Un auténtico imperio del Derecho sólo será posible con humanismo y a partir de una libertad sin cortapisas
Por Roberto Veiga González
En el Estado de Derecho, el Estado debe obedecer al pueblo, y el Estado y el pueblo deben someterse a la ley que, a la vez, se sujeta al derecho, en su acepción de justicia, de bien. Pero esta última parte (una ley, construida por la ciudadanía, sujeta al derecho, en su acepción de bien) es compleja, difícil de cuantificar.
¿Quién determina ese bien? ¿Dónde está la instancia suprema del juicio moral?
Tal vez exista un bien objetivo más allá de los diversos sistemas de valores que hayamos interpretado como expresión de este bien, pero no es patrimonio absoluto de ninguna consideración, de nadie. No sólo todos somos libres, sino también iguales en la libertad y, además, iguales en la pequeñez. La “humildad es la verdad”, decía santa Teresa
Por eso, si algo se aproxima a un absoluto es la conciencia de los individuos, donde suelen concentrarse valores que, con origen humano, siempre pueden poseer un ligamen con lo que trasciende. Ya sea esto formulado a través de religiones y/o filosofías y/o sustentos culturales y/o principios fundamentados en la ética, etcétera.
Queda claro que la conciencia individual no resulta la instancia suprema del juicio moral (tampoco religioso, filosófico, político, etcétera) de una sociedad. Pero sí es el componente esencial que logra aproximarse a ésta por medio de una proyección cultural compartida, capaz de traducirse sociológica y politólogamente. Además, muy importante, ello ocurre exclusivamente cuando se consigue de manera democrática y se gestiona con libertad. Únicamente guiados por la conciencia del deber, no movidos por coacción
No hay instancia suprema, ni política, ni ideológica, ni filosófica, ni religiosa. Estas resultan expresiones, mediaciones, acompañamientos y cauces (de los propios ciudadanos) al servicio de todo ello. Las personas y las sociedades están confiadas a su propio cuidado y responsabilidad.
Con independencia de lo que nos trascienda (de hecho, nos trascendería, igual para todos), la única autoridad acá es la persona. Por eso, las sociedades establecen instrumentos, como el Estado y la ley, para alcanzar y gestionar las proyecciones compartidas, desde la libertad y para la libertad. Si bien cada cual debe cumplir, en nombre de todos, aquellas consideraciones de bienestar que acodaran por voluntad compartida, erigidas en ley y a través de otros pactos refrendados.
La relación de todo esto con lo que pueda trascender (relacionado con cualquier materia) únicamente participa por medio de los plurales “compromisos”, individuales y sociales, asumidos con ello por parte de la diversidad ciudadana. De aquí la imperiosa necesidad de asegurar el desarrollo educativo, cultura y espiritual de los pueblos.
La educación se torna entonces cuestión fundamental de la libertad (esa capacidad de escoger, decidir y actuar a partir del discernimiento propio, y responder por ello) porque esta resulta un desempeño del conocimiento y de la voluntad. Sin embargo, no me refiero a cualquier educación, sino aquella capaz de conducir a las personas hacia lo que todavía no son y hacerlo desde lo que ellas ya son en forma de posibilidad. Educar significa ayudar a las personas a encontrarse si mismas.
Ello reclama una educación sólida y universal, libre y sin dogmas, que descifre las ciencias y las matemáticas, y ofrezca un conocimiento profundo de las humanidades; además, siempre en torno a una racionalidad política ciudadana. También requiere maestros y profesores sumamente cualificados y justamente retribuidos.
Esta formación debe orientarse a la vez al desarrollo de sujetos culturales, sociales, laborales y profesionales; por medio de múltiples oportunidades de educación media-superior. Pero debemos comprender que esto sólo se convierte en estimulo social y sostén del desarrollo cuando la sociedad liberaliza la iniciativa individual, la innovación y la inversión. El trabajo es otra de las cuestiones fundamentales de la libertad, del bienestar.
Aprovecho para presentar cuatro señalamientos sobre la educación superior. Es necesario que ella responda sobre todo a razones de vocación sólida y servicio social; debe ser integral y de excelencia; debería estar integrada a una planificación estratégica de las necesidades y oportunidades del desarrollo social; y deberá asegurar la capacidad de comprender y hacer abstracciones, para así alcanzar la posibilidad de superar los conocimientos adquiridos.
A la vez cabe reafirmar que el acontecer sociopolítico debe evitar cualquier vínculo dicotómico entre libertad y Derecho. No se trata de que alguna instancia (una iglesia o un partido político) nos advierta sobre “el bien” y “el mal”, y nos exija los derroteros del orden social y de la existencia individual, a modo de garante de los “valores”. Debemos definir con libertad, en cada circunstancia, qué sería lo oportuno, lo positivo, lo edificante. Esto no es una concesión al relativismo; todo lo contrario. Ello intenta proteger, de modo absoluto, no relativo, la libertad humana. La libertad de todas las personas, con capacidad para ser consecuentes con su conciencia, es lo que le permite trascender las circunstancias y, por ende, aportar con efectividad a la evolución individual y social, a lo justo, al Derecho. Nadie (persona, fuerza política o institución de alguna índole) debe considerarse la custodia y expresión supremas de la Justicia.
Desde estos presupuestos, quizá el Estado de Derecho sea posible.
El elenco de criterios acerca de este pudiera ser amplio y múltiple. Pero solo apunto que debe asegurar:
– la libertad de los individuos, y la igualdad en la libertad entre todos ellos;
– una convivencia donde el desarrollo de cada uno sea causa y efecto del progreso de todos;
– las oportunidades, las garantías y los procedimientos necesarios para todo esto;
– y, además, hacerlo de manera compartida proporcionalmente y hacia todos los ámbitos (sociales, culturales, económicos, laborales, políticos).
Esto conlleva, por ejemplo:
– acceso equitativo a la esfera pública a través de las libertades de expresión, asociación y prensa, entre otras;
– un modelo sociopolítico que distribuya el poder y asegure aquello de que “todo el poder para nadie”;
– garantía para la iniciativa económica y exigencia del compromiso social de esta;
– centralidad del trabajo, sin lo cual no se produce bienestar ni se accede a este;
– acceso a la educación, de manera que toda persona pueda capacitarse para la libertad, o sea, para el ejercicio de la razón y la voluntad.
Igualmente, en el esfuerzo por asegurar que unos intereses no sometan a otros, al menos con facilidad y de manera ilegitima, y que la fuerza del poder no sofoque la libertad de los individuos, se ha llegado a otros consensos, tales como:
– la separación de las ramas legislativa, ejecutiva y judicial del poder;
– la exigencia de que las autoridades sean electas y sometidas a ciertos escrutinios por parte de la población;
– la factible organización de las sociedades a través de un tejido asociativo;
– una prensa con autonomía del poder;
– el derecho de los individuos a poseer propiedad económica;
– un catálogo de derechos bien definido, con carácter constitucional;
– y un poder judicial capaz de proteger estos derechos.
Un auténtico imperio del Derecho sólo será posible con humanismo y a partir de una libertad sin cortapisas, aun cuando esta suele no ofrecer suficientes certezas. No hay justicia sin libertad, sino tal vez -en el mejor de los casos- mero orden.
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