Diálogos entre la historia y la cultura
Tres páginas de brillante factura ensayística del periodista y constituyentista Manuel Márquez Sterling en La Nación, Año III. Núm. 504. Tan temprano en la vida republicana como el martes 26 de febrero de 1918, el notable periodista cubano ya tenía juicio de plenitud en torno al empeño de fundar una república y desarrollarla. Como metodología, a Márquez Sterling le interesaba la realización de un cotejo entre la confianza emanada del pueblo hacia los líderes y la acción concreta de éstos, a quienes llama “la clase directora”. Semejante contrastación deja un saldo muchas veces pobre, así como entristecedor; la clase directora de entonces fue la consecuencia de la malicia del caudillismo sordo y ensordecedor durante las gestas independentistas aún cuando, del interior de esa práctica lanzada a la gestión de la cosa pública, también se hicieran visibles hombres de virtud y de mérito.
En este ensayo, distinguido por el refinamiento y la exhibición de una cultura admirable, Márquez Sterling quizás también nos esté mostrando la cortedad de la historia en cualquier espacio geográfico. Hoy, por ejemplo, a escala regional vivimos un período que se constituye en la repetición del ciclo de vulgaridad política. Hágase una exploración -ni tan siquiera minuciosa- del discurso público de la gestión en la cosa pública tanto de la derecha como de la izquierda en el cono sur americano y se obtendrá como resultado la misma constante analizada por Márquez Sterling en la segunda década de la República Burguesa cubana: nuestros ideales como americanos continúan estando próximos, pero no terminan de materializarse. Ello, de manera indubitable, nos conducirá a una lucha absolutamente justa, en la cual, sin embargo, habremos de encontrarnos, una y otra vez, con el retroceso: consecuencia directa del litigio entre el bien y el mal, esto es, entre el humanismo y la malicia.
El presente ensayo, Márquez Sterling lo incluyó en su compilación de artículos en forma de libro intitulada Doctrina de la República.
Separatismo y república
Por Manuel Márquez Sterling
I
El pueblo de Cuba frecuentemente ha esperado acciones ilustres vulgares, consecuencia funesta de las mal inspiradas propagandas. Por mucho que sea desconfiado y receloso, el pueblo sigue a la clase directora. La clase directora crea ídolos de barro y esos ídolos tocan el corazón del pueblo. La clase directora teje guirnaldas de flores artificiales; y esas flores de trapo, sin perfume, seducen al pobre pueblo y entusiasman a los cándidos patriotas. La clase directora se forma ella misma de hombres vulgares y de hombres maliciosos, aunque los haya de mérito. Predominan los maliciosos y prosperan los vulgares. El pueblo siente, se rinde, se entrega; y sólo comprende la verdad contemplando los escombros. La lección única la adquiere de sus propios dolores. Y aun puede ser nuevamente engañado. El registro de la sensibilidad popular contiene el éxito de la clase que dirige y que ambiciona. Los dedos más hábiles para el teclado serán, siempre, los vencedores. La política debe exigir, e imponer, el sacrificio en algún caso. Pero, el arte de la política es el éxito. Un grupo exiguo de agentes forja la aureola del candidato. Lo arregla, viste, lo exhibe, igual que un sastre exhibe, en las vidrieras, la levita de moda. El público se embriaga de sugestión. A sus ojos nada más bello que el último traje. Transcurre el tiempo, y se le antojan ridículas aquellas modas. El vestido de nuestros abuelos, el pantalón de boca de campana que cayeron rápidamente en descrédito; son las cascas de corte original que usarlas causó daño, miseria en el pueblo y flaqueza en las almas. En torno de su falso pedestal volvióse la tierra estéril; entristeciéronse los ánimos; y abatiéronse, marchitas y moribundas, las esperanzas de épocas pretéritas. “¡Y como pudieron gustarnos el cuello de estilo Fernando VII, las escurridas levitas de liso casimir, las anchas botas de saliente suela, y los calzones que bien parecieran fundos de almohada, recogedoras de polvo!” se preguntan, asombrándose de sí mismos, los viejos que tales extravagancias alcanzaron, mas, estos mismos viejos cuentan, a su vez, campañas en pro de insignes paladines que defraudaron su vehemencia; el encono terrible con que el torpe útil, el malo bueno, el audaz prudente. Y allí donde las miradas buscaron la gloria, sólo había desastres y derrumbes; experiencia de padres a hijos, de generación en generación, de siglo en siglo, que va perfeccionando y reparando los espíritus; va esquivando las faltas y los tropiezos; va nuestro ideal tan reciente, que apenas cabe decir que comenzamos a luchar; y, no obstante, comenzamos también a retroceder. Somos un ejército que se retira en el momento de ganar la batalla y de arrancar, al enemigo, los trofeos. Los jefes, los conductores de multitudes, como diría un orador de mitin, se muestran pequeños ante la magnitud extraordinaria de la empresa. El actor, a veces, no tiene el tamaño de su papel. Y comprometen su porvenir y su tranquilidad los pueblos que fían papeles grandes a hombres pequeños.
