El Estado tiene el deber de organizar un sistema educativo que no solo capacite a los ciudadanos de la república para cumplir determinada tarea laboral o de destacarse en tal y tal industria, sino también de distinguir la realidad científica o histórica de la más burda e infundada teoría conspiratoria
Si bien tiene un largo y profundo arraigo en la historia intelectual de Estados Unidos la idea de que la educación pública, financiada por el Estado, tiene como una de sus funciones primordiales afianzar y potenciar la democracia, cultivar y enriquecer la sociedad civil republicana, desarrollar una ciudadanía capaz de participar de manera informada y ética en los foros deliberativos propios de tal república, este principio no ha formado parte significativo del discurso público de masas ni ha imperado, en términos generales, a la hora de implementar políticas educativas o de crear vías de acceso masivo a la educación superior. Es más, por una serie de circunstancias históricas y presiones económicas, el concepto apenas circula en los medios masivos en la actual coyuntura, en la que una de las democracias más longevas del planeta enfrenta posiblemente su mayor reto existencial.
El filósofo John Dewey publica en 1915 su libro Democracy and Education: AnIntroduction to thePhilosophy of Education, donde afirma: «Por varios dispositivos, diseñados algunos y no intencionales otros, una sociedad transforma los seres no iniciados y aparentemente enajenados en robustos fideicomisarios de sus propios recursos e ideales. La educación es por lo tanto una especie de fomento, de crianza, un proceso cultivador» (traducción del autor).
Un siglo después, en 2010, Martha Nussbaum publica su libro Not For Profit: Why Democracy Needs the Humanities, cuya deuda con John Dewey se registra con un epígrafe del filósofo al comienzo del libro. Pero ambos escriben, desde sus respectivas circunstancias históricas, con plena consciencia de estar remando a contracorriente, tanto en 1915 como en 2010, bien atentos al hecho de que la razón no suele ser el mejor contrincante ante las estructuras de economía política, los intereses de las élites o las transformaciones históricas. Así lo reconoce Nussbaum con la metáfora pugilística que sirve de título al último capítulo de su libro, Democratic Education on the Ropes (La educación democrática contra las cuerdas). El estudioso describe su propio texto como un llamado a la acción.
Si la educación democrática estaba contra las cuerdas cuando en 2010 Nussbaum publica su libro, y si la democracia en sí también se encuentra contra las cuerdas en el Estados Unidos de 2022, no es porque han ganado en buena lid otros modelos pedagógicos, otros modelos teóricos del papel óptimo de la educación en una república democrática, sino porque ha gobernado ya no una idea, sino un principio a la vez místico y mecánico. Ya no un cerebro, digamos, sino una mano, aquella «mano invisible» del mercado, guiada ya no por los conceptos, sino por los imperativos económicos y su místico engranaje. (La política económica liberal siempre ha tenido un fuerte substratum metafísico).
En una época en la que el joven recién graduado de la universidad en Estados Unidos debe un promedio de veintinueve mil dólares (en 2021). El objetivo más urgente de tal individuo probablemente no será participar en la sociedad civil republicana (pues esto requiere invertir tiempo, mantenerse informado, involucrarse en organizaciones cívicas, realizar algún activismo social en pro del medio ambiente, la justicia racial, la igualdad de géneros, alguna causa relacionada con la salud y lo educación), sino desembarazarse de la deuda que casi le imposibilita, por ejemplo, comprar una casa. Se ha observado, con mucha razón, que el endeudado es menos propenso a objetar a injustas condiciones laborales, a la explotación económica o a las injusticias sociales.
Es lógico, entonces, que las universidades suelen evaluarse hoy en día menos en términos de la calidad de su ambiente intelectual o su prestigio académico que en términos de su ROI o return on investment o rendimiento de la inversión. Es decir, si un joven estadounidense de diecisiete años consulta con sus padres sobre las mejores universidades sabiendo que al cabo de cuatro años puede deber unos treinta mil dólares, no importa tanto cuál de ellas tiene el mejor programa de música, o el mejor departamento de literatura, o los cursos más interesantes de historia. Lo que importa es cuánto ganan los egresados de esas universidades, cuánto tiempo les lleva desembarazarse de esa deuda. (Y aún si los padres pueden costear la matrícula entera, esa inversión debe justificarse ya no en términos intelectuales, culturales o cívicos, sino en términos económicos).
