(A propósito del actual proyecto de Código de Familia, compartimos este texto de Roberto Veiga González publicado el 6 de noviembre de 2018 cuando se debatía el asunto en el entonces proyecto de Carta Magna)
Desde hace varias semanas, cuando me encuentro con personas que conocen mi compromiso con la espiritualidad cristiana, soy interpelado a causa de la “cruzada” que llevan a cabo creyentes cristianos en contra de la inclusión del matrimonio igualitario en el Proyecto de Reforma Constitucional (el comentadísimo artículo 68). Demasiados amigos me increpan por la “rigidez en las tradiciones” y por la “carencia de sensibilidad” ante anhelos y necesidades de otras personas, sólo porque difieren de ancladas concepciones (eso afirman). Realmente, rechazo expresarme públicamente desde la fe religiosa, porque ello atañe a mi interioridad, y porque no se “retoza “con cuestiones del espíritu, que han de ser profundas y respetadas.
Sin embargo, redacto estas notas en mi condición de cristiano, y lo hago porque siento la necesidad de asegurar que la mayoría de los seguidores de Jesús, de diferentes iglesias, no son rígidos en las tradiciones, ni carecen de sensibilidad ante anhelos y necesidades de otras personas, sólo porque difieren de ancladas concepciones. Incluso, afirmo que la rigidez y la falta de sensibilidad no forman parte de Cristo; aunque haya cristianos que, de seguro honestamente, apelen a este binomio fatal.
Jesucristo acogió el viejo mandamiento del Antiguo Testamento, ofrecido siglos antes de su nacimiento, que sugiere: “Ama a tu Dios con todo lo que piensas, con todo lo que eres y con todo lo que vales” (Dt 6.5). Por otra parte, le integró este segundo mandamiento: “cada uno debe amar a su prójimo como se ama a sí mismo” (Mateo 22.39); incluso “a sus enemigos” (Mateo 5.43). Por ello, un cristiano no debería tener otra opción que amar a las otras personas exactamente como ellas piensan, con todo lo que ellas son y con todo lo que ellas valen. En este sentido, afirmó que Él no vino a desechar el Antiguo Testamento, sino a darle su verdadero valor (Mateo 5.17).
De este modo, Jesús muestra la senda de la humanización; a través de la apertura, de la liberación, del acompañamiento recíproco, de la redención auténtica (esa que nace del interior de cada ser humano y sólo se concreta en la realización de la interioridad de los demás seres humanos). Ello no contradice doctrinas, ni posicionamientos de instituciones religiosas o de sus autoridades, ni tradiciones; pero trasciende todo esto, pues coloca a “la verdad de Dios” únicamente a merced de algo tan frágil y, a la vez, tan poderoso, como el pétalo de una rosa blanca (para emplear esta alusión martiana). De ahí esa formulación del papa Francisco, tal vez inalcanzable, acerca de que la Iglesia puede enseñar a la sociedad cuando, a su vez, aprende ella.
Considero que la “belicosidad” de sectores cristianos (algo muy diferente a propugnar criterios, y mucho mejor si fueran argumentos) que difieren del contenido del artículo 68 se aleja: -del espíritu del Evangelio, -del diálogo y de la convivencia que demanda una nación civilizada, y -de las exigencias de una República justa y democrática. Igualmente, estimo que constituye un error y una injusticia oponerse al matrimonio igualitario. No solo porque ello no afecta al matrimonio heterosexual y no agrede a quienes opten por la familia tradicional, sino porque se trata de algo que resulta una condición humana y, a su vez, constituye una realidad sociológica. Además, este reconocimiento, y las garantías que puede ofrecer, sólo aportarían un ápice a toda la reivindicación histórica que le debemos por siglos de ultraje y de dolor.
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