Aspiro a una democracia política donde sea posible el mayor ejercicio de la soberanía ciudadana, con una intensísima interacción entre mandantes y mandatarios, ya sean de una u otra rama del poder público, con la existencia de varias fuerzas políticas y normas que exijan la rotación en el poder, con un entramado de instituciones del Estado que disfruten de la autonomía necesaria y se exijan el control y la cooperación debidos. Todo esto en el marco de una constitución que “imponga” la libertad responsable y la justicia suficiente, el progreso deseado y la fraternidad posible, el diálogo imprescindible y el consenso vital.
Por Roberto Veiga González
Lea la Presentación para un diálogo que introduce cinco textos, del cual este es parte, de los juristas Julio César Guanche y Roberto Veiga González acontecido durante el año 2008.
I
En el trabajo Por un consenso para la democracia (en diálogo con Roberto Veiga) Julio César Guanche afirma que poseo reticencia para aceptar que mis sugerencias, acerca de la democracia, son ideológicas y que esto tiene su fundamento en una confusión personal. Es cierto que poseo cierto prejuicio hacia lo ideológico, pues sostengo que se debe poseer un conjunto de principios, fundamentos e ideales, capaces de sostener el cuerpo de criterios a partir del cual actuamos en sociedad; sin embargo, siento temor cuando ese cuerpo de opiniones pretende suponer que constituye un entendimiento universal y absoluto, y por tanto definitivo y superior.
No es posible negar que las ideologías tienden hacia ese pecado de soberbia. Esto me disgusta y preocupa, porque ello puede deteriorar la convivencia y el consenso, la democracia y la justicia, la libertad y la igualdad.
No obstante, comprendo que la existencia de las ideologías es una consecuencia de la libertad humana, imprescindible para la realización personal y comunitaria. También entiendo que eso a lo cual llamo “pecado de soberbia” es igualmente natural, porque responde a nuestra imperfección humana.
Por eso, estoy feliz de aceptar la existencia de las ideologías, sólo que lo hago convencido de la necesidad de trabajar para que ellas puedan reconocerse y relacionarse, nutrirse mutuamente y llegar a cooperar en la consecución de una sociedad cada vez más justa. Este criterio, opino, no rehúsa la democracia, sino que incorpora un elemento de armonía capaz de conducir la tensión entre ideologías y líneas políticas, por senderos democráticos que tributen a la justicia y no al mero egoísmo y a los intereses de unos o de otros.
II
Por otro lado, afirma el autor que en Cuba existe una extensa zona de la cultura política que es calificable de liberal, pero que muy pocos se muestran explícitamente como tales. Sobre este criterio deseo señalar que, a partir de mi experiencia, puedo constatar la existencia de una inclinación hacia lo liberal, que tiene su fundamento en cierto pragmatismo social y en la urgencia por resolver muchísimas de las demandas del pueblo. Sin embargo, no he conseguido encontrar cubanos, residentes en la Isla o en la diáspora, con un pensamiento social y político, profundo y amplio, que se sostenga sobre columnas liberales –excepto el destacado intelectual Rafael Rojas, quien parece preferir una especie de liberalismo con preocupaciones sociales-. Aquellos llamados a crear ese cuerpo de ideas han malgastado su potencial ejerciendo una simple critica que muchísimas veces puede ser grotesca y banal.
Pienso que esa corriente ideológica, reconocida como exponente de la derecha política, así como alguna otra capaz de ubicarse al centro del espectro político, tienen derecho a existir en Cuba. Es más, opino que el país lo necesita. Sin embargo, hasta ahora, en nuestra realidad solo es perceptible el desarrollo de la izquierda política. Existe, y eso me consta, todo un conjunto de nacionales, con una destacada presencia de jóvenes, que han profundizado y ampliado, con una solidez admirable, un renovado pensamiento de izquierda, fundamentado en ideales de libertad y justicia, democracia y soberanía. Quizá esta realidad aún se hace poco visible para el ciudadano común, pero ya late en las entrañas de la Isla.
III
Estoy muy satisfecho con esta nueva reflexión de Julio César Guanche, pues en su empeño por lograr consensos realiza dos propuestas importantísimas.
