En una Cuba democrática tendremos que ponernos de acuerdo sobre las reglas que regularán la vida política del país
Por Lennier López
¿Y a qué nos referimos cuando hablamos de democracia?
En general hay dos formas de entender lo que queremos decir por democracia cuando evaluamos el asunto desde la empírea. Por un lado, está la versión procedimental donde la democracia existe si determinados elementos están presentes. Por otro lado, una visión más sustantiva o, si se quiere, maximalista de la democracia donde se entiende que esta no solo se trata de procedimientos, sino que además mira a la efectividad de esta.
Ambas definiciones tienen problemas, desde luego. Por un lado, la definición procedimental tiene el inconveniente de que, en ocasiones, termina vaciando de contenido a la democracia en tanto se desentiende de los resultados que esta debiese traer. Por otro lado, la visión sustantiva puede terminar por exigir demasiado de un régimen político que por sí solo no necesariamente resuelve problemas medulares en una sociedad, trayendo como resultado un rechazo a la democracia misma. Es decir, el lado minimalista puede pecar de conformista mientras que el lado maximalista puede generar falsas expectativas.
Desde lo procedimental, la versión más popular de democracia la ofrecen Robert Dahl[i], y Schmitter y Lynn[ii], quienes incluyen criterios como garantías para el ejercicio de derechos civiles y políticos, elecciones libres y periódicas, y separación de poderes del Estado. En principio, la existencia de todo esto permite que las sociedades evolucionen poco a poco en tanto las propuestas para conducir el país compiten en el espacio público y, finalmente, en las urnas; y, tarde o temprano, se espera que las mejores propuestas terminen imponiéndose con mayor frecuencia que las malas. En otras palabras, se espera que los votantes acierten más de lo que se equivocan.
Muchos autores, en cambio, han señalado la necesidad de establecer objetivos más ambiciosos a la hora de pensar un régimen político democrático. En tal sentido, se entiende que una democracia tiene que entregar algo más que pluralismo político, alternancia en el poder, y algunas garantías jurídicas. Es aquí donde escuchamos temas en torno a los derechos sociales y económicos y, sobre todo, al acceso como complemento necesario de los derechos. Es decir, no basta con que el Estado reconozca y respete determinados derechos, sino que además este tiene que asegurar que todos los ciudadanos puedan hacer uso de estos derechos. Entonces, desde lo procedimental nos enfocamos específicamente en la democracia como proceso, mientras que desde lo sustantivo podemos hablar de la calidad de esos procesos.
Las definiciones sirven para marcar un criterio de mínimos necesarios que delimiten cambios cuantitativos y cualitativos en una sociedad. Asimismo, las definiciones en ciencias sociales sirven muchas veces más para orientar el rumbo, que para obtener un delineado perfecto de cómo es tal o cual fenómeno. De modo que la definición minimalista y maximalista de lo que es democracia pueden perfectamente conciliarse. La primera ofrece un criterio bastante claro de en qué punto un régimen político establece un orden democrático. La segunda establece el camino que debe andarse si queremos que esa democracia sobreviva y se fortalezca.
¿Para qué sirven realmente las elecciones?
Tener elecciones libres y periódicas es un elemento angular -necesario- de un régimen democrático. Es decir, sin elecciones no hay democracia. Ahora bien, elecciones libres significa que todo el que quiera puede en principio presentarse ante los votantes para intentar ser elegido, y que quienes compiten lo hacen en un marco de igualdad de condiciones. Periódicas significa que se establece un margen de tiempo máximo para sostener elecciones nuevamente y renovar -o reemplazar- los diferentes puestos elegidos por voto popular.
Sin embargo, a pesar de que las elecciones son imprescindibles para tener democracia, esta tiene innumerables retos que sortear. Por ejemplo, la autoridad electoral necesita poder transparentar las fuentes de financiamiento de las partes en competencia. Asimismo, los electores necesitan tener acceso libre a información relevante en torno a las propuestas de los candidatos, de sus antecedentes, así como información general de la situación actual de su ciudad, región, y país para poder tomar una decisión informada.
Aun así, las elecciones no significan que siempre se elegirá el camino correcto. Esto porque en política no existe un camino correcto. Como mucho lo que existen son unas soluciones mejores que otras, y también unas opciones peores que otras. Lo imprescindible en tal sentido es que los ciudadanos elijan libremente. Y lo deseable es que lo hagan lo mejor posible. Esto último quiere decir que cada ciudadano -conociendo sus necesidades e intereses- elija la opción que mejor puede abordar esas necesidades y esos intereses. Sin embargo, en el mundo real esto no es nada simple. Primero, es probable que los votantes se equivoquen; y segundo, puede que lo hagan porque nadie está perfectamente informado[iii]. Pero hay evidencia de que, en general, el conjunto de la ciudadanía tiende a elegir la mejor opción posible. Es decir, si bien de forma aislada muchos individuos no eligen la mejor opción, la decisión en el agregado tiende a ser la correcta[iv].
