Algunos estiman que con sólo decir lo «aparentemente» opuesto a ese gobierno y ese sistema, ya asumen una posición política y moral correcta. Sobre estos, lamentablemente, se puede argumentar que son una clase de rehenes, muy útiles al mantenimiento del estatus quo, que de tan convencidos ni cuenta se dan.
Considero legítimas todas las posiciones políticas, con independencia de si coincida o no; sin embargo, a partir de ahí me acerco o tomó distancia de cada una de ellas. Además, siempre prefiero aquellas que, siguiendo determinados principios ajustados al Derecho en general y al Derecho internacional, están exentas de ambigüedad, es decir, carecen del «sí, pero no».
Comprendo que existen, con legitimidad, argumentos atendibles y razones –aunque en muchos casos estas últimas son más emocionales que prácticas–, para el origen y establecimiento de las medidas implementadas por la administración estadounidense hacia Cuba, las que constituyen la piedra angular de su política exterior hacia la Isla. Pero a la vez comprendo que algunas de esas razones dañan a quienes se dice defender y, por ende, colocan a sus protagonistas de espaldas al sujeto sobre el que buscan incidir, en este caso, al pueblo cubano, al ciudadano de a pie.
Por ese motivo igualmente existen muchos argumentos para su eliminación; incluidos los prácticos, los políticos, los humanos, de conveniencia, además de lo que dicta el Derecho.
Es indudable que después de 63 años siguiendo esas mismas disposiciones y obteniendo una realidad cada día más oscura y lamentable, ellas han contribuido a un futuro de avance y progreso casi imposible.
Esta cuestión, además, va mucho más allá de «embargo sí, embargo no, embargo más o menos», pues resulta un tema intrínseco a la soberanía de cada cubano y no sólo relativa a un Estado como el cubano.
Si el «embargo» sólo perjudicara al Estado cubano tal vez cualquiera podría consentirlo porque ese sistema merece tanto y más. Pero los cubanos, al menos la inmensa mayoría, no somos el Estado cubano, y mucho menos aquellos que están por nacer.
Quienes crean que este asunto es sólo el «circo» que habitualmente vemos entre Washington y La Habana, considero humildemente que se equivocan –muy profundamente–. Tales disposiciones van a la raíz del nacimiento de una nación y seguirán pesando desmedidamente sobre cualquiera que sea el futuro del país, bajo el gobierno que sea.
Sin dudas Estados Unidos defiende intereses, sus intereses. En tal sentido, los mejores intereses de Cuba no tienen que legislarse desde Oklahoma, Miami o Houston –ni antes ni hoy ni mañana–. Y lamentablemente esa es la propensión de los legisladores norteamericanos hacia Cuba y los cubanos, y acá la práctica se convierte en norma.
Defender el interés de los nacionales cubanos es una pulseada en la que debemos ejercitarnos. Que el Estado cubano actual aparezca como variable no quiere decir que estemos asumiendo los mandatos o el lenguaje del PCC, sino al revés. La lucha por la libertad implica despojarse de todo aquello que nos convierta en rehenes, en ciudadanos con pocos o cuestionados derechos, y en preguntarnos constantemente por qué y para qué luchamos.
Algunos estiman que con sólo decir lo «aparentemente» opuesto a ese gobierno y ese sistema, ya asumen una posición política y moral correcta. Sobre estos, lamentablemente, se puede argumentar que son una clase de rehenes, muy útiles al mantenimiento del estatus quo, que de tan convencidos ni cuenta se dan.
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