La universidad no es principalmente un lugar para explorar aquellas disciplinas que al joven le fascinan (aunque también puede servir para eso), y mucho menos para contemplar la manera en que el joven podrá participar en o contribuir a la sociedad civil republicana, pues nadie en su sano juicio se endeuda tanto para así poder participar de lleno, con el adorno de título universitario, en la sociedad civil. Ahora resulta, por cierto, que es común jubilarse aun debiendo dinero a los bancos que financiaron la educación hace décadas.
Abundan los artículos en internet aconsejando a las personas que enfrentan la vejez sabiendo que parte de la mensualidad de la jubilación ―al igual que buena parte del salario en las décadas previas― se destina no a su propia cuenta bancaria ni a la de los estudiantes actuales que también se endeudan, sino a la de, precisamente, un banco que hace décadas tomó dinero prestado con 1 % de interés y lo prestó al joven con una tasa de 6,5 %. Negocio redondo. Para hacernos una idea de la escala del problema, notemos que la cantidad total de la deuda estudiantil en Estados Unidos ahora supera los 1,75 billones de dólares (trillions, en inglés).
La universidad, comprendida ya no como responsabilidad estatal o colectiva, sino como inversión privada, como institución supeditada a los dictámenes del mercado y las demandas laborales, no solo pesa sobre la vida del que debe hacer valer su inversión después de la graduación, pues las viejas artes liberales van cediendo terreno cada vez más, dentro de los muros universitarios, a las «artes neoliberales», como dicen algunos con un guiño. Si la educación ya no sirve para afianzar la democracia y robustecer su sociedad civil, las mismas disciplinas, los mismos campos académicos, deben ajustarse a su propio telos económico.
Es un hecho que en las últimas décadas los jóvenes estudian cada vez menos las humanidades, cada vez menos el arte, la historia, la filosofía, y cada vez más los negocios, los estudios preprofesionales (contabilidad, fisioterapia, farmacéutica, etc.) y las disciplinas STEM (science, technology, engineering, mathematics). Las viejas artes liberales, para seguir existiendo, deben justificarse aduciendo su propio valor económico, su propia instrumentalización por parte del alumno.
Esto no siempre ha sido así en Estados Unidos. La gran mayoría de las universidades estadounidenses, a diferencia de las universidades europeas y latinoamericanas, sí han obligado a los futuros médicos saber algo de historia, a los futuros banqueros saber algo de las ciencias naturales, a los futuros arquitectos saber algo de francés o de español, a los fisiólogos saber algo de literatura o de arte. Bajo los preceptos de la educación liberal y los así llamados «distribution requirements», se había fomentado una conciencia histórica en todos los estudiantes, inclusive al futuro médico y a la futura ingeniera, pues estos no solo iban a tener una identidad profesional, sino también un papel cívico, y el ciudadano de la república democrática ―médico, maestro, arquitecta, obrera― debía tener alguna noción del lugar de su propio país en la historia mundial.
Si bien a la futura banquera nadie iba a preguntarle en el trabajo sobre el cambio climático y las pandemias, como ciudadana debería ser capaz de apreciar el método científico, el trabajo riguroso y empírico de climatólogos y virólogos, capaz de abogar por políticas racionales en estos campos y acatar medidas razonables. El arquitecto viviendo en Wisconsin a lo mejor no usaría ni el español ni el francés en su despacho en Milwaukee ―y mucho menos el latín o el griego―, pero sí debería, según el ethos de la educación liberal, comprender lo que significa aprender otro idioma, atisbar por lo menos la complejidad y la riqueza de la expresión lingüística humana, poder imaginar, tal vez, lo que significaría para un inmigrante empezar a aprender un idioma nuevo a los treinta o a los cincuenta años. O saber distinguir, incluso, entre una política racional de inmigración por un lado y la xenofobia rampante por el otro.
