el corto plazo, no veo forma más efectiva de dañar a la casta que privarla de sus espejos y cortinas de humo.
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