Una democracia, no importa su tesitura, implica elecciones libres y un amplio abanico de libertades sin las cuales sería imposible gozar de todos los beneficios que ofrece este régimen político.
Las repúblicas modernas nacieron antes de que los derechos humanos se convirtieran en baluarte de las relaciones internacionales y la cultura política contemporánea. Apenas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial las naciones más poderosas del mundo coincidieron en la necesidad de fundar la convivencia en principios de orden superior al capricho de los más poderosos, un anhelo antiguo de la humanidad. La Declaración Universal de los Derechos Humanos convirtió en norma esa aspiración pretérita. Respetada solo en parte y a regañadientes, el significado de ese famoso documento sigue siendo palabra prometida. Con todo, el influjo de los derechos humanos ha transformado el vocabulario de la comunicación política. Hoy día incluso las violaciones de los derechos humanos deben hacerse en nombre suyo, así como los autócratas del presente saben que toda dictadura debe justificarse en razón de una democracia «mejor».
Pero también cambió nuestra concepción de la justicia. La doctrina de los derechos humanos quiere asegurar a la humanidad un escudo contra los vaivenes de la política y la historia. Todos sabemos que los estados cambian, que las leyes dan paso a otras indicaciones de fuerza coactiva, que los conflictos entre los grupos y los individuos transforman nuestro juicio del bien. Durante décadas, muchas de las reformas que constituyen motivo de orgullo para las naciones se hicieron en nombre del «progreso» y del «futuro». Poco importa cuál era el contenido de esas dos palabras para quienes defendían esos cambios; lo cierto es que esas creencias movilizaron a millones de personas. Gracias a la fe en el progreso, por ejemplo, muchos países pueden ufanarse de contar con sistemas de salud universales o de haber instituido el matrimonio igualitario. Sin embargo, en la actualidad es evidente que la historia, la diosa ante la que los militantes del progreso hincaban la rodilla, no tiene partido. Los cambios históricos han venido a destruir muchas de las ilusiones y las realidades del progreso: se multiplican los grupos que piden el fin del matrimonio igualitario, la protección de los migrantes, la igualdad de género; los estados de bienestar sufren derrotas ante los defensores del libre mercado; la crisis medioambiental pone en entredicho la idea misma de progreso.
La solución a todos estos problemas parece ser una especie de «conservadurismo con buenas intenciones»: convertir en instituciones inviolables todo aquello que consideramos indispensable para la vida civilizada con la esperanza de que nadie pueda destruirlo. Curiosa inversión: en nombre del progreso, se lo limita y se lo impide. Porque, a decir verdad, progreso es cambio hacia un fin que juzgamos mejor, pero solo porque así lo creemos. Otras personas, con opiniones distintas a la nuestra, bien pueden creer que hay fines incluso mejores. Por ejemplo, para los libertarios como Milei, «progreso» significa acabar con el Estado. ¿Quién tiene razón? Caben dos respuestas a esta pregunta. La primera es considerar como derechos humanos todas las creencias de la humanidad, lo que condena la doctrina a la incoherencia: el derecho a matar no puede convivir con el derecho a la vida. La segunda, señalar como derechos humanos solo las ideas de algunas personas. Evidentemente, cuando hablamos de derechos humanos a nadie se le ocurre pensar en las ideas de Trump, Milei y sus seguidores, por consiguiente, resulta claro que por derechos humanos entendemos lo que un grupo muy reducido alguna vez definió como tal. ¿Cuál es ese grupo? Probablemente, el de los políticos más influyentes del mundo occidental y los intelectuales que trabajan para ellos o comparten sus ideas. Nada nuevo bajo el sol.
A estos embrollos nos lleva la doctrina de los derechos humanos. Por supuesto, resulta casi innecesario advertir que la utilizamos a conveniencia, para llenarla con el significado que nos conviene. En la disputa por el poder, nadie respeta la esencia de los significados y cuando lo hace, se debe a que le conviene más que a compromisos de principio. Los derechos humanos son un significante vacío que se llena con el contenido que le adjudican los contendientes en la lid política; el punto crucial es saber qué contenido queremos darle, es decir, a qué grupo pertenecemos y cuáles son nuestros intereses.