A la futura fisióloga, también futura ciudadana, votante y posible candidata le enriquecía la vida saber algo de cultura mundial, poder participar incluso en debates sobre The National Endowment fort he Arts, por ejemplo, saber de qué se trata Hamilton o Till (la película sobre Emmet Till sale este fin de semana en Estados Unidos) o la importancia de la educación artística de sus propios hijos en las escuelas públicas, donde, juzgando por las tendencias de las últimas décadas, irán cortando ese presupuesto año tras año. No es lo mismo, a fin de cuentas, educar a los ciudadanos para asumir su lugar debido en una tecnocracia que en una república democrática.
En la jerga moderna, sin embargo, todos los cursos académicos deben impartir al alumno determinadas «transferables kills», destrezas utilitarias para el estudiante en el ámbito laboral. Según esta lógica, es difícil para un futuro banquero justificar, por ejemplo, un curso sobre la historia de los americanos aborígenes, o para un futuro médico justificar un semestre dedicado al estudio de Shakespeare o Cervantes, o de Platón o de Immanuel Kant, o a un ingeniero dos años del estudio de otro idioma, o un fisiólogo el estudio de la astronomía o el medio ambiente. ¿Qué ha de saber el banquero de los seres humanos que antes ocupaban el terreno donde hoy se yergue su banco neoclásico? ¿Qué ha de saber el fisiólogo sobre el consenso científico y el calentamiento global en el antropoceno, si puede ver un video en Youtube y concluir por sí mismo que los climatólogos son unos histéricos, o tal vez unos mercenarios de las industrias de la energía renovable? Pensándolo bien, si un buen ingeniero sabe diseñar un dron sofisticado, ¿qué más da si sabe de historia o de ética, si sabe participar en una discusión seria sobre lo aconsejable de diseñar y construir y emplear más drones al otro lado del océano, en algún lugar donde los seres humanos hablan idiomas incomprensibles, llevan turbantes y adoran algún dios totalmente falso?
Si bien parecen excesivamente dramáticos estos ejemplos hipotéticos, productos de una imaginación alarmista de quien, a fin de cuentas, ha dedicado su vida profesional a la educación liberal, a los estudios humanistas, de quien lamenta ver el ocaso de aquellas artes liberales que tanto valora, nos apuramos a insistir que hoy por hoy la sociedad estadounidense se encuentra polarizada y contemplando aún más violencias políticas (muchos han pronosticado que la insurrección fallida en el Capitolio es solo la antesala de un conflicto mucho más extendido y duradero), en muchos casos por cuestiones culturales, intelectuales, cívicas y científicas, por contiendas sobre la validez de las vacunas y las mascarillas, por ejemplo, (menos del 70 % de la población estadounidense ha recibido ambas dosis de la vacuna contra la covid-19), polarizada por discusiones enardecidas sobre la «invasión» de inmigrantes de países del «tercer mundo» que vienen para «privarnos de nuestros empleos», de la necesidad de separar a los hijos «ilegales» de los «ilegales» padres y de meter a esos niños en celdas y en pésimas condiciones (cientos de ellos nunca volverán a reunirse con sus padres), de la necesidad de erigir un muro en la frontera, y de la «traición» de los políticos que se oponen a este proyecto (escribo estas líneas el día después de que se atacó con un martillo al esposo de la congresista Nancy Pelosi, acusada por otra congresista de «traidora» por haberse opuesto de primera al muro propuesto por el expresidente Trump); polarizada por el debate en torno a la existencia o no del «racismo estructural» y el adoctrinamiento «marxista», practicado por los maestros y profesores que afirman que sí existe; polarizada por divergentes visiones sobre un sistema electoral y sus reglas, sobre las conclusiones de las autoridades, incluyendo las autoridades republicanas, sobre las conclusiones de los mismos miembros de la administración Trump, sobre los fallos de las cortes ante el alegato de fraude electoral, sobre lo que los periodistas responsables llaman the big lie, porque no existe evidencia alguna de que sea otra cosa.