Dicho esto, un presidente o primer ministro elegido libremente por la ciudadanía, o un congreso o parlamento elegido de igual forma, no necesariamente resolverán todos los problemas ni garantizarán la prosperidad de un país. Es por ello que las elecciones libres y periódicas por si solas no sirven para que tengamos bienestar y progreso. Pedirle eso a las elecciones es pedir un sinsentido. De modo que las elecciones libres y periódicas sirven para -en el agregado- elegir las mejores opciones disponibles, pero por si solas estas no determinarán el destino de una sociedad porque hay muchas otras variables que inciden en cómo se gobierna luego.
¿Para qué sirven los partidos políticos?
Si bien la participación electoral es esencial en democracia, la existencia de organizaciones políticas también lo es. Vale repetir una vez más que no existe democracia -tal y como la conocemos hoy- sin partidos políticos. Y esto no es un capricho, ni tan solo una conclusión que podemos extraer de la evidencia empírica, que también, sino que se puede explicar por la necesidad misma de actuar colectivamente dependiendo de las necesidades e intereses más salientes de cada uno. Así que los partidos políticos, primero que todo, sirven para agrupar personas con necesidades e intereses similares.
Igualmente, los partidos políticos permiten que la democracia sea viable. Es decir, el hecho de que podamos agruparnos en torno a proyectos políticos permite la gobernabilidad de un país. Imaginemos una sociedad donde cada uno de nosotros intentemos avanzar una agenda particular. ¿Cómo lograríamos acuerdo? Imaginemos que elegimos representantes a un congreso, y que ninguno de estos representantes está afiliado a un partido. Imaginemos entonces cómo estos legisladores se ponen de acuerdo para conseguir una mayoría que permita aprobar una ley. ¿Cómo lo conseguirían? Prácticamente solo habría una via: el soborno, en tanto seria virtualmente imposible cotejar a una mayoría de voces aisladas, libre-pensantes, con intereses propios, y sin disciplina colectiva que seguir.
Un régimen democrático siempre se debate entre cuánta participación a cambio de cuánta gobernabilidad, y viceversa. Esto es, cuánta más participación más difícil es tomar decisiones y gobernar. En tal sentido, es importante encontrar un balance entre ambos objetivos. En una democracia es fundamental la participación plural. Y a su vez, es fundamental que se tomen decisiones en el gobierno, que intenten resolver los problemas de la ciudadanía, y que estas decisiones se puedan hacer cumplir.
Los partidos políticos entonces son un vehículo para encontrar ese balance. Por un lado, permiten la participación de amplios y diversos sectores de la sociedad. Y por otro, canalizan y ordenan esta participación, haciendo que sea posible la gobernabilidad. Es decir, en un congreso donde hay seis partidos, solo dos, tres o tal vez cuatro actores -dependiendo de la cantidad de asientos que cada uno de estos tenga- se tienen que poner de acuerdo para conseguir una mayoría de votos.
Sin embargo, vale aclarar que cualquier sistema de partidos no consigue esto. La existencia de demasiados partidos políticos en el congreso, por ejemplo, puede poner en riesgo la gobernabilidad. De esto también hay evidencia empírica. No obstante, el bipartidismo es muchas veces atacado por el alto coto que pone a la participación política a cambio de la gobernabilidad; aunque vale apuntar, sin embargo, que esto último no es tan fácilmente demostrable porque, desde luego, las elecciones no son el único espacio de participación política.
¿La participación electoral y la democracia en América Latina? ¿Qué podemos aprender para la Cuba próxima?
Las democracias de América Latina, en general, se caracterizan por tener buenos niveles de participación electoral, en parte porque en varios países el voto es obligatorio. Sin embargo, hay distintas experiencias en torno a cómo se convierten los votos en asientos. Es decir, en la región podemos encontrar distintos sistemas electorales.
En tal sentido, me gustaría atender a dos elementos que considero fundamentales en lo que respecta a gobernabilidad y participación. Por un lado, la proporcionalidad o no del sistema electoral y la magnitud de los distritos electorales (MD), y, por otro lado, el número de partidos en el congreso. La importancia de cómo se reflejen estas dos piezas angulares de cualquier sistema electoral y de partidos, radica en que la primera es clave para determinar el nivel de proporcionalidad de un régimen político, y por tanto, impacta la representatividad/proporcionalidad/participación dentro del mismo. Por otro lado, el número de partidos es en parte consecuencia de la anterior, y termina por ser la expresión práctica de un balance concreto entre gobernabilidad y participación/representación/proporcionalidad.
La magnitud del distrito se refiere a la cantidad de asientos en juego en cada distrito. Por ejemplo, en Chile -donde el sistema es proporcional- la magnitud de los distritos es de entre 3 y 8 escaños. Esto significa que, por ejemplo, los electores que residen en el distrito 8 de la región metropolitana de Santiago eligen a 8 representantes a la cámara de diputados, mientras que quienes residen en el distrito número 1 en la región de Atacama eligen solo a 3.