II
Desde la proclamación de la República, el país vive en extraña ansiedad contradictoria; en la ansiedad utópica de pedirle peras al olmo. Ha confiado intereses capitales a la generosidad ilusoria de hombres egoístas; ha confiado la solución de problemas difíciles a la competencia inverosímil de hombres ignorantes; ha confiado sus destinos al desprendimiento de hombres ambiciosos. Las desventuras que nos azotan son, por eso, desventuras lógicas, provocadas y no previstas en el torbellino político. El país ha querido sustentarse en prodigiosas bienandanzas. Y se queja, amargamente, al contemplar el árbol que sus manos han sembrado. La República necesitó de un hombre superior que la consolidara desde el gobierno, un grupo de patriotas abnegado que la enalteciera desde los partidos; y un grupo de personajes bien seleccionados que la regulara desde el Congreso. El revuelto fondo de la colonia sube a la superficie de la República; y la libertad se ha desvanecido en el fermente de la ya quebrada esclavitud. Cuando en las campañas electorales hemos visto arrebatada la multitud, en cada mano una bandera de Agramonte, en cada garganta un himno de Céspedes, en cada tribuna un lema de Martí, pero, aclamando, para la más alta magistratura local, a un viejo guerrillero fogueado en combatir esa bandera, ese himno y ese lema, se han paralizado, de angustia nuestros movimientos, y largamente, en la soledad y en el silencio, hemos meditado. La obra separatista era de una extensión majestuosa. Ella envolvía todos los ideales de la pureza; era el genio de una reforma esencial, era el genio de todas las nobles conquistas del bien y de la libertad; era, además, en su propia naturaleza, el bálsamo a todas las heridas y el remedio a todos los achaques de la conciencia. Por eso, no podía castigar, por eso, a su paso, en marcha triunfadora, su estela era sobre los oleajes de la rabia colonial, el perdón. Pensémoslo un minuto y entenderemos aquel vértigo de sublimidad. Cada soldado que combatía, era leyenda de sacrificios inimitables. Estoicos, para el dolor, en un segundo aprendían a morir. Y todos los tormentos los conocieron. La épica doctrina separatista dotaba de suficiencia a sus resortes bélicos. Y, de unos a otros, los caudillos transmitían, por contagio, la energía, que no era fruto de la servidumbre en que nacieran. Pero el separatismo se vio de pronto sin sus pasiones, que eran el eje sobre el cual giraban sus hazañas; los propios jefes turbaron la moral de su estupenda empresa; grandes para avanzar hacia las hogueras, perdían su volumen, su consistencia, al detenerse en la jornada, y volvieron casi a su nivel anterior todos los impulsos, menos el impulso patriótico adormecido. La energía del combate se tradujo en la energía de aspiraciones desmesuradas. Y contentos de algunos privilegios, los fundadores de la República cedían las prerrogativas de la independencia, en absurda rivalidad y más absurda amalgama. El carácter de los elementos directores que surgieron de la amalgama y la rivalidad, se adultera con increíbles atavismos; y los rayos opacos que tiñeron de gris la República influyen, ahora, en los corazones y aflojan los muelles y borran el ideal. Si el brazo hipnótico de hadas perversas nos trajera el camino de perdernos, el camino de la catástrofe final, no lo escogerían nuestros prohombres con más seguridad, ni con más resignación tocada de indiferencia.
III
El separatismo tuvo sus directores adecuados. En cada uno de sus períodos, encuentra la historia de verdaderos representantes de su espíritu, de su bandera, de sus móviles. Admira siempre cómo proveyó a sus necesidades el partido separatista, con qué pocos recursos logró su engrandecimiento; en medio de cuántas zozobras y dificultades y peligros, perseguía sus designios. Todo lo que era sólido, todo lo que era poder, estaba junto a la causa de España. No desmayó el separatismo. Parecía endeble, utópico, anárquico; no será una organización; sus elementos flotaban dispersos en época de paz y emigraba entristecido. Sin embargo, en todas partes había de su esencia, hablaba en todas las almas; y se interponía en todas las orientaciones. No se apagaba en el vacío porque el soplo de vida que lo animó fue su misterioso porvenir.
A la República le ha faltado la confianza del futuro, le ha faltado el verbo coordinador del separatismo; le ha faltado el sentido de su reivindicación. Los bienes de la independencia, que el separatista conquistó los ha despilfarrado, los ha comprometido, los ha agotado en la República el desconcierto de los partidos que invocaron el nombre de los principios, pero en pugna con los principios. En vez de vigorizar su disciplina, el separatismo se disgregó; creía terminada su obra en los momentos de comenzarla más en firme; y la República se ha desenvuelto, ha prosperado o se ha caído, a merced de los acontecimientos, de cara a las tempestades. Gravitaron, sobre sus espaldas desnudas, otras pasiones que no eran los de su afianzamiento; otra filosofía que no era la gloria ni la virtud del ciudadano. Los aspirantes no pretenderán ya sino el encumbramiento personal; y nadie tendrá siquiera a su cuidado la salud de la República, de igual modo que tantos cuidaron de la salud de la República, de igual modo que tantos cuidaron de la salud del separatismo. A la República le era indispensable, ahora, el concurso de muchas voluntades; era más difícil sostener la República que forjarla; es más difícil conservar el fruto que cultivar la planta. La República debería ser abundancia para los ciudadanos, y los ciudadanos ya no tendrían deberes con la República. El medio reproduce los rasgos que un descontento de Cervantes descubre en el ingenioso hidalgo; y son como nuevas fuentes de malestar colectivo, en Cuba, los mismos ideales complejos que observa el crítico en el héroe de la Mancha: “todos -dice- convergiendo a un solo fin. El dominio, la imposición”. El ideal de dominio e imposición ha trascendido a un género peculiarísimo de abdicaciones. La facilidad con que se ha mengua de la soberanía nacional; el interés mercantilista que brota de todo cultivo de popularidad, la inercia para toda acción fuerte, para toda acción solidaria, para toda justicia, en provecho del único patrimonio que no podemos dilapidar…
*Texto tomado íntegramente de Páginas Revisitadas. Cuba Posible. Un laboratorio de ideas. Publicación 46. La Habana, julio de 2017. Pp. 24-26.
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