Si la educación tiene como una de sus fundamentales razones de ser afianzar y fortalecer la cultura democrática, la sociedad civil, si tiene entre sus deberes fundamentales capacitar a los ciudadanos para distinguir entre noticias fidedignas y fábulas descabelladas, formular argumentos informados y racionales ante las imprevisibles circunstancias históricas, políticas, sociales, climáticas, hoy sobran motivos para dudar que los estadounidenses dispongan de las herramientas analíticas y críticas para acceder e interpretar la información necesaria para comprender y superar las crisis existenciales que acechan, razones para cuestionar tanto el modelo del sistema educativo como inversión individual y no colectivo. Los ideólogos que se preocupan que los maestros de primaria y secundaria adoctrinan a los jóvenes con Critical Race Theory (una teoría jurídica que solo se estudia a nivel posgrado) son los mismos que promueven en sus programas prime-time su propia Great Replacement Theory. Es decir, que en una sociedad profundamente polarizada ante los temas de raza, etnia, género sexual, sexualidades, los que han apoyado leyes estatales censurando toda discusión de raza, sexualidad y género en las escuelas públicas avanzan en sus propios programas televisivos y ante un público que sabe muy poco de Reconstruction, de Jim Crow y la segregación, del Movimiento por los derechos civiles, o de Emmet Till, la teoría de que existe una estrategia para «reemplazar» a la raza blanca como clase dominante con una sociedad multiétnica y pluralista. (Los lectores curiosos deben googlear Carlson Tucker, Critical Race Theory, Great Replacement Theory).
Hoy vivimos en un mundo en el que determinado Estado puede descarrilar las elecciones populares en otros país a través de una campaña de desinformación, en el que dos o tres individuos con laptops pueden convencer a millones de estadounidenses que los demócratas han organizado una red de tráfico de niños para pedófilos (busquen Qanon y pedophile ring), en el que una congresista de Georgia puede afirmar que nunca tuvo lugar la masacre de veinte niños en una escuela primaria en Sandy Hook, Connecticutt, y hasta acosar públicamente a uno de los sobrevivientes, o que los incendios forestales en California fueron causados por unos láseres espaciales financiados por una familia judía (busquen Jewishs pace lasers), y millones de ciudadanos creerán a pie juntillas que se trata de una verdad irrebatible. La situación se debe, a mi juicio, a una actitud antiestatal, antibiggovernment, que prioriza el individuo y el mercado por encima de la responsabilidad colectiva organizada en un Estado.
En fin, si bien el Estado tiene el deber de organizar un sistema educativo que no solo capacite a los ciudadanos de la república a cumplir determinada tarea laboral o de destacarse en tal y tal industria, sino también de distinguir la realidad científica o histórica de la más burda e infundada teoría conspiratoria, debemos concluir que, por el momento, el sistema no está cumpliendo, o por lo menos que el modelo educativo de artes liberales heredado de una sociedad antigua en la que pocos tenían acceso a la palabra escrita debe transformarse de manera radical ante nuestra realidad individualista y mercantil en el que una noticia falsa corre seis veces más rápido en Twitter que una noticia verdadera y verificable. Si la educación ha desempeñado algún papel constructivo en el desarrollo y la defensa de una de las democracias más longevas del mundo, para recuperar esa función debe hacerle frente a la «neoliberalización» del sistema educativo, a la reacción antiestatal, ganarse el apoyo legislativo y los recursos necesarios para mantener esta democracia en el futuro, e introducir a los medios populares y el discurso público la idea de que la democracia requiere un sistema educativo que la valora y la defiende, idea durante demasiado tiempo solo esgrimida por un grupo reducido de académicos e intelectuales.
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