Es cierto, Cuba no tiene un Adolfo Suárez. Ni siquiera tenemos un Gorbachov, y resulta difícil ser optimistas en torno a la pregunta de si algún día tendremos una figura parecida al primero. Pero no por eso debemos renunciar al «mientras tanto», lo cual sería abandonar lo único que aún no es completamente de ellos.
Un requisito fundamental para la existencia y sostenibilidad de un régimen democrático —es decir, el «qué»— es la conducción de elecciones libres, competitivas, justas y periódicas —esto es, el método o el «como”. Si bien las elecciones no son en sí mismas garantía de la existencia y resiliencia de la democracia es impensable hablar de democracia si esta no incluye procesos electorales con las características arriba descritas. Con ello, la transición a la democracia en Cuba requiere inevitablemente que pensemos y nos preparemos para unas elecciones que, si bien pueden parecer aun lejanas para el pesimista, serán un paso ineludible.
Una pregunta que cabe hacerse es que papel podrían jugar estas elecciones en la transición cubana. Por ejemplo, en Chile, la elección —o plebiscito— de 1988 condujeron a una posterior negociación entre las fuerzas políticas y a la democratización del país, mientras que en España el proceso electoral de 1982[1] más bien culminó el proceso que había iniciado el propio régimen de la mano de Alfonso Suárez. En el primer caso podemos hablar de unas elecciones iniciadoras del proceso, y el segundo de unas elecciones culminadoras. Las elecciones podrían tener también un rol como el que estamos viviendo en la Venezuela de hoy que, en principio, parcialmente abrazaba ambos roles. Es decir, las elecciones presidenciales del 28J en Venezuela en parte era el resultado de varias negociaciones entre la oposición, el gobierno y mediadores mientras que a su vez prometía ser el paso concreto que iniciara la transición a la democracia en el país. Tal vez por no ser del todo ni lo uno ni lo otro su éxito parece cada vez más muy improbable.
Con ello, unas elecciones iniciadoras como las chilenas en 1988 necesitan ante todo de la unidad de la oposición alrededor de una única opción. Por otro lado, si las elecciones fueran el colofón de un proceso, otras alternativas se abren y conseguir la unidad contra el régimen es mucho menos imperativo y, por ello, menos probable. Asimismo, en este segundo caso es más plausible tener elecciones simultáneas a nivel nacional o también en municipios y provincias lo cual posibilita que el cambio del mapa político sea más abrupto en términos de representación política.
Con todo, dadas las características del régimen cubano todos estos escenarios parecen, en principio, altamente improbables en Cuba[2] en tanto no contamos siquiera con elecciones nacionales competitivas donde candidatos opositores compiten —aunque lo hicieran en condiciones muy desiguales como es el caso de Venezuela o el de Chile de 1988. De manera que, es difícil imaginar una elección competitiva en Cuba sin que esta sea antecedida por cambios en las reglas del juego tal como la que impulsó Adolfo Suarez en 1976 con la Ley de Reforma Política. Es pensando en ello que en «Cuba Próxima» hemos pensado y escrito sobre el tema, incluyendo una propuesta tentativa para una ley electoral.
Dentro de las reglas claves que rigen cualquier proceso electoral está la pregunta en torno a como se financian las diferentes opciones políticas. El documento «La Cuba que Queremos», en su acápite «Elecciones libres», señala la disponibilidad de financiamiento público de los candidatos, así como la posibilidad de que estos reciban donaciones privadas también. No cabe dudas que el dinero en la política es problemático, así como inevitable, pero el financiamiento público abre la puerta a que candidatos sin grandes respaldos de empresas o individuos acaudalados y generosos puedan también competir.
Considerando que sea cual sea el rol de estas elecciones en el proceso de democratización estas serán las primeras elecciones competitivas donde la oposición tendría una posibilidad real de ganar desde 1952, la financiación pública de los candidatos y partidos debe basarse en el número de votos/asientos obtenidos en la misma y no en resultados anteriores.
Uno de los dilemas que presenta el financiamiento público a candidatos es que puede estimular las candidaturas independientes que corran por fuera de partidos. Esto es especialmente relevante en el contexto cubano en tanto para entonces, con la excepción del Partido Comunista o de alguna agrupación heredera del mismo, los partidos serán maquinarias emergentes sin cimientos en la sociedad cubana ni maquinaria electoral con la logística necesaria para movilizar el voto. De modo que, por un lado, el financiamiento a independientes puede resolver el problema de partidos incipientes. Por otro, puede perpetuar o prolongar dicho problema.
