El régimen cubano debe cambiar para que nazca la oposición política. Cuando hablo de cambio pienso, al menos, en una cierta permisividad de la cúpula gobernante, la misma que ha tenido con los medios independientes y las empresas privadas
Una comunicación reciente entre Roberto Veiga y yo me hizo pensar sobre lo mal preparado que está nuestro país para la democracia. Veiga solicitaba un texto donde expusiera la necesidad del diálogo entre la oposición y la sociedad civil. En breve comprendí que es tarea difícil. Si yo tratase de explicar por qué es imperiosa la cooperación entre grupos unidos por su antipatía hacia el régimen cubano terminaría adoptando la actitud de esos utopistas que dicen cómo debe ser el mundo sin detenerse a pensar si el mundo puede acomodarse a sus fantasías. Mejor empiezo por describir las cosas como son y luego trato de ver qué se puede esperar de esas realidades.
En primer lugar, la sociedad civil en Cuba es débil. El régimen socialista evitó durante décadas la formación de asociaciones independientes y, cuando no le quedó más remedio que aceptarlas, las orilló a la indigencia material y la nulidad política. La fobia del Estado a todo lo que medre fuera de su manto protector no ha desaparecido y tal vez sobreviva al propio sistema, incrustada en la mentalidad de gobernantes y gobernados. “Sociedad civil” no es lo mismo que “sociedad”: es un error utilizar ambos términos como sinónimos. “Sociedad” es coexistencia sin propósito y sin protección ante las fuerzas externas. Por el contrario, una sociedad “civilizada” es un conglomerado de grupos e individuos que se reconocen como iguales y que aspiran a convivir pacíficamente, en el goce de la libertad y la igualdad. La sociedad se “civiliza” cuando gana autonomía; por eso debería aspirar a poner distancia del Estado y el mercado. La única manera de lograrlo es organizándose, porque la organización hace las veces de muro contra el cual se estrellarían el poder político y el poder del dinero. Esto es lo que dicen los libros, pero en Cuba hay poco de todo esto. Tenemos algo así como una sociedad civil en pañales, que apenas comienza a balbucear y que todavía no conoce el significado de la palabra democracia.
En segundo lugar, en Cuba no hay una oposición política. En este punto estamos aún más atrasados. “Oposición” a secas tenemos de sobra. En redes sociales hay multitud de opositores; el 11 de julio demostró que hay descontento suficiente como para alimentar un movimiento opositor de masas; opositores hay en el Gobierno, en la burocracia, en los medios de comunicación controlados por el Partido, en las empresas, en las casas… sólo que se muerden la lengua o cambian el tema de conversación cuando olisquean el tufillo de lo políticamente incorrecto. La oposición “política” es algo más serio. La política es el arte de la dominación; hay política cuando unos hombres obedecen a otros. Hablar de política es hablar de poder y obediencia, de gente que dice cómo se hacen las cosas y gente que hace más de lo que dice, porque no tienen voz o su voz no cuenta, o apenas se toma en consideración. Hay política en el vínculo entre el patrón y el obrero, entre el padre de familia y la esposa sometida, entre el profesor y el alumno. Por eso se dice “la política está en todas partes”.
Ahora bien, ¿qué se entiende por oposición “política”? En resumen, un grupo organizado de seres humanos que aspira a ejercer cargos de mando, como sus adversarios, y a imponer sus ideas al resto de los seres humanos, pero que en determinado momento carece del poder. Como la ambición de poder es vieja como el hombre, sistemas como las democracias liberales encontraron que lo mejor era organizar la competencia para que, en principio, todos los grupos tuvieran derecho a ejercer el mando. Si un grupo ganaba el poder, sus adversarios debían esperar en actitud de respetuosa vigilancia: a esto se llama oposición política. Un sistema así necesita al menos dos requisitos para funcionar: que cada grupo reconozca al otro como un igual y que todos respeten los procedimientos creados para acceder al poder y ejercerlo. Se dice fácil, pero ha costado dos siglos expandir esa noción mínima de democracia a la mayoría de naciones occidentales. Hoy se habla de ella como si fuese una criatura deforme, pero bien mirada es un progreso innegable frente a los despotismos y arbitrariedades que asolaron a nuestros pueblos y que todavía maltratan a otras culturas.
El régimen cubano debe cambiar para que nazca la oposición política. Cuando hablo de cambio pienso, al menos, en una cierta permisividad de la cúpula gobernante, la misma que ha tenido con los medios independientes y las empresas privadas. No hace falta una nueva Constitución ni que se desplome el sistema como un castillo de naipes. Bien saben los estudiosos de la política que las instituciones y procedimientos informales también cuentan como realidades. Los dirigentes cubanos podrían tolerar algo parecido a una “oposición política” si lo quisieran, pero todo parece indicar que incluso esas migajas son demasiado para ellos. Los jefes socialistas pueden aceptar muchas cosas, pero guardan celosamente el poder político. Y hacen bien. Más de un Estado despótico ha caído cuando su élite, en un arranque de generosidad suicida, dio voz y voto a los súbditos. Así ocurrió en la China de principios del siglo XX y en la Rusia de Gorbachov.