La invocación de los derechos humanos en la lucha política en Cuba tiene fines claros. En primer lugar, es un signo de distinción: como al gobierno de la isla parece no interesarle el lenguaje de los derechos humanos, sus detractores lo hacen suyo para poner distancia entre ellos y la cúpula dirigente. En segundo lugar, es un guiño a fuerzas políticas internacionales que sí utilizan el lenguaje y que, por tanto, saben identificar quiénes son sus posibles aliados dentro de la comunidad cubana. En tercer lugar, es vehículo de comunicación pública: llamamos «derechos humanos» a aquellos reclamos que consideramos indispensables para el futuro de la nación. Y ya se cuentan por decenas: desde un sistema eficiente de alcantarillado hasta el reconocimiento del pluralismo político. No todos pueden justificarse desde la óptica de los derechos humanos; por eso dejaré en manos de los especialistas un asunto tan delicado y me concentraré en lo que conozco: la política.
Democracia y derechos humanos
La democracia es el sistema de gobierno al que parecen aspirar todos los defensores de derechos humanos en Cuba. Pero al término «democracia” le ocurre lo mismo que al de «derechos humanos»: cada quien lo define a conveniencia. En la teoría democrática moderna, especialmente la que se utiliza con fines comparativos, hay tres grandes «familias» de democracia. Siguiendo la estela de Joseph Schumpeter, la primera considera que la democracia es un régimen político donde «partidos» o «élites» compiten por el voto libre de los ciudadanos. La segunda aprueba dicha interpretación, pero agrega que el poder instituido por medio de la competición electoral debe estar limitado por los propios ciudadanos organizados libremente. La «poliarquía» de Robert Dahl es el sistema que mejor se acomoda a este razonamiento. La tercera y última aprueba en todo lo que se dijo antes, pero asegura que la organización ciudadana es método de control insuficiente. El mejor aparato de vigilancia del poder democrático es una constitución que discipline el comportamiento de los representantes electos a través de la división de poderes. A esto se conoce como «democracia constitucional».
Para entendernos en lo que sigue, defino democracia como poliarquía, siguiendo a Robert Dahl. Una poliarquía es un sistema político con un mecanismo de institución y otro de control del poder. Todo sistema de gobierno debe poseer ambos porque, como bien dijo Madison, «al organizar un gobierno la gran dificultad estriba en esto: hay que capacitar al gobierno para mandar sobre los gobernados, y luego [hay que] obligarlo a que se regule a sí mismo». El mecanismo de institución crea la legitimidad del poder; al observarlo podemos identificar la manera en la que los gobernados acceden, explícita o tácitamente, a supeditarse a un grupo de personas que tienen potestad sobre sus vidas (gobierno). El mecanismo de control limita la cantidad y tipo de decisiones que un gobierno puede tomar; en última instancia, limita el poder del gobierno, porque no puede hacer lo que desee, sino aquello que le permiten.
El sistema de institución del poder en una poliarquía son las elecciones. Por medio de elecciones, los ciudadanos crean el gobierno y acceden a ser gobernados por el mismo. Pero el gobierno instituido en elecciones domina sobre la sociedad de modo limitado, porque entre elección y elección no puede hacer lo que desee, sino aquello que consienten los ciudadanos organizados en partidos. En este texto considero como «partidos” a organizaciones jerárquicamente estructuradas donde una élite tiene el monopolio de la representación política y trata de mantener una afluencia constante de votos a través de conexiones ideológicas o pragmáticas con los ciudadanos. Los partidos son el sistema de control del poder en una poliarquía: forman la oposición al poder oficial. Entonces, una poliarquía es un sistema con elecciones y partidos; dicho rápido y sin honduras: con gobierno electo y oposición política. El lector seguramente encontrará muy razonables estos argumentos, pero puede preguntarse: ¿cuál es su relación con los derechos humanos?