Las elecciones no solo deben ser competitivas, sino justas. Es decir, las diferentes alternativas en disputa deben jugar en una cancha pareja. El grado de igualdad de condiciones que los candidatos y organizaciones políticas disfruten dependerá seguramente del rol antes descrito que tenga estas elecciones. Si usamos el ejemplo de Chile en el 88, es muy probable que la oposición se encuentre con una cancha cuesta arriba, con trabas a la hora de difundir sus mensajes, organizar mítines y movilizar a sus simpatizantes. Por otro lado, si las elecciones fueren el cierre del proceso democratizador entonces es muy probable que estemos en presencia de unas elecciones justas donde cada alternativa juega bajo las mismas reglas.
En cualquier caso, es fundamental para la viabilidad misma del proceso, que las condiciones impuestas por el régimen no sean lo suficientemente injustas para que la oposición aborte el proceso. Un elemento clave en este proceso es el conteo de votos, que es donde realmente se decide quien gana. La ausencia de garantías en este sentido pervertiría el rol de las elecciones ——que debe ser un vehículo de deliberación en torno a quienes deben gobernar el país— convirtiéndolas en un mero dispositivo político para marcar un punto o conseguir legitimidad internacional, tal como han resultado ser las elecciones venezolanas[3].
Es por ello por lo que una reforma electoral —aunque fuere provisional— sería necesaria para ofrecer un mínimo de garantías en todas las fases del proceso, pero especialmente en el final: donde se cuentan los votos. En tal sentido, las reglas que regulan la conformación del Consejo Nacional Electoral (CNE) son cruciales. «Cuba Próxima» ha propuesto algunas medidas que consideramos claves para garantizar la integridad del organismo. Por ejemplo, el uso de concurso en lugar de nominación desde el gobierno, para elegir a los miembros del CNE y la elección de su presidente de forma interna, herramientas que sirven para fortalecer la autonomía y neutralidad del organismo.
Sin embargo, ninguna norma garantiza nada si no hay actores políticos dispuestos a respetarla e instituciones listas para hacerla cumplir. La ley siempre se puede abusar, torcer, o derechamente violar si hay alguien dispuesto a hacerlo y cómplices dispuestos a condonarlo. Es por ello que es ineludible que un proceso electoral que facilite o culmine la democratización del país necesitara de veedores internacionales con experiencia para escrutar el proceso y certificar, de merecerlo, su integridad. Es razonable suponer que un régimen con un récord perfecto de “ganar” sin competencia y en procesos injustos, tendrá muchas tentaciones para hacer trampa tanto al principio de la carrera y después de esta cuando llegue la hora de declarar ganadores.
En todo caso, creo que es fundamental prepararnos para ese momento, aun cuando sabemos que es imposible predecir el escenario que permeará esas elecciones y el rol que estas jugarán, en definitiva. Pensar el futuro —es decir, trabajar «mientras tanto»— es una forma de comprender el presente —es decir, lo provisorio, el presente o la contingencia— que llegará y que este no nos tome únicamente con dudas y preguntas, sino también con algunas pocas certezas y bastante más hipótesis. Cuando pensamos el futuro también le mostramos al gobierno de La Habana, a la comunidad internacional, y a los cubanos en general que no solo nos guía la crítica destituyente, sino que además somos capaces de proponer y construir.
Es cierto, Cuba no tiene un Adolfo Suárez. Ni siquiera tenemos un Gorbachov, y resulta difícil ser optimistas en torno a la pregunta de si algún día tendremos una figura parecida al primero. Pero no por eso debemos renunciar al «mientras tanto», lo cual sería abandonar lo único que aún no es completamente de ellos.
[1] Podríamos señalar un rol intermedio —facilitador— si miramos a las elecciones de 1977 donde los españoles eligieron, en elecciones plurales, una nuevas Cortes que escribirían la nueva constitución del país.
[2] Esto es especialmente evidente después del referéndum constitucional de 2019 donde el “No” —a pesar de condiciones muy injustas y de la opacidad del proceso— pudo haber sido una alternativa opositora.
[3] Esto no quiere decir que las más recientes elecciones en Venezuela no terminen por dilapidar al régimen de Maduro en el corto o mediano plazo, sino que en última instancia las elecciones no sirvieron para elegir al presidente de la república.
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