La importancia que esto tiene es que incide de forma sustantiva en el nivel de fragmentación política. Esto es en parte explicado por lo que se conoce por la ley de Duverger, politólogo francés, quien estimó que allí donde quien gana una mayoría de votos se lo lleva todo -y quien pierde, entonces, no gana ninguno de los asientos en disputa- habrá bipartidismo. Traigamos esto al tema de la magnitud de los distritos. El razonamiento es simple. Cuando hablamos de “quien gana se lo lleva todo” nos referimos a sistemas mayoritarios, como el mencionado anteriormente. Pero si el segundo, tercero o cuarto lugar en una elección puede aun conseguir ganar al menos un asiento, entonces estamos en presencia de un sistema proporcional.
La cantidad de puestos en competencia (MD) genera incentivos para hacer coaliciones o no hacerlas. Si se disputa un solo asiento en cada distrito, entonces quien gane la mayoría de los votos también ganará todo lo que está en disputa, por lo que es muy probable que los partidos se agrupen formando dos grandes coaliciones donde una ganará y la otra no. Tendría poco sentido que hubiera dos perdedores porque estos eventualmente se darían cuenta de que juntando fuerzas tendrían más posibilidades de ganar; o bien los electores de ambos grupos perdedores comenzarían a votar estratégicamente eligiendo mayoritariamente solo al que de los dos tuviese mejores chances de ganar. En cambio, si hay más de un asiento en juego en la mayoría de los distritos y un sistema proporcional donde el segundo puede ganar asientos, entonces es muy probable que al menos tres grandes coaliciones se formen. Cuantos más asientos en juego haya, mayor podrá ser el número de partidos o coaliciones compitiendo.
Como resultado, en un sistema proporcional, a mayor magnitud del distrito, mayor debe ser el número de partidos disputando elecciones, y mayor debe ser el número de partidos con representación en el congreso. Esto quiere decir que los electores tendrán más opciones para escoger a la hora de votar, y que, por tanto, el congreso debe ser (dependiendo de otras reglas) más proporcional y representativo. Sin embargo, esto también significa que será más difícil conseguir mayorías para aprobar leyes en tanto hay que poner de acuerdo a muchos más actores. Un ejemplo típico de esto es Brasil, que tiene más de 30 partidos en el congreso, o Colombia con una cifra similar.
Una vía para lidiar con esta fragmentación fue revelada durante la administración de Lula en Brasil cuando emergió el escándalo de mensalao. Esto consistía en un esquema donde los congresistas daban sus votos a cambio de sobornos o “gran mesada” proveniente del partido en el poder, el Partido de los Trabajadores (PT). Asimismo, en Colombia existe la famosa “mermelada” o “barril de puerco”, donde el ejecutivo usa recursos públicos para comprar la lealtad de los congresistas, y estos últimos para obtener la lealtad de gobiernos locales. Sin embargo, más allá de esta lógica, además falta ética en estos comportamientos. No obstante, la excesiva fragmentación del congreso brasileño y colombiano incentiva prácticas de este tipo que de algún modo ofrecen una solución al problema de la gobernabilidad.
Eventualmente, en una Cuba democrática tendremos que ponernos de acuerdo sobre las reglas que regularán la vida política del país. Por ello, será importante ir pensando cómo estos elementos mencionados aquí podrían quedar resueltos en esa Cuba que se aproxima. Por supuesto, estas reglas no las acordarán expertos en laboratorios o aulas magnas, sino los políticos que buscarán maximizar sus posibilidades electorales. Serán los políticos, indudablemente, quienes negociarán el diseño electoral cubano.
Sin embargo, una sociedad civil informada en estos temas puede ser muy valiosa para empujar a la clase política en una u otra dirección. Es importante comprender que no debemos apostarlo todo a la gobernabilidad, o a la participación. Los equilibrios en este sentido son importantes. Asimismo, es fundamental comprender que hay muchas otras reglas electorales que inciden en este balance. Las reglas de entrada y sobrevivencia de partidos políticos (requisitos para formar un partido, y cantidad de votos que debe obtener en las elecciones para seguir existiendo), las reglas en torno a cómo pueden formarse coaliciones (si estas tienen que tener carácter nacional o no), y la existencia de ballotage, voto preferencial o algún otro tipo de formato a la hora de elegir presidente (las cuales potencian o no las coaliciones, así como otras variables no menos importante como la polarización), entre otras.
Finalmente, debemos además comprender que las instituciones -reglas- no son el único elemento que condiciona el comportamiento de los políticos y los ciudadanos. Condiciones sociales, económicas y culturales, juegan también un rol fundamental en la vida política de un país.
[i] Dahl, R. A. (1983). Dilemmas of pluralist democracy: Autonomy vs. control. Yale University Press.
[ii] Schmitter, P. C., & Karl, T. L. (1991). What democracy is… and is not. Journal of democracy, 2(3), 75-88.
[iii] Converse, P. E. (2006). The nature of belief systems in mass publics (1964). Critical review, 18(1-3), 1-74.
[iv] Achen, C. H. (1975). Mass political attitudes and the survey response. American Political Science Review, 69(4), 1218-1231.
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