Cuba se enfrenta así a un dilema existencial. Una parte de su élite reconoce la necesidad de un cambio profundo, pero su inherente inseguridad y su arraigado deseo de control absoluto les impiden dar el paso definitivo. Mientras persista este pulso entre la necesidad de transformación y el temor a la pérdida de control, la Isla seguirá oscilando entre aperturas efímeras y cierres regresivos, condenada a una inestabilidad que solo se agrava con el paso del tiempo.
La Habana se encuentra en una encrucijada. Dentro de las propias estructuras de poder en Cuba, existe una facción que, contra lo que pudiera pensarse, no anhela reformas tímidas o superficiales. Para ellos, las transformaciones parciales no solo resultan insuficientes, sino que, paradójicamente, aumentarían su precariedad en lugar de aliviarla. Su visión apunta a una reforma integral del sistema, un cambio de calado que, en su perspectiva, es la única vía para asegurar beneficios tangibles y una estabilidad duradera.
La lógica es brutalmente pragmática. Las reformas a medias, los pequeños ajustes económicos, suelen generar aperturas que benefician a terceros. Estos “otros” —nuevos actores económicos o sociales— adquieren autonomía y, con ella, una dosis de poder que la cúpula percibe como una amenaza. Es por ello que hemos sido testigos de un patrón recurrente: la permisividad ante ciertas iniciativas económicas, generalmente en momentos de extrema necesidad, seguida de una retracción o anulación cuando los beneficios comienzan a desbordar los estrechos márgenes del control estatal y los actores emergentes ganan un mínimo de independencia. La ecuación es sencilla: si el beneficio no es directamente suyo y el control se diluye, la apertura se cierra.
Sin embargo, a pesar de reconocer la necesidad de estas transformaciones integrales para su propia supervivencia y prosperidad, esta facción se encuentra paralizada por una profunda inseguridad. La audacia necesaria para embarcarse en un proceso de cambio de tal magnitud choca con sus dudas sobre la propia capacidad para mantener las riendas. El miedo a perder el control del proceso es un freno ineludible. Quieren una reforma, sí, pero bajo sus propios términos, controlada con la mano de hierro de antaño, una metodología que se ha demostrado inviable.
La paradoja es evidente: un proceso de transformación integral, por su propia naturaleza, exige un liderazgo real, una posición de vanguardia, de iniciativa. No se puede controlar un cambio sísmico desde la retaguardia, con la pretensión de dictar cada paso sin involucrarse plenamente y liderando el camino. La vieja usanza del control férreo e inmovilista es incompatible con la magnitud de las reformas que, irónicamente, la propia cúpula siente que necesita para su supervivencia.
Cuba se enfrenta así a un dilema existencial. Una parte de su élite reconoce la necesidad de un cambio profundo, pero su inherente inseguridad y su arraigado deseo de control absoluto les impiden dar el paso definitivo. Mientras persista este pulso entre la necesidad de transformación y el temor a la pérdida de control, la Isla seguirá oscilando entre aperturas efímeras y cierres regresivos, condenada a una inestabilidad que solo se agrava con el paso del tiempo.
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