El proceso democrático se sostiene por la creencia en la democracia, por los hábitos y costumbres, por la cultura, y sin ello se tuerce el sentido de la constitución, de las leyes, de la política, del bienestar compartido.
Resulta peliagudo tomar las decisiones políticas, nacionales y de Estado, en una sociedad amplia y compleja. El único modo eficiente de hacerlo es a través de procesos democráticos sostenidos en la distribución de la autoridad y orientados al bienestar general. Esto implica, entre otras condiciones, el establecimiento de alguna norma decisoria o, mejor, de varias y distintas normas decisorias.
La racionalidad sugiere que las cuestiones trascendentales que implican los horizontes y marcos de toda la ciudadanía, como la Constitución jurídica y política de un país, no debe aprobarse con el sólo consentimiento -voto- de la mayoría absoluta, o sea, del 51 %. Ese propio carácter demandaría de unanimidad, si bien está claro que ella suele resultar imposible -en un proceso democrático genuino- y, por ende, invalidante. Por eso, quizá la opción sea el consentimiento de una super mayoría, por ejemplo, del 75 o 60 %. Sin embargo, la praxis demuestra que también estas cuotas pueden resultar invalidantes y, en algunos casos, optan por exigir el voto del 75 % de los delegados constituyentes para cada uno de preceptos del texto y luego del 51 % del voto ciudadano refrendador.
Otras decisiones, como la creación de leyes, suponen otra complejidad. Suele considerarse para ello la aplicación exclusiva del principio de la mayoría. Para esto argumentan que todos los ciudadanos son pares políticos, de ese modo se maximiza la cantidad de individuos que pueden ejercer la autodeterminación por medio de las decisiones colectivas, estableciendo así mayor probabilidad de generar decisiones correctas (aunque esto no siempre sucede). También alertan que una minoría no prevalezca sobre la mayoría (si bien en ocasiones una minoría gobierna a la mayoría, producto de la abstención y diversas anomalías).
Sin embargo, no es conveniente que tales consentimientos sean coto exclusivo de la mayoría, aunque esta afirmación resulta conflictiva porque una decisión que, para ser aprobada por la mayoría de conjunto con minorías, deba “descafeinarse”, puede terminar en algo que realmente no implique ni a unos ni a otros. Asimismo, debemos tener conciencia de que cuanto mayor sea la super mayoría requerida, más pequeña puede ser la minoría que bloquee los intereses de las mayorías y de otras minorías.
Varias reglas ofrecen relativas soluciones. Por ejemplo, que – cada decisión beneficie a todos o al menos no empeore la situación de nadie, – los representantes de territorios en el senado puedan emitir un veto suspensivo cuando las decisiones afecten sus localidades, – las minorías parlamentarias puedan formular un veto suspensivo a las decisiones que afecten sus intereses, y – el jefe del Estado pueda ejercer el veto suspensivo cuando considere que una decisión es perjudicial.
Esto no significa que una minoría pueda entorpecer, per se, el desarrollo de las mayorías o de otras minorías, pues tales vetos son suspensivos, no absolutos. Cuando esto ocurre han de poder explicarse todas razones, lo cual moviliza la opinión pública, y de este modo el asunto se somete nuevamente a votación incluyendo un razonamiento que puede ser más amplio, profundo y sereno. En estos casos, para que la nueva votación pueda vencer el veto, deberá alcanzar una mayoría reforzada o, de lo contrario, queda suspendido.
Cabe destacar que debe prevalecer un indicador que evalúe cuando una decisión beneficia a todos o al menos no empeora la situación de nadie. Los Derechos Humanos deben constituir ese indicador, aunque a veces ello puede resultar un tanto abstracto y por eso se establecen precisiones en torno a derechos prioritarios, de acuerdo con la cultura política de la sociedad. Por ejemplo, los derechos individuales, las libertades de expresión, reunión, organización, manifestación y prensa, y los derechos políticos, incluida las elecciones libres. Esto debe constituir algo sustantivo superior al proceso democrático, que lo limita. Cuando estos derechos son vulnerados por decisiones políticas, los ciudadanos deben poder recurrir a una corte constitucional con autoridad e independiente de los poderes del Estado.
Otras decisiones, como las ejecutivas provenientes del gobierno electo, deben ser autónomas, si bien contraladas por el parlamento y fácil de impugnar ante el sistema de justicia. Asimismo, suele recomendarse la formación de gobiernos de coalición, integrados por la mayoría vencedora y por minorías representadas que estén dispuestas al trabajo mancomunado. De esta forma, también las decisiones ejecutivas no serían, de algún modo, sólo coto exclusivo de la mayoría gobernante.
Esto ejemplos son soluciones relativas, con fallas. Mas el proceso democrático es superior a cualquier alternativa. El camino sería conseguir métodos factibles y mejorarlos continuamente. El proceso democrático es una apuesta a la posibilidad de que un pueblo, obrando de forma autónoma, pueda aprender a hacerlo debidamente.
Pero dos cuestiones debemos fijar en la ruta. El proceso democrático no es meramente formal (sino justicia distributiva) ni meramente proceso (sino instituciones y recursos) ni meramente abstracto (sino derechos y libertades concretas). El proceso democrático se sostiene por la creencia en la democracia, por los hábitos y costumbres, por la cultura, y sin ello se tuerce el sentido de la constitución, de las leyes, de la política, del bienestar compartido.
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