Diálogos entre la historia y la cultura
Las páginas que siguen son un fragmento del Capítulo I del libro Tomás Romay y el origen de la ciencia en Cuba, editado por la Academia de Ciencias -Museo Histórico de las Ciencias Médicas “Carlos J. Finlay”, La Habana, 1964, cuya autoría es de José López Sánchez, profesor de Historia de la Medicina cuando todavía esta carrera era extendida por la Universidad de La Habana.
El texto de López Sánchez brilla por dos rasgos palmarios: la vocación patriótica y el refinamiento. El talante del doctor López Sánchez deja apreciar el constante apego a la tradición humanista -y por tanto moderna- que inauguraron los criollos que después la historia de Cuba ha reconocido como la primera generación de plantacionistas. El patriotismo viene porque tal generación es la que origina, ensaya y funda la posibilidad de pensar en cubano. El refinamiento se constituye en el vigor de una prosa amplia y en consecuencia fluida: digna de la multidimensionalidad vibrante en la formación intelectual de los profesionales de las ciencias exactas antes de que el positivismo (en su vertiente de la crisis de los paradigmas) se bifurcara en el camino de la ciencia y venciera en el empeño de seccionar, con talanqueras, la investigación científica para llevarla sesgadamente de la universalidad del conocimiento a los compartimentos estancos de las ciencias exactas, y las ciencias sociales y humanísticas, respectivamente. El panorama después ha sido todavía más preocupante, pues las ciencias sociales exhiben disciplinas sostenidas como autónomas rabiosamente a ultranza. De ahí que, en honor al diálogo interdisciplinar en las ciencia, el texto del historiador López Sánchez pueda apreciarse hoy como una invitación a valorar la educación humanista en la enseñanza profesional dentro de las ciencias exactas.
Hay una particularidad sobresaliente en el análisis histórico de López Sánchez: la mediación política, económica y cultural que trajo, para la villa de San Cristóbal de La Habana, la ocupación inglesa de 1762 a 1763. Después de la retirada de las tropas inglesas se produjo, en las décadas inmediatas, un auge del pensamiento ilustrado en la burguesía criolla que ya se estaba aristocratizando. El incremento acelerado del comercio incentivó el pensamiento económico en la generación de plantacionistas. Esa realidad, más la impronta de las Lumières primero, y la Revolución francesa poco después, fueron el catalizador para que la Metrópoli española decidiera impulsar el pensamiento ilustrado en la isla de Cuba.
Escenario histórico
Por José López Sànchez
La vida de un hombre que se afana por alcanzar un siglo de existencia es siempre difícil de enmarcar en la historia de un país que, como Cuba, necesita pugnar a saltos su progreso. Y si esta vida coincide históricamente con una época de sustancial transformación, de surgimientos de nuevos modos de vivir, de relacionarse y de pensar, el propósito se hace ímprobo.
Después de más de dos siglos de colonización, la Isla permanecía apartada de la civilización y el progreso de su tiempo y su pueblo sumido en la ignorancia y la miseria. El sistema económico imperante era el comercio monopolista, y el de producción el esclavista. La Habana podía comerciar esmerándose aquélla por no permitir que llegaran ni los rudimentarios elementos de instrucción y cultura. Por otra parte, ¿qué falta hacía, si la existencia insular se reducía a un grupo de españoles que había sentado sus plantas sobre esta tierra sin otras preocupaciones que criar ganados, vender mercaderías, y de vez en cuando defenderse de la rapacidad de piratas y filibusteros, que la asaltaban en busca de fácil botín?
Arduo es precisar en qué momento de la historia comienza a surgir una necesidad nueva, de modo igual a como resulta difícil determinar en qué instante adviene el día, en el lapso que transcurre entre la salida del sol y el momento mismo que sus haces luminosos se hacen realmente visibles a los hombres. Todos los fenómenos naturales y sociales transcurren en insensible y oculta acumulación, hasta que un cambio brusco nos lo revela, produciéndonos la conciencia de lo evidente. Se crece hasta un instante en que la suma de partículas da lugar a una forma nueva y distinta. Así en el recóndito substrato de la vida social, están operando constantemente cambios tan pequeños que escapan a nuestra percepción. Pero llega el momento en que estas transformaciones adquieren fuerza objetiva, y se hace consciente la aparición de una situación diferente, que reclama y hace imperiosos nuevos aportes en la vida económica, social, política y cultural de la nación.
El factor desencadenante, para que el fenómeno se opere, va a ser para la Isla, en este caso, la conquista y toma de La Habana por los ingleses, que a juicio de todos los autores hace despertar a la Colonia del letargo en que estaba sumergida y le ofrece la oportunidad de mostrar ante España cuál puede ser su valor real, tanto desde el punto de vista económico como del militar.
