Por Roberto Veiga González
Las personas poseen una dimensión individual y otra social que se expresan al unísono, lo cual impacta las relaciones sociales. Ello demanda un marco/horizonte a modo de un conjunto de espacios y normas e instituciones y autoridades necesarias para garantizar un orden social y la participación de todos en su conformación constante. A esto último llaman Estado y esa sería su funcionalidad.
Sin embargo, cabe destacar que la autoridad y poder del Estado deben sostenerse en premisas compartidas por la mayoría. Sólo entonces las constituciones y leyes son legítimas; y la potencialidad de coacción resulta a favor del bien público, en aras de evitar perjuicios a la sociedad.
Asimismo, a cualquier Estado le resulta difícil mantener la prevalencia de las premisas compartidas por la mayoría porque todo acontece en medio de tensiones y conflictos sociales de múltiples tipos, que suelen inclinarlo a favor de unos intereses y en perjuicio de otros. Ello exige un Estado democrático capaz de maximizar los consensos y minimizar las contradicciones.
Del mismo modo, este propio Estado democrático debe someterse al imperio de la constitución y las leyes, donde son expresadas esas premisas compartidas por la mayoría. Incluso, la coacción del poder -facultad de hacer obedecer a través de una “amenaza verosímil” capaz de ejecutarse sobre un número considerable de ciudadanos que rehúse acatar- debe orientarse hacia los fines superiores de libertad, igualdad, seguridad, bienestar y otros valores. Por esto, a su vez, el Estado debe poseer controles propios y sociales, capaces de obligarlo a someterse a tales finalidades.
O sea, la coacción en el Estado democrático tiene la finalidad de proteger las leyes y la convivencia cuando fuere indispensable; por supuesto, dentro de los límites que impone las condiciones históricas y el avance de la libertad, el bienestar y la justicia. Lo cual disfruta de aceptación porque sería ilógico escoger un Estado democrático y no estar dispuesto al acatamiento de sus leyes, ya que el propio proceso democrático presupone un conjunto de derechos legales y también un conjunto correlativo de deberes, es decir, obligaciones que sustentan los derechos.
No obstante, en un Estado democrático también debe resultar factible el desacuerdo con determinadas normas jurídicas y las realidades que estas expresan, pues cualquiera las puede considerar contrarias a su cosmovisión individual -incluso ética-. En estos casos el individuo no puede vulnerarlas y afectar a otros, pero sí debe disfrutar del derecho a no quedar obligado en su dimensión individual; la cual sólo podría sufrir coacción del Estado si delinquiera al respecto.
Igualmente, si el desacuerdo fuera de amplios sectores, la democracia debe facilitar instrumentos para un consenso, puesto que el Estado debe propiciar la reproducción continua de las premisas compartidas por la mayoría. Estas, sobre todo estas, son el mejor sostén del Estado y de su capacidad política, y los cimientos de una convivencia plural capaz de alcanzar bienestar con libertad.
Resulta importante comprender lo anterior porque el ámbito de los valores no está dominado por una finalidad única y absoluta, pues constituye un universo pluralista; la autonomía moral no es una constante, sino una variable, no es un todo o nada; y el consentimiento no es algo incondicional e irrevocable, sino solo algo contingente.
Ningún orden establecido puede ser ideal por las propias complejidades humanas; las que además siempre acontecen por medio de tensiones y conflictos entre lo individual y lo público o entre el Estado instituido y las premisas compartidas por la mayoría, etcétera. Sólo el Estado democrático puede viabilizar que las dificultades -a veces lamentables- no quebranten las aspiraciones compartidas de cada momento y sostengan el rumbo -a veces espinoso- hacia el bienestar en libertad. De seguro los beneficios del Estado democrático pueden exceder sus costos.
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