La primera, encaminada a procurar mi anhelada neutralidad del Estado. Para ello invita a colocar el tema de los derechos fundamentales como clave del desempeño político-estatal de todas las partes, de todas las ideologías. El objetivo del Estado, sostiene, sería cumplir “fines (ideológicos) comunes” por medio de la realización del universo de derechos establecidos, así como a través del compromiso por continuar ampliándolos. Esto es precisamente lo que deseo cuando sugiero la finalidad metapolítica del Estado, o sea, que no se imponga la expresión de una visión política única, para que puedan tener cabida todas las que logren existir, y se “imponga” un objetivo supremo esencialmente humano-trascendente.
La segunda propuesta que valoro muchísimo, y constituye una respuesta a mi exaltación de la democracia como procedimiento, consiste en hacer avanzar la misma como un único conjunto integral de formas y contenidos. Mantengo mi supervaloración por los procedimientos, porque en ellos se juega –parcialmente- la garantía del desempeño democrático; digo parcialmente, porque las reglas pudieran estar muy claras, pero no acatarse. Sin embargo, coincido en que el procedimiento, por decisivo que sea, no es la finalidad última de la democracia. Esta, su propósito final, ha de ser el contenido, que en mi opinión consistiría en garantizar el funcionamiento de los espacios y normas, instituciones y autoridades, necesarios para conseguir la realización del universo de derechos de la persona humana.
IV
Mi satisfacción pudiera ser completa –pese a muchas otras divergencias que podrían mantenerse entre nosotros- si Guanche no hubiera persistido en que aun cuando sea posible la convivencia política entre sistemas de creencias sustantivamente diferentes, uno sólo de esos sistemas –de modo necesario- debe poseer el poder de decisión.
Este criterio del autor puede estar muy relacionado con esa suspicacia suya para con los consensos y las intenciones de quienes están llamados a lograrlos, así como acerca de los medios para conseguirlos. Desde una visión que tal vez sea muy ideológica, en el sentido negativo señalado al inicio de este artículo, asegura que muchas tradiciones políticas se presentan como democráticas, pero realmente defienden órdenes despóticos. Desde este mismo criterio sugiere que es difícil encontrar, en muchas de estas tradiciones, la posibilidad de que las decisiones sean tomadas democráticamente y sirvan para aliviar la tragedia humana y sostener la esperanza. En tal sentido, también advierte que la democracia necesita el consenso, pero hay consensos que no conducen a ella.
Puede tener muchas razones para poseer estas inquietudes, que en alguna medida comparto. Sin embargo, esas posibles verdades no invalidan mi propuesta de una democracia basada en los consensos y jamás en el poder de decisión de uno sólo de los sistemas de creencias que existan en la sociedad.
El poder de decisión debe estar compartido por todos los sistemas de criterios que concurran en el país –por supuesto que de manera proporcional a la fuerza real que sustente cada uno-. Quien posea la mayoría de la representación nacional –como es lógico- deberá gozar de una mayor influencia en la toma de decisiones, pero éstas habrán de estar -en nombre de la democracia y de la justicia- mediadas por las aspiraciones de quienes piensan diferentes, incluso las de aquellos sobre los cuales podemos tener sospechas (pues son seres humanos, parte de la nación, y por tanto deben contar). Por otro lado, debo precisar, este proceso encaminado a lograr consensos, además de convocar a todas las partes, ha de ser también muy democrático, para lograr la participación de todos los niveles de cada una de ellas, pues esa será la mejor manera de que realmente la democracia alivie la tragedia humana y sostenga la esperanza.
El medio que propongo para alcanzar dichos consensos, lo cual con mucha razón le preocupa a Guanche porque –como él afirma- condiciona los fines, es precisamente la participación de todos en un diálogo que se sustente en la responsabilidad y la altura de espíritu de cada ciudadano y de cada una de las partes de la sociedad. Esto, lo comprendo, puede ser difícil, pero hay que procurarlo si pretendemos que la democracia tenga como fundamento y fin a la justicia. Es por ello que señalé en párrafos anteriores la necesidad de incorpora a la democracia un elemento de armonía capaz de conducir la tensión entre ideologías y líneas políticas, por senderos de justicia para todos.