La ocupación inglesa motivó dos hechos importantes para la creación de nuevas condiciones objetivas entre los habitantes de la Isla. El primero, que al obligar a tomar las armas a los residentes, para defender este suelo como suyo, de una agresión extranjera, despertó un espíritu patriótico que fue un factor más en la modelación del sentimiento de la nacionalidad. El otro, fue la revelación de que no era, ni tenía por qué ser, una forma permanente de relación comercial el sistema monopolista que imponía la Metrópoli, y que por el contrario, había un modelo superior que era el comercio libre, cuyos beneficios habían podido disfrutar ampliamente las clases productoras insultares.
De ahí que pueda afirmarse que si bien la ocupación inglesa no determinó ningún cambio sustancial en el régimen social de la Isla, es indudable que dejó impresas huellas indelebles en la conciencia de sus habitantes, pues siempre es revolucionario recibir el aporte extraño de una concepción social superior, más aún, si tiene lugar en un ambiente propicio, gestante ya de nuevas formaciones sociales.
A impulsos de este fenómeno van a acelerarse y profundizarse las transformaciones en las relaciones sociales y a madurar las características para forjar la nacionalidad, la cual cristaliza en la integración de sus diversos factores, a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Es en este período que vemos aflorar en los hombres más representativos en la economía del país, una actitud que traduce una rebeldía, aún no consciente, contra la imposición de España. Esta rebeldía va a manifestarse con rasgos propios y afilados, peculiares y diferenciados, en un impulso de independencia contra el tutelaje español en su formación cultural y científica. Es una fuerza inconsciente que, nacida del desarrollo de las fuerzas productivas, vivifica los quereres del grupo social que va madurando en nación.
En ese tiempo empiezan a surgir también modalidades nuevas de expresión, que se diferencian y apartan de los tradicionales moldes hispánicos. El lenguaje se hace crítico en el fondo, aunque lírico en la forma, y sutilmente se enfatiza lo propìo o lo que se desea reformar; surgen la polémica y el deseo de instruir en ciencias, filosofía, economía y bellas artes.
Los elementos nacionales que potencialmente viven ocultos a la angustiosa y anhelante vista de los nacidos en esta tierra insular, pronto se materializarán por la acción de las fuerzas sociales que entran en juego en instrumentos apropiados para la realización de las ansias nacionales que bullen con forma más o menos definida, en la conciencia de la sociedad cubana. A impulsos de iniciativas fecundas e imperiosas, se producirá un reagrupamiento de los hombres que interpretan mejor estas aspiraciones. Cada uno de ellos aportará en la gran obra de todos, la fuerza de su intelecto y capacidad de acción.
Para comprender bien el proceso de integración nacional que ellos deberán dirigir y que dará forma y colorido a su quehacer, es preciso reseñar en rasgos grueso, pero claros, cómo se produce la incorporación de estos individuos en el complejo proceso social de la época.
El amanecer de nuestra vida como nación se vio envuelto en las resplandecientes luces del siglo XVI-XVII. El movimiento de este siglo nos impulsó como a frágil barco a navegar en las encrespadas olas de un mar sacudido por poderosas y gigantescas fuerzas sociales. Él nos traerá la llamada convulsionante de la Revolución Francesa, en su radiante ocaso, con sus reclamos de un vivir más humanos; pero estos resplandores no podrán ser captados por las pupilas infantiles de los cubanos. No obstante, trasmitió a ellos una parpadeante inquietud, semejante al joven arbusto que sacudido por la brisa lleva su estremecimiento sólo a las raíces más altas, las que están a flor de tierra. Así, el mensaje llegó a las personalidades del grupo oligárquico en forma de un murmullo que percibieron, pero sin conciencia de la plenitud de su significado. Coincidiendo en el tiempo con este gran acontecimiento, tendrá lugar en la Isla “el advenimiento de uno de los mandos más felices de la Gran Antilla”, según el historiador Pezuela, y para mejor resaltar el contraste advertirá con proclividad “cuando por ningún rincón de la atmósfera asomaban anuncios de buen tiempo”.
¡Suerte que esta coincidencia histórica se produjera! La Metrópoli y la Colonia no estaban en condiciones para absorber el ejemplo, pero no pudieron sustraerse al influjo de estas ideas que iluminaban el espíritu humano. El pensamiento social a partir de esta coyuntura, tanto en lo universal como en lo nacional, asumirá una forma sistemática de expresión: los derechos de los hombres y la garantía de la propiedad privada de los medios de producción.
