Las relaciones entre Cuba y Estados Unidos están esencialmente marcadas, en última instancia, por al menos tres elementos. Primero, que el comunismo como ideología que promueve la abolición de la propiedad privada y que, en términos más generales, ataca los fundamentos del liberalismo comienza a institucionalizarse en Cuba en los años 60s. Segundo, que el gobierno cubano ha buscado -con más fuerza y de forma más frontal en las primeras décadas de la revolución- exportar su doctrina antiliberal en la región y el mundo de la mano, en un principio, de la Unión Soviética, y actualmente -de forma mucho más limitada y focalizada- de aliados estratégicos como Rusia, Irán, China, y Venezuela. Tercero, por la política doméstica de los Estados Unidos donde el tema Cuba -aunque marginal- es tratado -al margen de lo geopolítico- desde una visión electoralista donde la comunidad de Miami le resulta esencial al Partido Republicano para ganar Florida y con ello las elecciones presidenciales.
Evidentemente, la historia de Cuba no comenzó en 1959, ni tampoco nuestras -muchas veces difíciles- relaciones con el vecino del norte. Sin embargo, la situación actual pasa por un escenario donde la doctrina del Partido Comunista de Cuba (PCC) y los valores liberales que cimientan cualquier democracia moderna son simplemente antagónicos. En cualquier caso, el objetivo de este texto no es analizar la historia de la política exterior estadounidense hacia Cuba; tampoco creo que pudiese hacerlo con rigor. Mi interés es analizar las variables actuales que condicionan esa relación y cuál debe ser nuestra postura como ciudadanos cubanos respecto al tema.
Como digo arriba, el escoyo a una relación más normal entre Cuba y Estados Unidos sigue siendo de manera general el mismo: el ya institucionalizado Partido Comunista cubano representa en el plano ideológico una visión antagónica al liberalismo. Aunque Cuba no represente un peligro real directo a la potencia del norte las intenciones de quienes gobiernan en la Isla son entendidas en Washington -y no sin razón- como corrosivas para el orden liberal. El PCC es tan corrosivo como lo pueden ser organizaciones criminales en México, Paraguay o Colombia, con la diferencia de que éste gobierna un país. El PCC es la semilla -al menos en un plano simbólico- de la revolución iliberal. Tal vez si el PCC no fuese “revolucionario”[i] Washington no se preocupase mucho.
Aclarado esto, las posibilidades de que las relaciones entre ambos países se normalicen dependen fundamentalmente de como el PCC reevalúe su rol en la arena internacional y sus posiciones ideológicas al interior. Esto es, un PCC que permita y promueva una economía de mercado -aunque fuere sustantivamente regulada por motivaciones políticas como lo es por ejemplo en China- seguramente podría terminar consiguiendo la tan ansiada normalización. Pero aun esto podría estar supeditado a las dinámicas internas dentro de Estados Unidos. Por ejemplo, en tanto China avanza y representa un modelo ideológico que consigue dos cosas -gobernar, y crecer económicamente- una Cuba que copie el modelo chino -como ya hizo antes con el modelo soviético- podría permanecer siendo un vecino antagónico y un símbolo seductor del antiliberalismo para la región que no vive ajena a los déficits democráticos y a situaciones de desigualdades que a veces bordean lo insoportable.
Es decir, en tanto el modelo chino iliberal en su esencia, pero que rescata una economía de mercado supeditada a intereses políticos, aunque con cierta autonomía, se convierte en el adversario frontal geopolítico de occidente y las democracias liberales[ii], el PCC podría terminar encarnando -nuevamente- la semilla en la región de los movimientos políticos iliberales. Es en tal sentido que si Cuba quiere tener relaciones “normales” con Estados Unidos lo mejor que puede hacer es precisamente hacer lo que debe hacer. Esto es, no hay alternativa mejor para el conjunto de los cubanos que desmantelar el totalitarismo transitando hacia una economía de mercado y -con más urgencia aun- con una liberalización política que permita la libre discusión de ideas, la libre asociación, y la alternancia en el poder. Estas reformas seguramente acelerarían una normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos.
Ahora bien, seamos realistas; el PCC no quiere seguir este camino. Sus esfuerzos -aunque cada vez más difíciles de comprender en parte por la profunda decadencia del régimen y un visible desorden al interior de este- parecen más bien encaminados o a una permanencia de lo que ya existe con reformas muy limitadas en materia económica, o a una transición hacia una especie de economía de mercado con empresarios fieles al partido y su liderazgo político. En el primer caso no cabe dudas de que el régimen implosionaría eventualmente ante la corrosiva decadencia que le aqueja. En el segundo, sin dudas existe el riesgo de que se institucionalice un modelo autoritario que fusione un autoritarismo electoral (existiendo algún tipo de elecciones internas que permita la transferencia de poder a lo interno del partido donde distintos grupos se alternen el control de los principales núcleos del Estado y con ello la rentable discreción sobre “who gets what and when”) con una economía de mercado con actores alineados -o al menos no desleales- al partido. La discusión que prosigue entonces es en torno a qué es lo deseable teniendo en cuenta cuál parece ser la voluntad del PCC y qué es lo posible.
Arriba dije que eran importantes reformas de corte económica y también de corte político en Cuba. Y quiero enfatizar la importancia de que ambas ocurran. Johnston (1997)[iii] cree, y yo coincido, que la liberalización de la economía sin una liberalización política puede generar unos niveles de desigualdad y de corrupción exorbitantes. Lo dramático, sin embargo, es que es posible que si llegan las reformas económicas profundas sin apertura política las segundas nunca ocurran al menos en el corto y mediano plazo. Por lo que debemos apostar los cubanos no es necesariamente a detener las reformas económicas, o incluso atentar contra cualquier avance en ese sentido, sino estar listos para intentar emplear esa liberalización de la economía en avanzar una agenda democrática.