Con mucho respeto le pido a Guanche que siga meditando sobre este aspecto del tema y analice hasta dónde puede hacerle concesiones a mi criterio.
V
Sólo dos aclaraciones más deseo hacer al autor. La primera está relacionada con su afirmación acerca de que presento las instituciones políticas desligadas de su historia. En tal sentido, debo reconocer la posibilidad de apreciar que cometo esa ingenuidad, pero también he de aclarar que no es así. Cuando analizo las instituciones políticas estudio su historia y con ello experimento todo un entramado de vicios y potencialidades que pueden imponerse en el desempeño de las mismas. Sin embargo, cuando voy a hacer propuestas tiendo a valorar mucho más sus objetivos y fines, para desde aquí intentar convertir en solubles aquellos vicios históricos que perturban el quehacer de estas instituciones.
Pienso que se hace imprescindible intentar trascender la experiencia, pues no tiene por qué existir una especie de fatalismo histórico. La persona humana tiene en sus manos el futuro. Si poseemos claridad sobre los objetivos y fines más auténticos y nobles de las instituciones políticas, entonces podremos hacerlas cada vez mejores y más fieles a su mayor responsabilidad: servir como instrumentos para realizar la dignidad de cada ser humano –con todo lo que esto implica, incluso en materia de democracia-.
La otra precisión que debo realizar está relacionada con el uso del concepto de soberanía nacional. Cuando empleo esta terminología no me refiero a esa interpretación, que en mi opinión expresa una incoherencia, que desea proponer que el representante electo por la comunidad siempre y únicamente ha de representar –supuestamente- los intereses nacionales, sin un vínculo jurídico- político directo con sus electores. Mis criterios se aproximan muchísimo a la concepción denominada soberanía popular, que aspira a un representante en interacción con los electores, a quienes finalmente debe obediencia. Prefiero esta propuesta, aunque reconozco que el representante también puede tener compromisos con la asociación que lo postuló y alguna dosis de autonomía para poder ser consecuente con su conciencia.
Cuando propongo que la soberanía sea estimada como nacional, tengo en cuenta el criterio filosófico de que el pueblo está integrado únicamente por quienes residen en el territorio del país y la nación es mucho más, porque incluye igualmente a aquellos establecidos en otras partes del mundo. Pienso que los naturales de una nación, residan donde residan, deben conservar en el país de origen su cuota de soberanía y las más amplias garantías para el desempeño de la responsabilidad ciudadana. En nuestro caso, esto es sumamente importante y sensible, pues somos una nación con una diáspora bastante amplia.
Aspiro a una democracia política donde sea posible el mayor ejercicio de la soberanía ciudadana, con una intensísima interacción entre mandantes y mandatarios, ya sean de una u otra rama del poder público, con la existencia de varias fuerzas políticas y normas que exijan la rotación en el poder, con un entramado de instituciones del Estado que disfruten de la autonomía necesaria y se exijan el control y la cooperación debidos. Todo esto en el marco de una constitución que “imponga” la libertad responsable y la justicia suficiente, el progreso deseado y la fraternidad posible, el diálogo imprescindible y el consenso vital.
Una democracia que, en el marco de estos principios constitucionales, promueva igualmente una cultura y una educación abiertas, pero respetuosas, una amplísima posibilidad de relaciones civiles, un intenso entramado de asociaciones sociales de todo tipo, y una economía con todo el mercado posible y el necesario control del Estado. Esto último, o sea, la economía, basada en una multiplicidad de formas de propiedad, donde puedan convivir la estatal, la cooperativa, la privada -tanto pequeña como mediana-, así como la mixta; con la exigencia para todas de cumplir cabalmente un profundo compromiso social.
Tenemos el compromiso de continuar analizando cómo institucionalizar todas estas aspiraciones.
VI
Al igual que Guanche, prefiero terminar aquí y no pretender decir todo lo que puedo. Deseo agradecerle este diálogo respetuoso que intenta deliberar acerca de argumentos y rechaza todo exabrupto. Quiero, además, convidar a otros para que se incorporen a este diálogo acerca de la democracia, siempre que lo hagan desde el respeto y el compromiso con el presente y el futuro de Cuba.
SOBRE LOS AUTORES
( 333 Artículos publicados )
Reciba nuestra newsletter