La Isla verá alzarse, como fuerza histórica de insospechada vitalidad, a un grupo económico integrado en su mayoría por una semiaristocrática casta de cubanos ricos, propietarios principalmente de ingenios azucareros, los hacendados, que han desplazado en sórdida lucha por la hegemonía económica a sus antiguos competidores de otros tiempos, ganaderos y vegueros. Los hacendados azucareros se han enriquecido a costa del comercio exportador y la compra-venta de esclavos; y en ostensible alarde manifestarán sus apetencias, plenamente convencidos de que un emporio de riquezas les provendrá si logran imponer y mantener un sistema liberal de comercio y liquidar las trabas del régimen colonialista feudal que dificulta su desarrollo interno. Su aspiración inmediata es asegurar la oportunidad de comerciar con todos los puertos extranjeros para hacerles llegar azúcar, mieles y aguardientes.
Este grupo dará origen a una clase social: la burgesía cubana. En esta etapa predomina la manufactura de materias primas como forma de producción, lo que significa que esta clase está aún en proceso de formación y por consiguiente no ha adquirido conciencia plena de su papel histórico en la sociedad. Es una clase débil, poco segura de su fuerza, que tratará de fortalecer sus posiciones recurriendo a compromisos con las instituciones políticas de la Metrópoli y también con la Iglesia, con vista a lograr, en lo fundamental, una acumulación de riquezas y propiedades.
Aguijoneada por esta ansia de lucro y espoleada por la posterior competencia extranjera, esta clase se verá urgida en fomentar un movimiento de superación cultural, dirigido en lo esencial, a implantar la instrucción a todos los niveles y el estudio de las ciencias naturales como base para hacer progresar la agricultura y la industria, adelantos que si interesaban poco a la Metrópoli y a los comerciantes peninsulares importados, sí necesitaban mucho los productores cubanos para así poder obtener mayor rendimiento de las tierras y más producción en sus manufacturas. Impelida por esta necesidad, la burguesía cubana asume con firmeza la dirección de este movimiento para encauzarlo hacia la satisfacción de sus intereses vitales, que en este período se identifica con los generales del país, en tanto constituye y representa la formación social más avanzada y por tanto en capacidad de derrocar los viejos moldes factoriles de ir integrando la nación.
Así, pues, como indeclinable necesidad dialéctica se manifiesta el anhelo de crear un clima apropiado de mayor libertad; una mayor y más urgente necesidad de comunicación e intercambio de ideas y proyectos, y una más amplia difusión de la enseñanza, en la que se incluya el estudio de aquellas ciencias tales como la botánica, la química y otras que más directa aplicación tengan con la siembra de la caña y la obtención de azúcar.
La ocurrencia de factores para el surgimiento de una nueva situación económica y social en la Isla, se propicia durante el gobierno de Don Luis de las Casas Arragorri, en el año 1790, quien al decir de O´Farrill, fue “el mejor agente de las pretensiones de los habaneros”. Además, el desarrollo y progreso de orden interno se verá favorecido, y en cierta forma promovido por las condiciones exteriores y generales, influencias quizás más poderosas, tales como la independencia de los Estados Unidos y el vivo interés de esta nación por comerciar con Cuba para sustituir en parte el mercado que había perdido con Inglaterra; el hecho de que España se encontrase en paz con las demás naciones, y las consecuencias derivadas de la revolución en Haití.
Con la fuerza material y de atracción que es capaz de desencadenar una clase social en ascenso, la naciente burguesía cubana ejerció un poderoso influjo sobre los propios capitanes generales y altos funcionarios que enviaba la Metrópoli, permeados a su vez por la corriente calificada del “despotismo ilustrado”. Esta fuerza la puso en movimiento principalmente la burguesía azucarera percatada de la necesidad para mejor desarrollar sus planes le era conveniente y útil ganar para su causa a estos elementos, con el concurso de los cuales se facilitaría la implantación de medidas que favorecieran, en lo fundamental, el comercio y el desarrollo de la industria. Pronto consiguió interesar en el negocio azucarero a Las Casas, con el regalo que le hicieron los hacendados cubanos de un ingenio de azúcar -en verdad un soborno- al que le puso por nombre “La Amistad”. El nuevo intendente de Hacienda, José Pablo de Valiente, figuraba como condueño de aquellos tiempos, “La Ninfa”. Esto justifica y explica que en 1793, cuando la guerra entre España y Francia, cuando se interrumpieron las comunicaciones con la Península, ellos abrieron bajo su responsabilidad los puertos de la Isla a los barcos extranjeros amigos y neutrales. Como consecuencia de esta política hubo una prosperidad general que permitió al Gobierno de Las Casas desarrollar sus iniciativas y satisfacer los apremiantes requerimientos de la naciente burguesía cubana.
Las denominadas iniciativas de Las Casas, o por mejor decir, del grupo de hombres ilustrados que tempranamente le rodearon, pueden sintetizarse en estas tres grandes instituciones: el Real Consulado, el Papel Periódico y la Sociedad Patriótica de Amigos del País. La burguesía criolla comienza ya a ejercer una profunda atracción entre los elementos de la clase media, que ven en ella la posibilidad de alcanzar gloria y fortuna. Por otra parte, ella requiere el concurso de estos hombres instruidos para alcanzar su objetivo: la dirección hegemónica del país, tanto en lo espiritual como en lo material.