Es decir, el discurso tan popular atribuido a la oposición política irresponsable de “cuanto peor, mejor” no es recomendable para el buen ejercicio de la política o de la ciudadanía en general. La idea no es hacer colapsar al régimen aplicando presión, sino hacer que lo que se pueda conseguir de progreso esté disponible para la apertura de la sociedad y la emergencia del pluralismo en detrimento del totalitarismo y el que pudiera ser su sucesor: el autoritarismo. A mi entender, esto se consigue precisamente relegando la política estadounidense hacia Cuba a un segundo plano. Como expresase una carta en febrero de este año y la cual en su momento suscribí: el partido comunista “debe normalizar las relaciones con sus ciudadanos, como premisa para normalizarlas con el mundo”[iv]. Más abajo explicaré por qué esta idea es tan importante.
El PCC muchas veces ha querido dialogar, pero solo con diferentes administraciones de los Estados Unidos. El PCC se ha sentado incluso a negociar, ha cedido para obtener algo a cambio, ha respetado incluso la diferencia de opiniones. Pero solo lo ha hecho con actores más fuertes que él. El PCC solo negocia si no puede avasallar al otro. Es por ello que el PCC no dialoga en serio con cubanos que se asocian y exigen apertura democrática. No lo hace porque eso significaría el final de su monopolio sobre la administración del poder en el país. No lo hacen porque hasta hoy, el PCC cuenta con los recursos necesarios para pasarle por encima a los cubanos que disientan.
Lo único que el PCC podría hacer, para avanzar en una normalización, es transformarse a sí mismo. A la vez, lo que podemos hacer los cubanos, con ayuda de aliados internacionales, es obligar al PCC a que comience esta transformación. Es una transformación, como se puede ver, estrictamente política, que tendría mucho de discursivo y de acción. Es decir, esta transformación implicaría que el PCC les hable a sus adversarios como iguales, y que, en efecto, se comporte en consecuencia.
Esta transformación solo puede conseguirse con unidad entre los tan diversos grupos de la oposición. Una unidad no partidista, no ideologizada, y abierta a incluir y tratar a todos con respeto siempre que el objetivo sea el mismo: la normalización de las relaciones entre el PCC y el conjunto de la nación cubana, que es lo mismo que la democratización del país y el tránsito hacia el pluralismo. Ahora bien, para conseguir unidad se necesita liderazgo.
Y para finalizar vuelvo a la idea de arriba. Generar un consenso en torno a que el Partido Comunista debe, ante todo, normalizar las relaciones con los cubanos, lo cual es importante para poder conseguir que los liderazgos sean efectivos. Dado que en el contexto actual no podemos hablar de liderazgo en singular, sino de líderes dispersos y diversos, para que estos sean efectivos en su conjunto, necesitamos ya no solo objetivos comunes, sino prioridades comunes.
Es evidente que hay cubanos -entre ellos emprendedores, académicos, y artistas- que o bien se contentan con el limitadísimo progreso que podría generar un nuevo acercamiento entre Cuba y Estados Unidos, o bien con la idea de que ese acercamiento pondría a Cuba un paso más cerca de la democratización[v]. Si queremos democracia en Cuba es imprescindible que entendamos que la relación de Cuba con Estados Unidos no es un elemento necesario para conseguirla. Es una cuestión de prioridades. Necesitamos estar de acuerdo en el orden de las prioridades.
Desde el 11 de julio muchos han comenzado a reordenar sus prioridades porque se han dado cuenta de que en Cuba hoy urge garantizar la convivencia, y ante una sociedad que ha despertado, es evidente que la gobernabilidad del país pende de un hilo. Lo único que le quedaba al país dos años atrás parece estar en crisis[vi]. Necesitamos pluralismo antes de que ese hilo se quiebre. Estados Unidos y la comunidad de países que defienden los valores democráticos deben acompañar este proceso.
[i] Por revolucionario quiero decir que emplea el conflicto -de etnia, clase, religión, raza, género, etc.- como fundamento para hacer política lo cual necesariamente implica una visión rupturista a la hora de gobernar. Desde luego, una vez alcanzado el poder casi absoluto, ese rupturismo no se enfoca en las estructuras fundadas, sino en las amenazas -por espurias que sean- a ellas. [ii] Con esto me refiero específicamente a que Estados Unidos cambie su manera de lidiar con China y pase definitivamente de una actitud de atracción y engagement a una que enfatice sanciones y presión vista en la administración anterior y que esta no parece querer modificar. [iii] Esto lo recoge Johnston en su texto “Public officials, private interests, and sustainable democracy: When politics and corruption meet”. [iv] Ver Cubanos firman carta pidiendo normalización entre gobierno y sus ciudadanos (cubanet.org) [v] Esta lógica se funda en la corriente modernista que cree que la democracia esta asociada al progreso económico. Es decir, cuanto más progreso más posibilidades de democratización. [vi] En consonancia con Samuel Huntington (1968) en su trabajo “Political Order in Changing Societies”, los regímenes totalitarios comunistas ofrecieron algo que muchas democracias liberales no pudieron conseguir tan exitosamente en países en desarrollo: gobernar. Sin embargo, este casi único pilar que le quedaba al PCC parece estar también en crisis.
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