Para que un sistema de este tipo sea viable necesita que los actores políticos reconozcan, al menos, dos grupos de derechos humanos: el derecho de seleccionar a los gobernantes y el derecho de oponerse a sus decisiones. El primero garantiza la institución del poder por vía democrática y, el segundo, su control. Todos los regímenes autoritarios, dictatoriales y totalitarios se distinguen de los democráticos por la ausencia real de ambos tipos de derechos. En las dictaduras militares que asolaron América Latina durante la Guerra Fría una junta de generales decidía cuál de ellos ocuparía el cargo de jefe de Estado; en los totalitarismos de signo soviético, esa labor la cumplía un comité de notables comunistas. Así como en ninguno de estos sistemas los ciudadanos intervenían en la elección del mando, así tampoco podían oponerse al poder. Por eso la ausencia de oposición política también permite distinguir cuándo estamos en presencia de una democracia y cuándo no. En todos los regímenes autoritarios, totalitarios o dictatoriales se persigue a la oposición política y la crítica al poder está seriamente limitada.
En el lenguaje de la ciencia y la teoría política contemporáneas los derechos asociados a la institución del poder se conocen como «derechos políticos», y los asociados a su control, como «libertades civiles». Resulta casi innecesario advertir que ni la ciencia ni la teoría política piensan en ambos únicamente como disposiciones legales, sino como instituciones que aseguran el ejercicio efectivo del contenido de dichas disposiciones. Los ciudadanos gozan de derechos políticos cuando van a los centros de votación sin coacción de ningún tipo, cuando su voto es libre y secreto y su vida no corre peligro luego de votar, cuando todos los cargos políticos son puestos a disposición del voto popular, entre otros. Y disfrutan de libertades civiles cuando pueden organizar partidos y criticar al poder sin sufrir chantaje, encarcelamiento, violencia o cualquier otra forma de amedrentamiento físico y moral.
La naturaleza autoritaria del sistema político cubano impide el ejercicio pleno de los derechos políticos y las libertades civiles. Por esta razón, los defensores de la doctrina de derechos humanos exigen acuerdos entre actores políticos y la creación de instituciones que permitan el disfrute de los mismos. En la actualidad, creo que esos acuerdos son imposibles y, por tanto, estamos lejos de que se construyan las instituciones que los sostengan. Pero el día en que ocurra la tan ansiada apertura política, un mínimo de derechos políticos y libertades civiles debería contener los siguientes, enumerados por Dahl en Poliarchy como condiciones necesarias de la poliarquía:
– Libertad efectiva de asociación.
– Libertad efectiva de expresión.
– Libertad efectiva de voto.
– Elegibilidad efectiva de los ciudadanos para el ejercicio de cargos políticos.
– Derecho de los líderes políticos a competir en busca de apoyo, incluyendo el voto de los ciudadanos.
– Diversidad de fuentes de información.
– Elecciones libres e imparciales.
– Instituciones que garanticen que la política del gobierno dependa de los votos y demás formas de expresar las preferencias (órganos autónomos del estado encargados de organizar elecciones, defensorías del pueblo, periodicidad de las elecciones, etc.).
El documento «La Cuba que queremos. Propuestas para refundar la República», editado por el Centro de Estudios «Cuba Próxima» y cuya lectura recomiendo, va más allá de las condiciones mínimas para la democracia señaladas aquí. «Cuba Próxima» tiene una visión amplia y rigurosa de democracia, lo que emparenta su modo de entender este régimen político con la noción de «democracia constitucional”. Por ejemplo, el documento mencionado incluye diecinueve líneas de acción, entre las que se incluyen el “estado de derecho”, la piedra angular del gobierno constitucional. También considera que una sociedad civil robusta es indispensable para una democracia, en sintonía con autores como Alexis de Tocqueville, Charles Tilly, Sidney Tarrow y Nadia Urbinati. Con todo, el documento de «Cuba Próxima» acepta que una democracia, no importa su tesitura, implica elecciones libres y un amplio abanico de libertades sin las cuales sería imposible gozar de todos los beneficios que ofrece este régimen político.
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