Esta época habrá de producir hombres públicos eminentes y útiles, que serán capaces de interpretar estas urgentes necesidades y de actuar en favor de sus soluciones. Entre estos hombres habrán de destacarse principalmente Francisco de Arango y Parreño, José Agustín Caballero y Tomás Romay. Ellos serán los más fieles propugnadores de la reforma, y por ende, iniciadores de la primera fase del movimiento científico y literario cubano. No importa que en estas primeras manifestaciones se muestren débiles y confusos y que recurran a un lenguaje de halagadora hispanidad, de expresiones poco diáfanas, de profusión exagerada de citas griegas o latinas o de pedantes giros pretenciosamente literarios.
Ellos habrán de ser enciclopedistas, pues como paladines de la clase burguesa que pretende dirigir ideológicamente la nación, estarán obligados a poseer vastos conocimientos que les permitan encontrar soluciones a los problemas de toda índole que inevitablemente surgirán. Estos conocimientos serán amplios en extensión, pero mínima profundidad. De ahí que en sus obras se entremezclen el concepto nuevo con la forma antigua, o la seria formulación doctrinal con un ingenuo y arcaico razonamiento.
Hace tiempo se ha hecho la observación de que los talentos se manifiestan siempre, y en todas partes, cuando existen condiciones favorables para su desarrollo. Esto significa que este período histórico que transcurre en su primera etapa desde 1762 hasta 1823, colma sus entrañas de elementos creadores que posibilitaran la plasmación real de estas personalidades históricas.
Estos elementos están dados por la transformación de las relaciones sociales y ellos reflejan, quieran o no, el choque y dirección de sus corrientes. En tanto no se consolide lo nuevo, tendremos un período de transición que se caracterizará por lo inestable; por el avance y retroceso alternativos de las conquistas. Un proceso que imprimirá en la mente de los hombres incluidos en él ese sello de mentalidad fronteriza que los lleva a aciertos notables y errores y superficialidades. Este es el siglo que preside el pensamiento y la conducta de estos tres hombres; y de ahí que nos expliquemos el diferente juicio que de su actividad forman muchos historiadores. Ahora bien, si se analizan bajo este prisma, tomándolos en conjunto, dentro del contenido de su tiempo, podremos convenir en que no hay defraudación; que representan la orientación general del nivel de desarrollo exigido; que alcanzan lo que aspiran y que las semillas de sus obras fructificarán en el surco que abre la dinámica de las leyes del desarrollo social.
Cada una de estas personalidades imprimirá sus particularidades individuales en el curso general del proceso de transformación que, independientemente de ellos, se está produciendo en la vida cubana. A veces estas particularidades hacen y se hacen efectivamente más patentes, que las causas generales. Es por eso que existe la inclinación a considerar a Don Francisco de Arango y Parreño como sagaz ejecutor de la transformación del régimen económico de la Isla; a Caballero como el ínclito pensador que limpia de impurezas el campo de las ideas; porque ambos descuellan más y penetran más en la hondura de lo objetivo. Pero ésta es una forma parcial de apreciar los hechos. El proceso en gestación exige, para salir a la claridad, un ambiente distinto, y éste sólo puede obtenerse con un cambio que niegue en parte lo que anteriormente existía. Este cambio jamás se produce espontáneamente; precisa siempre la intervención de los hombres, los cuales habrán de resolver los problemas que se les crean, desde todos los ángulos de la actividad material y espíritual de la vida. Cada una dejará la huella de su acción en la profundidad y sesgo de su inteligencia y de sus fuerzas morales, pero cada uno también la marcará, más o menos ostensiblemente para el futuro, cualesquiera sean las tareas que ejecuten.
Romay es, en la tríada, el de más anchura en la ilustración, aunque el de menos solidez y definición en el propósito. Él es un hombre incorporado, por atracción, a la clase de la burguesía cubana, lo que hará más tímido en sus resoluciones y más vago, aunque a veces más sutil, en la exposición o formulación de sus aspiraciones. Donde él habrá de moverse con acción propia y decisión inquebrantable será en el campo científico. Sin temores, y con el mínimo de vacilaciones, orientará su revisión. Será el iniciador de su reforma, dándole a esta palabra la proyección que le señaló Carlyle: “ver más lejos y desear más fuertemente que otros.
*Texto tomado íntegramente de Páginas Revisitadas, Cuaderno 46 de Cuba Posible. Un Laboratorio de Ideas, publicado en La Habana, julio de 2017, Pp 57-61.
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