Para los opositores estos cambios son necesarios; diría más: indispensables. Mientras la casta gobernante se mantenga en sus trece serán combatidos y perseguidos tanto como sea necesario. La disparidad de fuerza es enorme y se agranda con la inexperiencia de los grupos disidentes. En efecto, las organizaciones opositoras nunca han mandado sobre conglomerados humanos ni han competido por el poder, por lo que ignoran las responsabilidades de gobierno, el arte de hacer alianzas y de seducir votantes. La impotencia y la inexperiencia han conducido a salidas desesperadas y discursos irreales, que tienen escaso efecto sobre la población y el sistema mismo. Todo parece indicar que primero deben ocurrir ciertos cambios institucionales para que los inconformes puedan incidir sobre el poder, y no al revés. Sólo entonces podremos hablar de oposición política.
Ahora se entiende por qué hablar de diálogo entre oposición y sociedad civil resulta casi como describir un mundo sin motores de combustión o la economía política del comunismo: es hablar de cosas que no existen o que están en los libros. Pero hay signos de esperanza: el 11 de julio es uno de ellos. En un texto anterior expresé mi escepticismo sobre la capacidad redentora de esa movilización y sobre el optimismo exagerado que generó entre intelectuales, activistas y ciudadanos. Con todo, va siendo tiempo de que los grupos e individuos interesados en el cambio se adentren en el continente de la política, para que la historia no los tome desprevenidos. La coordinación entre ellos tal vez no produzca cambios de envergadura, pero es un paso en el proceso de aprendizaje que se deben a sí misma la sociedad civil y la disidencia, si desean convertirse en verdadera fuerza política.
Lo primero es entender que los seres humanos no dialogan por naturaleza, sino porque están obligados a ponerse de acuerdo sobre ciertas cosas. En política hablar interminablemente es perder el tiempo: se habla para tomar decisiones. En cierto punto, deben callar las lenguas y hablar los hechos. Extender las negociaciones hasta el infinito porque algunos de mis intereses no fueron tomados en cuenta es una actitud infantil e irresponsable. Hay que hacer acopio de humildad y autocontención cuando se negocia, y aprender a ceder. Las instituciones liberales inducen este tipo de comportamiento en los individuos al enfrentarlos unos a otros, esta élite contra aquella, el poder judicial contra el presidente, el parlamentario de un distrito obrero ante sus electores, por eso los pueblos y las clases políticas que viven bajo su égida saben negociar y establecer alianzas. Como nunca se nos obligó a otra cosa, los cubanos estamos acostumbrados a hacer berrinches en público cuando deberíamos ponernos de acuerdo. Eso sí, aprendimos a vivir en un estado de constante excitación ideológica, una actitud que muchos conservan a pesar de cambiar a Fidel Castro por Donald Trump. Se prefiere la proximidad a gente de ideas similares a las nuestras que la convivencia con el otro; todo se mira a través del cristal del combate, que es espejo de nuestra ceguera íntima. Vamos mal encaminados. La moralización de la política es un error y una actitud suicida. Un error, porque la política no es una continuación de la ética por otros medios, sino una experiencia humana con su propia ética. Y una actitud suicida porque aísla a quien la cultiva. Si los dueños de empresas, los partidos de izquierda y los sindicatos no hubiesen pactado tras la Segunda Guerra Mundial, tal vez Europa jamás habría conocido el Estado de Bienestar. Sin la unión de la democracia-cristiana y la izquierda, Chile no habría podido sostenerse tras la derrota electoral de Pinochet. La historia está llena de pactos y alianzas de ocasión. A veces, hay que poner a un lado las rivalidades y aprender a distinguir lo primordial de lo secundario. Una dosis saludable de relativismo, de duda sobre las creencias propias, es indispensable para vivir civilizadamente y para establecer vínculos con otras fuerzas políticas.
Así como tengo dudas sobre la disposición de nuestro pueblo para la democracia, también las albergo sobre el talante de la oposición para negociar y crear organizaciones políticas duraderas. Pero estoy convencido de que sin ellas no tendrá oportunidad de disputar el poder a los sucesores de los Castro, que saldrán de la burocracia y del estamento militar y empresarial. Uno de los secretos para gobernar durante 60 años sin preocuparse de que la obra propia sea derribada por los advenedizos reside en privar a los individuos de la fuerza del número al convertirlos en seres indefensos ante el Leviatán. Los regímenes totalitarios brindan una sola forma de organización, el Estado, y destruyen las otras, porque en ellas reside la semilla del cambio. Por tanto, la transición hacia la democracia, si es que algún día llega, comienza por crear las instituciones que la sostendrán en el futuro. Nadie espere milagros de esta obra: la democracia es una criatura histórica, necesita de tiempo y atención. Las naciones occidentales tardaron siglos en levantar esos monumentos políticos cuya estampa nos fascina e invita a la imitación. Pero si sembramos a tiempo es probable que la semilla de la libertad y la igualdad retoñe entre los guijarros del despotismo.
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