Democratizar Cuba exigirá un cambio político sólido y perdurable; renuncia a cualquier tentación revanchista y ventaja sobre otros, apostando por la construcción y consolidación de un Estado de Derecho; y diálogo entre diferentes actores, incluidos contrapuestos, y una política económica que genere riqueza y bienestar, con fórmulas de justicia redistributiva.
La acción política debe estar presidida por la sensatez y la agilidad al mismo tiempo porque el tiempo de la espera, de la próxima esperanza anunciada y postergada, está agotado y la democracia debe ser siempre certeza feliz y capacidad de servir a los gobernados.
El viejo orden debe ser sustituido por un escenario de libertad, riqueza, justicia y solidaridad; cualquier otro atajo o retardo, aun parcial, demeritará la calidad de la democracia a construir entre la mayoría de los cubanos.
Durante décadas, el poder consiguió legitimarse interna y externamente mediante la confrontación con Estados Unidos -buscada con ahínco por sus protagonistas- circunstancia que obliga a un nuevo orden que recoloque el conflicto en su dimensión real, gobierno-cubanos; sin dejar de tener en cuenta las ventajas de ser vecino del mercado más dinámico del mundo, donde residen casi dos millones de cubanos, con representación en la política, la economía y la sociedad estadounidense.
La democratización de Cuba debe contar con un calibrado acompañamiento internacional que respete la autonomía de sus actores políticos y genere una dinámica de colaboración efectiva, que asuma la gravedad de la crisis y, sobre todo, la necesidad que tienen los cubanos de percibir frutos democráticos en plazo razonable.
El 11J marcó el estreno del pueblo uniformado en la represión del pueblo que exige libertad y pan y evidenció notables carencias políticas e institucionales en los herederos políticos de Fidel y Raúl Castro y el descoloque de la oposición tradicional, aun sin reflejos para capitalizar la rebelión.
Una tendencia que arrancó con las acciones de los movimientos San Isidro y 27N, representativos del profundo malestar y voluntad de cambio que anida en la sociedad cubana, dividida entre una élite extractiva y empobrecidos en diferentes escalas.
San Isidro y el 11J son los mayores ejemplos del fracaso de una política de construcción de la pobreza como herramienta de control político, disfrazada de austeridad jesuítica; mientras que el 27N y Archipiélago simbolizan la pujanza del sector renovador de la ciudad letrada cubana.
La dictadura ya no puede esgrimir sus aparenciales votos de pobreza ni asegurar que la intelectualidad apoya sus desvaríos políticos, institucionales, jurídicos y económicos, porque una amplia representación de empobrecidos y creadores no se siente identificada con la minoría gobernante.
Agotado el discurso oficial por demagógico y decadente, la narrativa predominante en Cuba pasa por el cambio hacia la democratización, que siente las bases de una reconciliación nacional definitiva, basada en la justicia y la igualdad de oportunidades.
Y prefigurar este escenario, exige una clara voluntad y acción políticas, que ponga a los cubanos en el centro de la estrategia democratizadora, bajo el principio de que solo estarán excluidos quienes pretendan excluir a otros demócratas y enjuiciando -con las máximas garantías- a los responsables del destrozo de Cuba.
La política y la justicia democráticas deben formar tándem a favor de Cuba, estableciendo criterios sancionadores en correspondencia con el nivel de responsabilidad de cada juzgado en el desastre de la nación.
Cuba acumula déficits democráticos y de demócratas desde 1952 y el castrismo agravó los males totalitarios con la exacerbación oportunistas de egos, violencia e imposición de un monólogo totalitario, pero cambiante en función de las carencias y necesidades del máximo líder, que se impuso con la aquiescencia suicida de millones de cubanos.
Por tanto, Cuba debe construir su democracia sin apenas demócratas y con un daño antropológico notable en la mayoría de los ciudadanos, que constatan diariamente el fracaso del castrismo, pero no todos saben que la democracia es un ejercicio permanente que exige lo mejor de cada individuo.
Suplantar la imposición por la negociación; la consigna por la duda y la violencia por la solidaridad implica un cambio trascendental en la memoria colectiva y solo será posible con notables dosis de convicción democrática de los opositores y activistas de la sociedad civil, interactuando cívicamente con su entorno, pares y la sociedad.
Los nuevos actores políticos y sociales deben contar además con la dificultad terrible de la pobreza y el desamparo que sufren muchos cubanos, desconfiados de cualquier discurso y sabiendo que no deben esperar nada de un gobierno que impuso la dolarización de la economía en el peor momento posible y que ha sido exitoso en el ahondamiento de la pobreza, desigualdad y humillación de los ciudadanos; pero angustiados por la incertidumbre futura.
La indefensión aprendida y la socialización de la cultura de la pobreza -presente incluso en no pocos emigrados recién llegados a la democracia y la prosperidad- obligan que la democratización de Cuba vaya acompañada por la consolidación de espacios de prosperidad que eleven a la mayoría de los cubanos a la condición de ciudadanos y conjuren los peligros revanchistas, sedimentados en años de frustración e ira.
Tarea que se antoja ciclópea porque la destrucción socioeconómica, incluidas la salud y la educación, alcanza todos los rincones de Cuba, donde muchas familias viven la angustia permanente de comer o vestirse, atender a sus enfermos o comprar un par de zapatos, contratar a un maestro repasador o tomar café.
El comunismo -ahora disfrazado de socialismo del siglo XXI- necesita una cuota notable de pobres para intentar ganar en las urnas y luego desmantelar el Estado de Derecho, del que se sirvieron para llegar al poder; como ocurrió en Venezuela.
Por tanto, no habrá democracia sin riqueza y bienestar, sin la protección de los más empobrecidos y sin el establecimiento de igualdad de oportunidades, en función de capacidad y mérito y nunca más por lealtad ideológica real o fingida.
La elefantiásica burocracia castrista será enemiga enconada del cambio porque implicará perder rentables beneficios, como sobornos y prebendas: y los demócratas no deben caer en el error de creer que -abolidas las maquinarias totalitarias del partido comunista y sus satélites- habrá derrotado al burocratismo.
Y todo ello debe hacerse en un plazo razonable de tiempo que evite el desánimo y la desconfianza de los ciudadanos; caldos de cultivo ideales para el castrismo residual que siempre apostará porque antes se vivía mejor y no renunciará a volver al poder con nuevo rostro, bandera y eslogan electoral.
Y los demócratas no deben subestimar ese peligro porque Cuba tiene una población longeva, ha padecido décadas de dictadura comunista, con reflejos hasta en el habla coloquial de muchos cubanos, habituados a responsabilizar a los líderes con los éxitos y a socializar los fracasos, aunque rueden algunas cabezas intermedias para aliviar a los dolientes perpetuos.
Sin justicia y reconciliación no habrá democracia, pero sin una voluntad política clara y contundente frente al totalitarismo y una estrategia económica ágil y justa, tampoco.
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